Mtro.
Jesse Martínez*
Hace
poco más de diez años, Vladimir Putin ejecutó una de las jugadas
más magistrales de la diplomacia moderna; en plena guerra de Siria
evitó una intervención estadounidense en este país y se posicionó
como un líder influyente, confiable y capaz de proteger a sus
aliados. En aquel momento el gobierno sirio de Bashar Al Assad
libraba una lucha en diferentes frentes, por un lado las milicias pro
occidentales que intentaban derrocarlo y por otro el Estado Islámico
(Daesh) expandiéndose con sus inhumanas atrocidades. En este
contexto, se acusó al gobierno de Damasco de utilizar armas químicas
—las cuales en efecto poseía—, siendo Barack Obama el principal
impulsor de una intervención militar en el país árabe, la cual,
muy posiblemente hubiera provocado finalmente su caída y el control
del país por parte de EEUU y sus aliados. Tal situación no podía
ser permitida por Rusia, la cual tiene una base militar naval en la
ciudad de Tartus, en la costa del mar Mediterraneo y, además, la
Siria de los Assad ha sido un aliado importante en la región de
medio oriente desde tiempos soviéticos.