Guillermo Jiménez
De El Universal, México, D.F.
De cuando en vez me gusta callejear, perderme en el dédalo de la ciudad antigua que todavía guarda el encanto virreinal y deleitarme en la decoración que intempestivamente nos asalta: un palacio de piedra sensibilizada con lindos arabescos, una puerta que ostenta orgullosa sobre el dintel el resto de un escudo, una reja forjada amorosamente como si fuese un verso de hierro, larga escalera de amplios peldaños donde chocaron las espuelas y las espadas de nobles caballeros, corredores de labrada arquería que supieron de melindrosas damas de la corte, muros de viejos claustros que nos dicen de almas inmaculadas y de oraciones temblorosas, iglesias, que a lo lejos, parecen viñetas de un libro de horas.
Así,
caminando, voy lentamente tejiendo y destejiendo el pensamiento:
Atravieso un mercado, el sol de la mañana prende reflejos de oro en las aristas de las cosas; todo es color y todo es México que canta.
Las naranjas brillan como si fuesen de porcelana, los melocotones y las fresas se derraman en fragancia, los mameyes heridos se deshacen en dulzor, las manzanas han sido cortadas del paradisíaco jardín, unas doradas y tersas como de seda y otras verdes, transparentes como esferas de cristal; los plátanos, amarillos, morados, las piñas y los mangos son una sinfonía de aromas con toda la sensualidad del trópico; las cerezas guindas tienen algo de episcopales y las sandías abiertas son la pulpa de la vida.
En otro lado las flores: lirios cándidos vestidos de gala como los lirios del Cantar de los Cantares, nardos embriagantes como los nardos de la vara bíblica, gladiolas derivando su matiz desde el escarlata hasta el rosa muerto, margaritas agoreras y sentimentales que me recuerdan las estrofas de Rubén Darío, hortensias ampulosas como damas de honor de una princesa de cuento: begonias de cera, claveles venidos de las chinampas de Xochimilco y magníficos rododendros rojos que me hacen pensar en aquella deliciosa virgen austera nacida en Siena, que se llamó Catalina, discípula de Francisco de Asís y que pintó el Sodoma, desmayada de pasión por la sangre mística.
La tienda del herbolario, que conoce el secreto curativo de todas las hierbas: hojas que cortan una hemorragia, raíces que alivian el mal de amor, plantas para el sueño, semillas para los ojos, flor de sauco, borraja, romero, abrojo rojo, simonillo, cramería, ojo de venado, tila adormidera, copal, ruda, cedrón, espinosilla, te de estrella v flor de albahaca.
Vendedoras
de aguas frescas,
aguas para los labios enjutos por la sed, para los pobres labios
resecos como pergaminos; aguas de limón verdes como esmeraldas
líquidas, aguas doradas de piña, aguas como granates diluidos
teñidas con flores de jamaica, agua de arroz y de cebada con fresas
flotantes.
Sarapes
de Saltillo como kaleidoscopios, sarapes en gris y azul, tejidos por
los in-' dios de Texcoco, sarapes de Oaxaca llenos de grecas antiguas
y rebozos de Santa María que brillan al sol como ricos mosaicos.
Una caravana de gitanas, intrusas, vestidas con trapos de mil colores, con las trenzas llenas de grasa y con el pecho moreno cubierto de collares hechos con monedas doradas; de esas gitanas que van por el mundo cantando la «buena ventura» y que ni ellas saben de donde vienen, de Bohemia, de Rumania, de Granada, de Moravia, de Rusia o de Hungría; pobre raza sin patria desparramada en el globo. Luego un ejército de judíos, hombres raros de otras latitudes que han sido arrojados de otras naciones y que aquí se les ha alborotado el espíritu fenicio convirtiéndose en mercaderes de calcetines y de corbatas, gente sin oficio y sin beneficio que debían utilizar sus fuerzas en la industria o en la agricultura, parásitos que son una rémora para el comercio establecido, porque viven del contrabando y del robo.
En lo alto, en el cielo azul, un pájaro de hierro hace cabriolas, mientras al rayo del sol pasa resignada la teoría del pueblo, del pueblo que no sabe leer, cubierto de andrajos y ebrio de pulque.
En
una puerta, un perro leproso se lame las heridas.
Mi tristeza comienza a deshilarse: esto es México, un país de maravilla, vergeles aromados, frutas de promisión, metales preciosos, maderas perfumadas, petróleo, todos los climas, pero el pueblo no conoce la O por lo redondo.
Hay radio, aviación, todos los adelantos de la ciencia, hay ochenta millones en oro, en el tesoro, pero hay también algo que se pudre, algo como el perro leproso que ya hiede: la ignorancia.
Bucareli, 115. México, D.F. México.
Nota: “El perro leproso” es un texto de Guillermo Jiménez que se dio a conocer, quizá, por primera vez, en El Universal de México D.F. Lo anterior se desprende de dos posteriores publicaciones que informan el origen de donde fue tomado el texto. Ambas citan el nombre del periódico, pero omiten la fecha. Una de ellas fue en Repertorio Americano de San José, Costa Rica, con fecha 9 de octubre de 1926. La segunda fue la revista femenina Letras y Encajes, con fecha abril de 1928, editada en Medellín, Colombia.
Se publica el citado texto como un mínimo homenaje al diplomático y escritor nacido en Zapotlán el Grande. Ambos acontecimientos, nacimiento y muerte de Guillermo Jiménez, ocurrieron en marzo. El primero en el año de 1891 y el segundo, luctuoso, en 1967, en la ahora Ciudad de México. (Salvador Encarnación)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario