Abel Pérez
Zamorano
Después de una comunicación telefónica entre
los presidentes Vladimir Putin y Donald Trump, este 18 de febrero
ocurrió en Arabia Saudita el primer encuentro de alto nivel entre
representantes de ambos gobiernos, donde se discutió sobre la
normalización de relaciones diplomáticas entre ambos países y el
fin de la guerra en Ucrania. En ese contexto destacan por su
relevancia algunos hechos. Zelenski y la Unión Europea se quejan por
no haber sido invitados, y porque se “negocia la suerte de Ucrania”
a sus espaldas. Donald Trump, por su parte, exige airadamente que
Ucrania devuelva a EE. UU. 500 mil millones de dólares que recibió
para sostener la guerra (Europa deberá cobrar –dice Trump– lo
que prestó; nada regalado, pues). Tendenciosamente, muchos medios
destacan que las conversaciones de paz avanzan por buen camino
fundamentalmente gracias al abandono por parte de Donald Trump de la
línea guerrerista de su antecesor, y por su “buena relación con
Vladimir Putin”.
En primer lugar, respecto a la ausencia de
la UE y Ucrania en las negociaciones, en sus airadas quejas los nazis
ucranianos y sus pares europeos olvidan que el peso de las naciones
en la política mundial está determinado por su real importancia
económica y, podríamos decir, militar. Y al respecto, no hay razón
en la queja de Zelenski, pues desde un principio aceptó el papel de
pedigüeño y títere; lógico que como a tal se le trate; hoy Putin
habla con el dueño del circo, no con los payasos (literalmente). Los
países europeos, subordinados a Estados Unidos económica y
políticamente, jugaron en la guerra un papel muy secundario: eran
los gozquecillos de la jauría, estridentes ladradores. La enseñanza
de aquí derivada, por si los inocentes o malintencionados no la ven:
estas negociaciones bilaterales confirman que la guerra no era del
“invasor ruso contra la pobre Ucrania”, como la propaganda
occidental propalaba, sino una guerra por encargo de Estados Unidos y
su OTAN contra Rusia; por eso el dueño del pandero asume hoy el
protagonismo en las negociaciones. Ya después impondrá sus
soberanas decisiones a sus esbirros.
Segundo, en esta tesitura
entra el reclamo de Trump de que Ucrania devuelva los 500 mil
millones, y que pague con tierras raras, gas y petróleo, lo mejor de
la riqueza que le queda (Zelenski ya vendió buena parte de las
tierras negras, agrícolas, a transnacionales como BlackRock y
Monsanto). Trump, como Shylock, reclama inclemente su libra de carne…
pero del corazón. Es una lección viva de que, como dijo John Quincy
Adams, sexto presidente norteamericano: “Estados Unidos no tiene
amistades permanentes, solo intereses permanentes”. Durante tres
años oímos hablar de cuantiosos y generosos “apoyos” a Ucrania,
fiel amigo y hermano de convicciones, puro altruismo del imperio para
con un pobre país invadido; pero era teatro para ingenuos. Hoy queda
claro de nuevo que el imperio no apoya desinteresadamente ni tiene
lealtades hacia nadie. Y pobre del infeliz que se lo crea.
Tercero,
es falso que las negociaciones estén ocurriendo porque Trump sea un
pacifista o porque ahora tengamos un imperio pacifista. Este último
se ve obligado, forzosamente obligado, a negociar, por la derrota de
Ucrania y la OTAN ante el eficaz ejército ruso y el ferviente
patriotismo de ese pueblo liderado por Vladimir Putin: la diplomacia
expresa lo que acontece en el campo de batalla. Mucho influyó
también la solidaridad de los BRICS, importante factor del
fortalecimiento económico de Rusia. La resistencia y la unidad de
los pueblos pudo frenar la agresión imperialista.
Solo
imaginemos cómo serían las cosas, incluso con Trump en el poder, si
la OTAN hubiese conseguido derrotar a Rusia, desmembrando su
territorio y saqueando sus recursos. Mas no fue así. Como se supo
desde un principio, la estrategia ciega y fanática diseñada por los
halcones del Pentágono erró en lo fundamental al subestimar la
fortaleza militar y económica de Rusia y sus aliados. En
contrapartida, Estados Unidos y Europa han exhibido su estancamiento
y retroceso en tecnología, competitividad económica y poderío
bélico. La guerra mostró palmariamente el abismal rezago de la
tecnología militar occidental frente a Rusia.
En la tendencia
actual de las negociaciones influyen también factores económicos
más específicos, como la apremiante necesidad de Estados Unidos de
acceder a elementos químicos vitales para su industria, de los que
carece, concretamente las llamadas “tierras raras”, que Rusia
posee en abundancia: ocupa el cuarto lugar mundial en reservas,
después de China, Vietnam y Brasil (Statista, 2023). De ahí que, en
las conversaciones preliminares sobre inversión conjunta, ese rubro
reciba especial atención, pues requiere buenas relaciones
bilaterales, y es que Trump y Musk representan a un sector industrial
y tecnológico para el que la confrontación total con Rusia no es de
imperiosa necesidad; más bien estorba la buena marcha de los
negocios.
Respecto a las consecuencias económicas inmediatas,
es de esperarse el retorno a Rusia de empresas estadounidenses que
emigraron y están perdiendo mucho dinero; probablemente también las
europeas; quizá, si Europa al fin actúa en interés propio y se
recupera de su demencia guerrerista, acepte el regreso del gas ruso
por el Nord Stream. Lo indiscutible es que Rusia ha refrendado su
derecho de ser tratada con respeto. Y es falso que vaya a convertirse
en amenaza para la seguridad europea, como histéricamente clama la
propaganda de Bruselas.
Al contrario, y vale advertirlo, las
negociaciones en curso, aun en el caso de resultar exitosas, no
constituyen garantía definitiva para la paz mundial, pero por otra
razón; concretamente, porque no es concebible que ahora tengamos un
“imperialismo pacifista”. Sería una contradictio in adjecto.
Mientras haya capitalismo, y más precisamente imperialismo; mientras
la razón de ser de la economía de las naciones sea maximizar la
ganancia, aun a costa de otros países; mientras la saturación de
mercancías y capitales empuje a abrir mercados por la fuerza; en
fin, mientras la acumulación normal de plusvalía encuentre límites,
inexorablemente los grandes capitales la buscarán por otras vías,
compensatorias, como la toma de mercados y recursos naturales por la
fuerza, es decir, mediante la confrontación. Y como la voracidad del
capital es insaciable, difícilmente habrá estadistas pacifistas al
frente de los gobiernos a su servicio.
Al respecto la historia
es elocuente. Baste ver cómo desde el siglo XIX hasta hoy, Estados
Unidos ha pasado de una guerra a otra. La guerra le es consustancial.
Entonces solo estamos ante un giro táctico, momentáneo y local, del
imperio, obligado por las circunstancias, basado en su clásico
pragmatismo (no es casual que la filosofía del pragmatismo haya
nacido en Estados Unidos). De todas formas, a lo sumo solo podrá
ralentizar el ineluctable proceso de su decadencia.
El
resultado de la guerra arroja otra valiosa lección: la violencia no
puede frenar el curso de la historia. Los procesos dialécticos no se
detienen, como quería Francis Fukuyama, porque son producto de la
acción de leyes objetivas del desarrollo, que no dependen de la
voluntad de nadie, pues tienen su dinámica propia. La historia ya lo
ha demostrado, como ocurrió con la II Guerra Mundial, el más
bárbaro intento por impedir el advenimiento de un orden social
nuevo. Por cierto, el próximo 9 de mayo se conmemora el 80
aniversario de la victoria soviética, en lo que los rusos justamente
llaman la Gran Guerra Patria, donde la URSS pagó una dolorosa cuota
de sangre (27 millones de muertes), pero salvó al mundo de la
barbarie nazi; y hoy lo está haciendo de nuevo. El mundo entero
tiene una eterna deuda de gratitud con ese pueblo heroico.
Pero
esta guerra no es otra más en una espiral sin límite. Marca un
salto de calidad histórico, un antes y un después: era la prueba de
fuego para el surgimiento de un orden mundial multipolar, donde no no
habrá más una nación todopoderosa que subyugue al planeta entero.
De resultar exitosas las conversaciones de paz, estaremos
presenciando la consolidación de un mundo nuevo, más justo y
equilibrado, y el imperio irá quedando paulatinamente reducido y
marginado, obviamente, sin que ello le impida nuevas acciones
violentas. De todas formas, la guerra de Ucrania marca un hito
histórico que debe valorarse en todo su alcance. Ahí el fascismo
topó con piedra, como antes en Stalingrado. Ya se reorganizarán y
contraatacarán, pero hoy la OTAN sufre una seria derrota, y Rusia se
yergue, nuevamente, como baluarte de la humanidad.
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