Omar Carreón Abud
No
soy experto en crítica literaria, ni siquiera un conocedor de la
literatura. Si me atrevo a escribir sobre una novela es sólo como
lector, como el que va al teatro, al cine o, como en este caso, que
lee un libro y cuenta a sus amigos, lo mejor que puede, lo mucho que
le gustó y de ahí cada quien se queda con lo que le convence y le
conviene. Así que, si me lo permite, selecciono algunas citas de la
obra, las transcribo y, como pueda, las comento. Espero sirva. Me
sorprendió la vasta cultura de Hermann Mellville; conocía La
Biblia, la mitología, la filosofía y claro, la pesca de la ballena;
conocía el trabajo y lo valoraba muy alto y conocía la vida. Tuvo
que abandonar la educación formal a los 13 años por la muerte de su
padre y modestamente anuncia que es autodidacta: “pues un barco
ballenero fue mi Facultad de Yale y mi Universidad de Harvard”. La
escuela de la vida en la que se gradúan miles de millones cada día,
Mellville llegó a conocerla muy bien, a la de su época y, valga el
anacronismo, a la de la nuestra: “En este mundo, compañeros, el
pecado que paga su viaje puede viajar libremente, y sin pasaporte;
mientras que la virtud, si es menesterosa, es detenida en todas las
fronteras”. ¿Ya no?
La novela fue escrita en 1851. La caza
de la ballena tal como la conoció Mellville ya no existe. Nantucket
ya es otro, ahora es una isla turística muy visitada en la que, para
ejemplo del mundo entero, las tiendas, los restaurantes y los grandes
hoteles de cadena están prohibidos; solamente los lugareños con
negocios medianos y pequeños prestan al visitante estos servicios.
Pero el trabajo, el esfuerzo que hace y transforma al hombre, sigue
existiendo, y Mellville se refirió a él en repetidas ocasiones. “La
indolencia y la ociosidad perecían ante él”, escribió; y el
lector se pregunta: ¿perecen ante mí?, ¿perecen ante nosotros,
compañeros? La caza de la ballena era partir a trabajar y
arriesgarse sin seguridad de volver, así como sucede en la vida:
“una vez terminada una muy peligrosa y larga expedición –escribió
Mellville– sólo comienza una segunda; y, concluida una segunda,
sólo comienza una tercera, y así por siempre jamás. Tal es la
interminabilidad, sí, la intolerabilidad, de todo terrenal
esfuerzo”, dijo el escritor que sabía que cada expedición, si
terminaba, duraba tres y hasta cuatro años sin volver a tierra.
“¡Por amor de Dios, sed parcos con vuestras lámparas y vuestras
velas! –clamó– No hay galón que queméis por el que no se haya
vertido al menos una gota de sangre humana”. Tal como ahora sucede
con los millones de mercancías que se consumen.
¿Y siempre
todo va bien? ¿Consideró acaso en el Estados Unidos de 1851 al
pueblo y su acción? “Pues como en este mundo los vientos de proa
son más prevalecientes que los vientos de popa (esto es, si nunca
vulneras el precepto pitagórico), así, al comodoro, en el alcázar,
las más de las veces le llega la atmósfera ya usada por los
marineros del castillo. Él piensa que es el primero en respirarla;
pero no es así. De modo similar adelanta el pueblo llano a sus
dirigentes en muchas otras cosas, al tiempo que los dirigentes
siquiera lo sospechan”.
Hermann Mellville fue un desafiante
temerario con los racistas y con otros guardianes de la moral.
Ismael, su personaje, Call me Ishmael, aunque nunca vuelva a
necesitar el nombre, se hizo amigo de un aborigen lleno de tatuajes,
un simple trabajador, experto, valiente; y Mellville escribió en
pleno Siglo XIX, unos años antes de la Guerra de Secesión y con el
racismo a todo trapo: “Probaré a tener un amigo pagano, pensé, ya
que la bondad cristiana no ha resultado ser sino hueca cortesía”.
Y dijo de su amigo, en abierto cuestionamiento a la sociedad en la
que vivía: “Ahí estaba sentado, su propia indiferencia revelaba
una naturaleza en la que no acechaban civilizadas hipocresías y
desabridos engaños.”
Pero su atrevimiento fue más allá.
Dijo que se acostó con su amigo aborigen. “Me metí en la cama, y
nunca dormí mejor en mi vida”. Sí, amable lector, en 1851. Pero
el riesgo de Mellville de enrabiar a las buenas conciencias fue
todavía más lejos: “¿Qué ha sido todo este jaleo que he estado
haciendo?, pensé para mí mismo... el hombre es un ser humano
exactamente como yo: tiene tanta razón para temerme como yo para
estar asustado de él. Mejor dormir con un caníbal sobrio que con un
cristiano borracho”. Y se acostó con Queequeg en la misma cama y
bajo las mismas sábanas y “cuando a la mañana siguiente me
desperté al comenzar a clarear, encontré el brazo de Queequeg
tirado sobre mí del más cariñoso y afectivo de los modos”. A mí
me conmovió. Y por si quedara alguna duda de su guerra a los
prejuicios y su humanismo dijo: “Sólo es su exterior; un hombre
puede ser honesto en cualquier clase de piel”.
Ciertísimo.
Mellville ya vivió en una sociedad dividida en
clases, no tan dividida como la nuestra, pues no se producía tanta
riqueza; no obstante, el escritor genial ya sabía cómo se asciende
en la escala social y cómo se conserva el poder: “Pues sea cual
fuere la superioridad intelectual de un hombre, nunca puede ésta
asumir la práctica supremacía que es posible asumir sobre otros
hombres, sin la ayuda de algún tipo de refuerzos y artes, siempre
más o menos despreciables y abyectas en sí mismas.” ¿Qué? ¿Cómo
le hizo Mellville para imaginar a los políticos de ahora? Así son
las obras inmortales, aunque ya no se pesquen ballenas en barcos de
vela y lanchas de remos.
Hermann Mellville era de los que
gustaba “¡Predicar la Verdad en el rostro de la Falsedad!”.
Sabía que el trabajo esclavizado deja mucha pena y poca retribución,
lo vivió de cerca: “Cuarenta hombres en un barco, cazando el
cachalote durante cuarenta y ocho meses, consideran que les ha ido
extremadamente bien, y dan gracias a Dios, si al final llevan a
puerto el aceite de cuarenta peces”. Y todavía remató: “¿Quién
no es un esclavo? Respondedme a eso”.
Pero su visión era más
abarcadora, en su Harvard y en su Yale, conoció la sujeción del
mundo entero y nos la legó: “¿Qué era América en 1492, sino un
pez suelto en el que Colón clavó el estandarte español como modo
de marcarlo con un descarrío para su regia señora y ama? ¿Qué era
Polonia para el zar? ¿Qué, Grecia para el turco? ¿Qué, India para
Inglaterra? ¿Qué, finalmente será México para Estados Unidos?
Todos peces sueltos. ¿Qué son los derechos del hombre y las
libertades del mundo, sino peces sueltos? ¿Qué, todas las mentes y
opiniones de los hombres, sino peces sueltos? ¿Qué es el principio
de la creencia religiosa que hay en ellos, sino un pez suelto? ¿Qué
son las ideas de los pensadores para los ostentosos traficantes
verbalistas, sino peces sueltos? ¿Y qué eres tú, lector, sino un
pez suelto, y también un pez preso?”. Mellville, el estremecedor
de conciencias.
Educar no es sencillo, puede costar la vida:
“¡Ah, es duro! –dijo– ¡Que para enardecer a los demás, la
propia cerilla deba por fuerza consumirse!”. No cejaremos,
seguiremos hasta el final con la misma determinación que animó a
Mellville: “¿Apartarme a mí? La senda de mi firme propósito está
construida con vías de hierro, sobre las que mi alma va encarrilada.
¡Sobre insondadas gargantas, a través de corazones de montaña
barrenados, bajo lechos de torrentes, impertérrito avanzo! ¡Nada es
obstáculo, nada viraje para el camino de hierro!”. Mellville, como
Heráclito, sabía que no hay tregua: “Siempre la lucha: Dios
quisiera que esas benditas calmas duraran. Mas las hebras mezcladas y
mezclantes de la vida están tejidas por trama y urdimbre; calmas
cruzadas por tormentas, una tormenta por cada calma”. Vivir y
luchar con la ruda consigna de los trabajadores balleneros cuando
bajaban sus miserables barquichuelos de la nave, como los que Moby
Dick le destrozó dos veces al gran Capitán Ajab antes de matarlo y
hundirle su barco, como cuando los hombres se lanzaban en pos del
gigante de los mares: “¿Y cuál es la canción al son de la que
bogáis, marineros? ¡Oh ballena muerta, o lancha desfondada!”.
Gracias, Hermann Mellville.
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