Abel Pérez Zamorano
Según la economía política clásica
inglesa, raíz de la economía neoliberal moderna, el mercado es un
modelo de equilibrio que, de sufrir desarreglos, se autorregula,
conque el estado debe abstenerse de perturbarlo. Se lo concibe como
un ente con vida propia, mistificado, un poder por encima de
personas, ajeno a intereses concretos; con sus propias leyes, de
misteriosa “sabiduría”; un mecanismo decente y democrático, que
premia la virtud, la eficiencia y el esmero, y donde triunfan quienes
respetan la suprema y equitativa ley de la competencia, una suerte de
imperativo categórico.
Es, además, nos aleccionan, la forma
única de intercambio de bienes en la sociedad; es decir, sin dinero
y mercancías, condición del mercado, la sociedad no tendría otra
forma de hacer llegar los satisfactores desde quienes los producen
hasta quienes los consumen. Esto confiere al mercado un carácter
indispensable, consustancial a la sociedad. Pero es el caso que la
relación mercantil no ha existido siempre: surgió con el dinero;
antes hubo solo trueque donde, stricto sensu, aún no puede hablarse
de mercancías. Tuvo, pues, un origen y, consecuentemente, como todo
lo que nace merece morir, tendrá un fin, cuando desaparezcan las
condiciones que hicieron necesaria su aparición.
El mercado
es una relación social entre vendedores y compradores de mercancías,
donde predomina el interés de los poseedores. Es, primeramente, el
mecanismo capitalista de acumulación por excelencia, y, como el
Estado, instrumento de poder y exacción de riqueza de la clase
dominante. Considérese solo que la fuerza de trabajo es comprada
precisamente en el mercado, y que la plusvalía se realiza también
allí. Y los capitalistas lo manipulan siempre a su conveniencia.
Actualmente ocurre una más de esas descaradas intervenciones con los
aranceles de Trump. Para quienes idealizan el mercado parecería un
hecho contra natura, pero la historia enseña que su manipulación
por los poderosos no es excepción sino norma. Veamos.
El
capitalismo en Inglaterra se gestó en condiciones protegidas, al
amparo de la política mercantilista, por cierto, criticada por Adam
Smith, partidario del libre mercado. En 1815, se promulgaron las
leyes cerealeras, con elevados aranceles a las importaciones de
granos, debido a que los agricultores británicos producían en un
régimen terrateniente obsoleto, de baja productividad, en marcado
contraste con Francia, con mayor productividad y una producción más
barata (pues requería menos tiempo de trabajo), altamente
competitiva en el mercado británico. Para proteger a los
terratenientes, el Parlamento (dominado por ellos) impuso altos
aranceles que encarecieron las importaciones, igualando así los
precios de los granos locales e importados. Pero todo trae aparejado
su contrario.
Los importados eran materia prima industrial: la
cebada para fabricar cerveza, el trigo para el pan, alimento popular
fundamental. Las importaciones encarecidas impactaron sobre los
costos de producción industrial, afectando la competitividad
inglesa. La solución de un problema originaba otro. Asimismo, los
trabajadores compraban el pan más caro, lo cual elevaba el tiempo de
trabajo necesario para su manutención, y ello obligaba a mantener
elevados los salarios, mermando así la plusvalía de los
industriales.
Por ello, estos últimos se opusieron a las leyes
cerealeras, organizados en la Liga anti-Corn Laws, creada en 1838.
David Ricardo destacó en este cuestionamiento. En 1846, el
Parlamento, dominado ya por los capitalistas, derogó las leyes y sus
aranceles, iniciando históricamente el régimen de libre comercio,
mismo que impuso progresivamente al mundo. Pero aquello no fue
fortuito. La Revolución Industrial en Inglaterra había iniciado en
1759, y concluido –año donde muchos historiadores convienen–, en
1830. Mecanizó los procesos industriales, iniciando por el sector
textil, y elevó significativamente la productividad. Cada trabajador
producía ahora cantidades mucho mayores de productos, que cuando
trabajaba manualmente en el régimen de la manufactura. No sorprende
que, 16 años después, los capitalistas ingleses “descubrieran”
que les era más provechoso eliminar aranceles, pues producían
manufacturas extraordinariamente baratas y cuantiosas. Y con ellas
dominaron el mercado mundial.
Este boom de librecambio
prevaleció hasta la Gran Depresión (1929-1933). Para entonces
Estados Unidos ya había hecho suya la Revolución Industrial, y
producía también barato y en grande; igual hicieron Holanda,
Francia y Alemania, convertida en potencia industrial a partir de
1871. Y ocurrió la sobreproducción, causa de la crisis más
profunda sufrida por el capitalismo, con cierre de fábricas,
desempleo masivo y reducción de la demanda de bienes en los mercados
nacionales. La población, desempleada, no tenía para adquirir ni lo
indispensable. ¿Y cómo respondieron los capitalistas?
Los
norteamericanos y su gobierno redujeron drásticamente sus
importaciones, encerrando su mercado, su coto de caza. Obviamente no
iban a permitir que otros vinieran a obtener beneficio en su corral.
En 1930 el Congreso aprobó la Ley Arancelaria Smoot-Hawley, que
impuso una alta barrera arancelaria. Lógicamente, las demás
naciones ricas hicieron lo propio en defensa de su mercado.
El
ciclo de economía protegida cerraría hasta los años setenta y
ochenta con la imposición del neoliberalismo. Los capitalistas,
encabezados por Reagan en Estados Unidos y Thatcher en Inglaterra,
impusieron, nuevamente, al mundo entero, el canon del libre mercado,
la eliminación de aranceles. Pero imponían el librecambio a otros
para desahogar sus propios excesos de producción, obligando a las
naciones pobres a adquirirlos (como ocurrió con el maíz en México);
mientras, Estados Unidos imponía mil y un taxativas a las
importaciones que pudieran afectar su propia producción; es decir,
manipulaba (y sigue manipulando) el régimen comercial según su
conveniencia. Libre mercado en un sentido, proteccionismo hacia el
otro. La ley del embudo.
El episodio actual protagonizado por
Trump tiene como telón de fondo el desarrollo industrial de China y
su creciente influencia en los mercados mundiales, debida a su
elevada productividad, y favorecida por su ingreso a la OMC en 2001,
en el marco del libre mercado. De país ensamblador y repetidor de
tecnología, devino innovador en desarrollo tecnológico y
científico, rebasando en varios sectores a Estados Unidos, que se
rezaga, pierde competitividad y sufre un déficit creciente en la
balanza comercial. Ante esta situación, Donald Trump saca del desván
de los trastos viejos los aranceles, para proteger, piensa, a los
industriales estadounidenses.
Así pues, la historia muestra
que el capitalismo no tiene un régimen comercial escrito como las
tablas de la ley. Los cambia pragmáticamente a conveniencia, e
impone su interés a las demás naciones. Los amantes de la teoría
cíclica de la historia verán aquí un paradigma de su modelo, pero
no es así. La realidad ha cambiado profundamente. Estados Unidos no
está ya en condiciones de imponer a todo el mundo su régimen
comercial. Han aparecido economías alternativas, altamente
eficientes, tecnológicamente avanzadas, que constituyen un fuerte
polo opositor. La realidad económica, y más específicamente
comercial, es diferente. Así lo revela hoy la resistencia de China y
los BRICS.
Regresando a la idea inicial, vemos cómo el
capitalismo se niega a sí mismo; al volverse monopolista arroja por
la borda los principios de “sana competencia” y libre empresa.
Por encima de innovación y calidad, se impone la fuerza de los
empresarios y su Estado sobre el mercado. Es patente que este tiene
dueños, individuos y monopolios concretos: en realidad “el
mercado” son los magnates mismos, la mano que mece la cuna: ellos
son la verdadera “mano invisible”, y también constituyen el
Estado. Ambas entidades al unísono protegen e impulsan la
acumulación.
La competencia adquiere otra forma, distinta al
sistema idílico descrito en la academia, mucho más encarnizada,
mediante guerras, sabotajes, aranceles y todo un arsenal de mañas,
manipulaciones y abusos. En conclusión, no puede ser esta la forma
suprema de organizar el intercambio de bienes, que solo responde a
las necesidades del sector solvente de la demanda, mientras abandona
y deja en el hambre a millones de seres humanos que no tienen dinero
para comprar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario