Abel
Pérez Zamorano*
Desde
los albores de la civilización maduró en la mente de muchos hombres la idea del
ocio como ideal de felicidad, no aquel ocio fecundo, como le llamaron los
griegos, que permitía liberar al hombre del trabajo rudo, de la producción
directa, para ocupar su mente y su tiempo en la creación filosófica, la ciencia
y el arte, sino el ocio, a secas, ideal que llegaría sublimado hasta las
esferas de la religión: trabajar fue el castigo merecido por Adán y Eva; ganar
el pan con el sudor de su frente. A lo largo de las sociedades divididas en
clases, estas ideas han conquistado la mente, sobre todo, de muchos jóvenes,
para quienes la felicidad equivale a no madrugar, dormir mucho, evitar todo
esfuerzo y desentenderse de responsabilidades; un hedonismo vulgar, cuyos
motivos son descansar y divertirse.