A
esta hora, en algún extremo del territorio mexicano alguien muere. Y esa
muerte, por anónima que sea, no quedará, por así decirlo, en el olvido. Un
trovador rural, un poeta no sin celebridad (aunque sea en la misma ranchería)
rasga las cuerdas de su guitarra y compone un corrido. Esa canción hará que una
muerte sin sentido, sin aparente importancia, se guarde en la memoria mientras
alguien cante los octosílabos en el papel escritos. Esa muerte, pues, no será
una que se olvide: mientras una solitaria voz vernácula trove esos versos —en
una apartada loma llena de ocotes, y bajo siempre una brillante luz de luna—,
el difunto seguirá vivo.