Abel Pérez Zamorano
Las
clases dominantes han procurado siempre convencer a sus súbditos de
que su situación es voluntad de los dioses o, más recientemente,
con el advenimiento del capitalismo y su filosofía, que éste es la
encarnación de la razón eterna y que, por tanto, nada puede hacerse
para cambiar. Con toda perfidia propalan la idea de que todos somos
iguales (todos “mexicanos”, por ejemplo), que no existe la lucha
de clases, y que quienes hablan de ella son “revoltosos” e
“incitadores al desorden” que, al mencionar esta contradicción,
la provocan: un razonamiento del más puro idealismo semántico
donde, como en acto mágico, las palabras crean realidades al
“invocarlas”. Y si acaso existe el cambio social, nos aleccionan,
tiene su origen en el pensamiento de los grandes líderes.
Obviamente, ni por asomo admiten que pueda deberse a la acción de
las masas, que por definición quedan descartadas: su papel en la
historia es meramente pasivo.
Desde la antigüedad, cuando la
sociedad se dividió en clases, y hasta nuestros días, una pléyade
de ideólogos al servicio de los poderosos ha elaborado rebuscadas
teorías para adornar y justificar la explotación social, buscando
convencer a los oprimidos de que acepten pasivamente, y hasta con
gusto, su situación. Desde la escuela eleática, con Parménides y
Zenón, se ofrecieron sofisticados razonamientos (como las famosas
aporías) pretendiendo argumentar la inexistencia del
movimiento.
Más recientemente, en el Siglo XVIII, la
Ilustración francesa enseñaba que la sociedad capitalista está
organizada “conforme a la razón”, y que es un fenómeno de
carácter natural, de ninguna manera histórico; que este orden
social no surge ni desaparece por obra de determinadas
circunstancias. Así lo veía también el escocés Adam Smith. Por su
parte, como negación del progreso, Friedrich Nietzsche postulaba el
eterno retorno al origen. En los años 20 del siglo pasado, el alemán
Oswald Spengler, en su libro La decadencia de Occidente, postuló la
“teoría cíclica del movimiento”, según la cual las diversas
civilizaciones han sido, una tras otra, sólo una monótona
repetición de un ciclo: ascenso, auge y decadencia. Entre los
pensadores contemporáneos, Francis Fukuyama, en su obra El fin de la
historia plantea que hemos llegado al techo de la historia, que
después del liberalismo económico estadounidense no cabe ya ninguna
forma superior de organización social. Y para disuadir todo intento
de cambiar este sistema por otro mejor amenazan a los pueblos con las
llamadas “distopías”, panoramas futuros aterradores y sombríos
a los que sugieren no aventurarse. Estamos mejor así.
Frente a
estas prédicas de resignación, los trabajadores del mundo
necesitaban su propia concepción del desarrollo histórico, y la
tuvieron. A partir de la aplicación del materialismo dialéctico al
análisis del desarrollo social, Marx derivó el materialismo
histórico –una nueva ciencia, la ciencia del desarrollo social–,
que guía la lucha de quienes viven de su trabajo. Enseña que los
fenómenos de la conciencia tienen, en última instancia, su raíz
más profunda en la vida material de la sociedad: los hombres piensan
según sus circunstancias y, consecuentemente, al cambiar estas
últimas cambia también la superestructura ideológica y
jurídico-política que sobre ellas se erige. En última instancia,
la vida económica de la sociedad en cada época determina el
contenido y cambio de la educación, el arte, el derecho, las
religiones y el Estado.
Concibe al trabajo como cimiento y
savia nutricia de toda la sociedad y destaca su papel histórico en
el desarrollo del cerebro y el lenguaje humano. Sin trabajo, la
sociedad colapsaría fatalmente. Nos explica que en el desarrollo de
las fuerzas productivas de la sociedad está el motor del cambio,
incluido, repito, el de las ideas, sin descartar que en alguna forma
éstas influyen sobre la realidad misma.
Sin dejar de valorar
el papel de los individuos en el cambio social, como ejecutores de la
necesidad histórica, postula que no son las “grandes
personalidades” quienes hacen la historia, sino las masas, los
pueblos. Cuando ha llegado el momento de los grandes cambios, del
alumbramiento de un nuevo orden, las sociedades destacan a los
hombres que necesitan para dirigirlas. Es la época la que crea al
líder. Las verdaderas transformaciones no pueden ser obra de
individuos “superiores” por cultos, valientes o bienintencionados
que éstos sean. El mesianismo político es una quimera.
Asimismo,
esta concepción postula que la vida social y sus transformaciones no
son algo caótico, y por tanto incognoscibles: como en la naturaleza,
están sujetas a leyes (por ejemplo, en el capitalismo, la ley
general de la acumulación, según la cual la riqueza tiende a
concentrarse, no a distribuirse). Éstas determinan la regularidad
del cambio y pueden, por ende, conocerse y aplicarse para conducir
las transformaciones que la propia sociedad demanda. Sin embargo, a
diferencia de la naturaleza, las leyes sociales no operan
espontáneamente, sino a través de la conciencia de los
hombres.
Derivado de lo anterior, a lo largo de la historia se
suceden, salvo interrupciones externas, formaciones socioeconómicas
en determinada regularidad. Tras el aparente caos, Marx descubrió un
orden sistémico cuya dinámica, al ser comprendida, permite a la
ciencia social tener capacidad predictiva: prever lo porvenir y tener
certeza del cambio y su rumbo. Al respecto, Marx se apoyó en el
postulado hegeliano de que el desarrollo en general asciende de lo
inferior a lo superior.
Como postula la concepción dialéctica
para todo el Universo, la contradicción es la fuente del movimiento;
en la sociedad, este principio se manifiesta en la lucha de clases; y
son portadoras de futuro las clases oprimidas que pugnan por
conquistar su plena libertad. Las clases que son contrarias entran,
consecuentemente, en conflicto, no por “incitación” alguna, sino
objetivamente; y esto es precisamente la política: lucha entre
clases por la conquista y preservación del poder, del control del
Estado, en una época determinada mediante la lucha de partidos.
Pero, recuérdese, éstos son fenómenos históricos: al desaparecer
las clases sociales y su conflicto inmanente, lo harán también el
Estado y la política, pues ya no habrá a quién someter. Nos
explica el materialismo que si bien pueden cambiar las formas del
Estado (monarquía absoluta o parlamentaria, democracia, dictadura
militar), su contenido de clase puede ser el mismo, en nuestro caso
la capitalista. Y también nos advierte que cuando las clases
dominadas se toman en serio la democracia y triunfan, frecuentemente
los poderosos apelan a la fuerza.
Finalmente, esta ciencia nos
enseña que, si bien las sociedades sufren transformaciones
graduales, reformas, esto va combinado a la postre,
indefectiblemente, con profundas transformaciones cualitativas, de
naturaleza estructural: el cambio de clase social en el poder
político y en el control de los medios fundamentales de producción.
Transformaciones de tal profundidad son inconcebibles sin el concurso
activo y consciente de las masas. Pero éstas no pueden hacerlo sin
una guía práctica, un partido propio que las organice, discipline y
eduque; y sin una teoría que les sirva de orientación,
concretamente el materialismo histórico. Sin ambos recursos, las
luchas sociales jamás pasarán de meros estallidos fugaces sin
mayores consecuencias reales.
Así las cosas, el pueblo debe
romper la telaraña con que ideólogos oficiosos han aprisionado su
conciencia y adormecido su voluntad. Para su verdadera y definitiva
emancipación necesita conocer y aplicar su propia filosofía, que le
salva de ilusiones vanas y aventuras, y le protege del engaño de
curanderos sociales y embaucadores que más que salvadores son parte
de la maquinaria misma del orden social vigente.
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