Abel Pérez
Zamorano
A partir de 1982, en México, la política
económica sufrió un viraje total, con la adopción de un modelo
según el cual las necesidades sociales deben ser satisfechas por el
mercado; en otras palabras, si la gente necesita algo, debe
comprarlo, y si no tiene para pagar, peor para ella: se quedará
esperando. Así, el mercado se volvió el único proveedor de
satisfactores “autorizado”, pero además, fuera de control de la
propia sociedad, un ente regido por sus propias e inflexibles
leyes.
Estamos ante una consecuencia del llamado fetichismo de
la mercancía, que consiste en que ésta, creación del hombre, cobra
vida propia y se eleva por encima de él, tiranizándolo. El
“mercado” se ha convertido en un ente indomeñable, que no tolera
la intervención de “fuerzas extrañas”, como el Estado y la
sociedad misma, pues éstas “lo distorsionan”; es decir, que no
lo molesten “porque se enoja”. El mercado se ha convertido en
fuerza sobrenatural; como dicen los clásicos, a semejanza de los
dioses olímpicos, creados por los propios hombres y después temidos
por ellos.
En esta lógica, de acuerdo con el modelo de
mercado, por ejemplo, si una familia necesita vivienda, no debe pedir
ayuda al Estado, sino comprarla con su dinero a una constructora, y
si no tiene para pagar, que se aguante; si necesita educación para
sus hijos, debe pagar por ella; si electricidad, también; el Estado
no debe ayudar, pues “no es paternalista”: ingenioso subterfugio
para lavarse las manos y enviar clientela a las empresas, por ejemplo
a las constructoras o a escuelas particulares.
Pero este
mecanismo sólo puede funcionar si logra convencer a la sociedad de
que lo admita sin chistar, para lo cual se ha formulado toda una
refinada teoría, parte fundamental de la ideología dominante,
impuesta cual dogma de fe, ante la cual sólo un loco e irresponsable
podría demandar que el Estado asuma su responsabilidad, sobre todo
con los desposeídos. No debe hacerlo, se nos dice, so pena de
incurrir en pecado de populismo. Así, el Estado no sólo se
desentiende de su responsabilidad social, sino que se convierte en
sumo sacerdote del mercado, ferviente servidor suyo, como aquellos
que inmolaban víctimas propiciatorias en las aras de los ídolos de
la antigüedad.
Además de rechazar la intervención del
Estado, el modelo hace lo mismo con la sociedad civil, que queda
impedida de participar de manera colectiva en la solución de sus
problemas, aún de los más elementales. Y para ello se ha creado una
estructura jurídica de protección, que cierra cada vez más el
cerco en torno a la sociedad, impidiéndole, como verdadera camisa de
fuerza, actuar en su propia defensa. Es un delito, por ejemplo, que
la gente se una para comprar colectivamente un predio con sus ahorros
y solicitar luego permiso para lotificar; para conseguir una casa
sólo queda comprarla a una empresa, o adquirir individualmente un
terreno y construir. El mercado de la vivienda es el dueño; fuera de
él, nada, y el Estado se encarga de vigilar que así sea.
Como
refuerzo mediático-ideológico, se satanizan las manifestaciones
públicas, convirtiendo de facto en delito el hecho mismo de reclamar
un servicio o protestar contra la autoridad que lo niegue; asimismo,
se combate la organización sindical auténtica, tildando de corrupto
a todo líder que ose defender a sus agremiados. Hoy en día, ser un
verdadero sindicalista es colocarse punto menos que en el terreno de
la delincuencia organizada. En resumen, el modelo niega la
responsabilidad del Estado y la participación de la sociedad,
dejando todo al mercado.
Pero tras de todo esto hay
irracionalidades insalvables. Primero, nadie pide al funcionario un
favor, por ejemplo, que costee de su propio pecunio un camino o unas
aulas. No, la gente pide que el Estado le regrese en forma de obra
una parte, por lo demás insignificante, de lo que ya antes le ha
quitado en impuestos, y toda negativa significa escamotear recursos
que son propiedad legítima del pueblo, para destinarlos a otros
usos, como ayudar a empresarios a obtener utilidades mayores, o para
el propio provecho de los gobernantes.
Además, la supuesta
solución de mercado no es tal para la gran mayoría. Decir al pueblo
que si quiere algo lo pague es, aparte de burla, una injusticia, pues
sólo podrán hacerlo quienes se ubiquen en la demanda efectiva y
tengan para pagar. Es la negativa de hecho a toda solución para
quien carezca de recursos (la mayoría de los habitantes de este
país). En una palabra, esa “solución” es viable sólo para los
pudientes. Pero las cosas se agravan cuando, como ocurre con
frecuencia, el mercado está monopolizado y se sirve con la cuchara
grande, obteniendo utilidades extraordinarias a costa de las
necesidades sociales.
Tal política no puede ser eterna, pues a
medida que se acumulan las carencias entre sectores sociales cada vez
mayores, provoca insatisfacción creciente; de esta manera, el modelo
atenta, a la larga, contra sí mismo. Además, al no ver
materializados los frutos de sus esfuerzos, la población se
desentiende de la productividad y de la generación de riqueza. Por
ello es de esperarse que esta separación entre la sociedad y su obra
sea superada algún día, lo cual ocurrirá sólo cuando el producto
deje de ser mercancía, ajena a su creador, y sea poseído y
controlado por él; sólo cuando, nuevamente, su apropiación
corresponda a quien lo fabricó y no al que posee los derechos de
propiedad sobre los medios con que se hizo.
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