Fernando G. Castolo
Era la tarde del último
día de actividades de las fiestas en honor a Sr. San José del año de 1955. Las
sagradas imágenes ya se encontraban de regreso en la Parroquia principal de Zapotlán,
después de haber pasado toda la noche en el domicilio particular del Sr. Miguel
Fernández Morales, sobre la calle de Moctezuma. Don Miguel, al igual que todas
las familias que hasta la fecha habían ostentado las mayordomías de las fiestas
josefinas, tenía la peculiaridad de contar con los medios económicos necesarios
para costear todo durante los nueve días de celebraciones. Y ello se
acostumbraba desde que los habitantes del milenario pueblo de Zapotlán tenían
memoria. Era un elemento tradicional y no se podía concebir de otra manera,
sobre todo entre los de la comunidad indígena, quienes no podían ni soñar el
poder accesar algún día a adquirir uno de los costosos números para la rifa. De
antemano se sabía que el número agraciado caería en suerte a alguna de las
poderosas familias de la localidad, que bien podían ser los Ochoa, Mendoza,
Villanueva, Enríquez, Arias o algún otro rico comerciante. Siempre era así.