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jueves, 20 de febrero de 2025

La fiesta de San Sebastián

 

                                                                              2025. Alex Martínez.



Francisco Javier Sánchez Gómez*



Giros concéntricos, giros ensimismados en el calor del tiempo. Soles comunicándose, hojas de lata como ojos sonoros. El grito, el grito que parte el horizonte y lo enfrenta a sí mismo, a una realidad del pasado. El pie que se hunde en el suelo, polvareda que se agazapa en el todo y que es historia, musgo fino.



Ignacio tomó su ajuar y se metió a su cuarto, las paredes largas y el tejado viejo hacían que se dispusiera una temperatura agradable. El olor a copal se esparcía por toda la casa, era día de fiesta. Se fajó el calzón blanco y se sostuvo la camisa de manta con presteza, el ceñidor quedo un tanto apretado —para que aguante la friega—. De a poco se amarró el chaleco, los listones eran excesivamente largos, pero en el baile, al girar, era como si el arcoíris se hiciera nuestro. Por último, tomo el sombrero de zoyate de su abuelo, que estaba pertrechado en su cuarto, a un costado de la fotografía del difunto, era un sombrero achatado y parecía quemado por el tiempo, pero firme y fuerte como los antiguos. La sonaja ya estaba lista en la cama, las hojas de lata descansaban como obsidiana dentro del bastón. El sonido del tambor del pitero se escuchó a lo lejos, Ignacio salió corriendo, era hora de comenzar a danzar.


                                                                             2025. Alex Martínez.



El cielo azul, rasgado por pequeñas nubecillas; tirones de algodón reluciente. Se poblaba de destellos de cohetes, el sonido era ensordecedor la mayoría de las veces, marcando el contento de la fe. Las gentes se esparcían por las calles, unos con cera, otros con máscaras secuestradas por bolsas plásticas, ramos de flores sostenidos por mujeres mayores. Las esquinas se cortaban por altares improvisados, pero bellamente decorados, las sillas se apertrechaban a la diestra y a la siniestra de estos. Los niños pequeños; futuros danzantes, ensayaban con una sonaja el baile. La garrafa de ponche de granada que era trasportada por un transeúnte montado en bicicleta, prometía un —primero Dios— lleno de risas y algarabía. Así trascurría el día que se atesoraba cada año en el corazón del tuxpanense.


Don Gaspar ordeno a todos ajuariarse, ya era hora de trasladarse al templo parroquial. De apoco los danzantes fueron sacando las máscaras, se colocaron el paliacate alrededor del rostro para que no calara la madera, las sujetaron con firmeza, pero al mismo tiempo con atado fácil para poder levantarlas para tomar aire. Cuernos de venado, cabellera de nubes artificiales que se dirigían al piso en caminos de lluvia, rafia o ixtle. Sonajas de cirian, chicotas para cortar el paso.


—Acomódate bien muchacha, no te me vayas a quemar, sigue meneando la cuaxala con el carricito, que se te pude cortar niña. ¡Irala, que te manchas la sabanilla! Colócale otro leño a las brasas que se está acabando el fuego. Busca a la comadre y dile que si ya están cosidos los pollos. Hija, también pregúntale a tu padre si el capitán de tortillas ya las trajo, apúrate mi reina que van a llegar por el desayuno.


                                                                                2025. Alex Martínez.



La ilusión de Petra siempre fue el cargar a San Sebastián el de la estampa, desde que tuvo uso de razón lo veía tan bonito levantarse en los hombros, que pensaba en sus adentros «cuando sea grande yo llevaré a San Sebastián por estas calles de Dios». El día de hoy no cabía de contenta, le tocaba cargar a San Sebastián, y en su mero día. Le ayudaría a los capitanes a sostener la imagen de la parroquia después de su misa hasta su altar mayor. Eran cuatro personas a cada extremo de los dos largueros. Al salir del templo su corazón comenzó a palpitar, estruendo de cohetes se escucharon, remolinos de gentes, la banda tocando a todo estruendo, danzas por doquier, las campanas de la parroquia en repique constante. Las imágenes se levantaron en hombros, eran tres las principales y le seguían innumerables más. Petra era el pequeño rostro que se habría paso, su faz morena, su cara redonda, el maxtahuitl que acomodaba sus trenzas, se distinguían al paso de la procesión. El andar era lento, el peso liviano, la viguetilla se acomodaba perfectamente a su jolotón. Fueron llegando de apoco al altar mayor, los pies iban rezando con una alegría insospechada, la gente se apretujaba en torno a las imágenes. El sol, el bendito sol se comunicaba con las almas; calentando los cuerpos. La calle del altar mayor estaba repleta de cordeles, eran vistosos colores que pavimentaban los cielos del barrio. El altar señoreaba al fondo: una tarima alta con innumerables arreglos florales, columnas con capiteles antiguos, telas de diferentes tonos, así como cera escamada. Al momento de llegar las imágenes el estruendo fue de gran impresión, decenas de cohetes emanaron de los techos del caserío, se elevaron y golpearon el cielo. La banda tocaba dianas y las danzas no dejaban de bailar. La imagen de San Sebastián de la Estampa comenzó a avanzar para ser depositada en su altar. Petra se abría paso entre el gentío, dentro de ella todo estaba tranquilo, era una paz inusitada, todo se quedaba vacío de sonido, y el momento era perene, sublime contento brotaba de todos lados, y dentro de ella, en el interior de su corazón, germinaba la alegría del bien cumplido.


Miembro de la Benemérita Sociedad de Geografía y Estadística, Capítulo Sur.




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