Omar Carreón Abud
El
pasado 3 de enero apareció en el periódico El Universal una noticia
que llamó mi atención. “En los últimos tres ciclos escolares
-decía el periódico- la matrícula de primaria en escuelas públicas
tuvo un descenso de 310 mil 115 estudiantes debido, principalmente, a
que unos 116 mil niños emigraron a escuelas particulares, mientras
que 193 mil 791 abandonaron las aulas, según la Secretaría de
Educación Pública”. La nota se completaba con las declaraciones
de Fernando Ruiz Ruiz, un especialista en temas educativos, quien
agregaba que “por lo menos tres de cada 10 estudiantes ya no están
ahorita en las escuelas públicas, se fueron a las escuelas
particulares” y explicaba que “ese descenso se debe al gran
rechazo y desconfianza que prevalece a la Nueva Escuela Mexicana,
implementada en el sexenio obradorista”.
Muchos
lectores deben haber hecho conciencia de que la información era
importante. Entre ellos estuvo la propia presidenta de la república,
la Doctora Claudia Sheinbaum, cuyas declaraciones al respecto,
emitidas en su conferencia mañanera, aparecieron en la prensa sólo
unas cuantas horas después. Dijo la presidenta: “Vamos a presentar
bien los datos… Por la tasa poblacional hay menor número de niños
entre 6 y 12 años que en años anteriores en total en el país,
dicho por la Comisión Nacional de Población, entonces vamos a
presentarles los datos para que se observe esta característica” e
instruyó al titular de la SEP, Mario Delgado, para que presentara
los datos. Puede ser que yo no esté debidamente informado, pero
cinco días después, en la mañana del día ocho de enero, todavía
no se habían presentado “bien los datos”.
Ello no
obstante, no creo mentir, ni siquiera exagerar, si digo que la
realidad de la disminución de la matrícula en las primarias
oficiales y su crecimiento en las primarias particulares, así como
la deserción abierta, es un fenómeno que están notando todos los
días los directores, los maestros y los padres de familia por lo
menos. ¿Y por qué habría de estar en expansión la educación
primaria oficial en nuestro país? El pasado 10 de septiembre, el
diario Reforma informó: “México gasta por estudiante, desde
primaria hasta universidad, el equivalente a un cuarto del promedio
de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico…
el organismo detalla que el gasto anual promedio por estudiante
asciende en México a 3 mil 513 dólares, mientras que el promedio de
la OCDE se ubica en 14 mil 209 dólares… La OCDE alerta sobre una
reducción más drástica, de 18 por ciento, en la inversión
educativa pública destinada a la primera infancia, mientras que, en
promedio, en los países integrantes de la organización aumentó 9
por ciento”. Como una de las consecuencias de ello, en nuestro país
-lo han informado otras fuentes- hay 56 mil 109 escuelas de educación
básica y media superior que operan sin agua, 43 mil 558 que no
tienen lavamanos y 26 mil 463 planteles que no cuentan con servicio
de electricidad, sería, pues, un verdadero milagro que los padres no
se llevaran a sus hijos a otra parte.
Los padres se dan
cuenta de que en las escuelas primarias públicas la duración de la
jornada escolar es más corta que en las primarias particulares (es,
incluso, una de las más breves del mundo), que hay constantes
suspensiones de clases por diversas causas y, por tanto, están no
sólo concientes de la pérdida de tiempo de aprendizaje para sus
hijos, sino que sus tiempos para realizar actividad laboral u otras
actividades, resultan afectados; consideran, también, que a la larga
es igual o más costoso para ellos cumplir con todos los gastos que
implica mantener a su hijo en una escuela pública porque deben hacer
aportaciones económicas para festividades, vendimias, pintura, pago
de luz, etc.
Los padres de familia saben que los grupos
académicos de las escuelas oficiales son más numerosos que los que
existen en las primarias particulares lo cual posibilita una atención
más personalizada; no pasan por alto que en las escuelas oficiales,
salvo raras y honrosas excepciones, existe una mala calidad del
proceso de enseñanza aprendizaje, como la capacidad de leer y
comprender textos, para escribir sin faltas de ortografía, para
expresarse oralmente, para la realización de operaciones aritméticas
básicas, la aplicación de los conocimientos adquiridos a la vida
diaria y la resolución de problemas.
Consideran, además,
que la educación pública es deficiente porque sus hijos no reciben
cursos de inglés y de computación ni realizan actividades
artísticas ni deporte organizado.
Más grave todavía.
Casi se abolió la evaluación de resultados y sólo se toma en
cuenta la realización de los llamados “procesos”. Como
consecuencia de la demagogia por el bienestar, escondida bajo el
“respeto a los derechos de los niños” y la “educación
humanista”, aspectos a los que nunca se les han definido sus
alcances y límites, se ha colado en la educación nacional la idea
de que al educando no se le debe presionar de ninguna forma y con
ninguna intensidad por insignificante y suave que sea porque se
atropellan sus derechos humanos y su individualidad. Este disparate
pulveriza la esencia de la educación que consiste, precisamente, en
actuar para transformar, en fomentar el crecimiento y desarrollo de
las facultades innatas de los individuos, en plasmar actitudes, en
formar el carácter e inculcar una filosofía de la vida y todo esto,
claro está, lo tiene que llevar a cabo necesariamente “desde
afuera” del educando, un educador (o el mismo padre o madre) con
sus conocimientos y su ejemplo y, si nada de esto se puede llevar a
cabo porque se “violan derechos del niño” y se “ataca su
individualidad”, entonces, el proceso educativo pierde todo sentido
y de hecho queda cancelado.
Más aún. Se ha llegado a
considerar casi como una enfermedad perniciosa y terrible de la cual
hay que huir como de la peste, el llamado estrés, es decir, la
desazón que se siente al enfrentar problemas y hacer esfuerzo para
resolverlos. Es absurdo y manipulador sostener que se debe evitar a
toda costa el estrés y las obligaciones académicas porque
traumatizan a los niños y a los jóvenes.
Pongamos los
pies en la tierra, el hambre y el miedo, sin los cuales nadie podría
sobrevivir, son estrés, la vida es una sucesión permanente de
problemas y dificultades, no hay hombre ni mujer sin problemas y
hacerles creer lo contrario a los niños y a los jóvenes, es
desarmarlos para siempre, es paralizarlos, volverlos manipulables y
manipulados. La mejor educación es la que paulatinamente (por eso es
un proceso) educa al hombre para enfrentar problemas y resolverlos y,
por tanto, el hombre o la mujer bien educados, son los que están
capacitados para enfrentar problemas y resolverlos.
Eso
de no imponer, no violar los derechos humanos ni vulnerar la
individualidad, todo sin definir ni precisar, como ya quedó dicho,
es, en sí mismo, una artera imposición desde arriba, desde el
supremo gobierno, es sólo otra modalidad de la educación vertical,
es el autoritarismo que supuestamente combate al autoritarismo que
pretende ocultar el objetivo último de la educación impartida por
una clase dominante y explotadora: enseñar a obedecer, no a pensar.
Sí, porque si la educación formal no enseña a pensar, no
proporciona defensas, queda entonces el niño, el joven, en las
garras de los poderosísimos medios de comunicación y sus dueños y
manipuladores que se mantienen muy presentes e influyendo día y
noche mediante todos sus recursos incluido el omnipresente teléfono
celular y sus mensajes que son, esos sí, funestas imposiciones de
los verdaderos educadores de las nuevas generaciones.
Es
muy posible que haya muchos padres que ya sepan todo lo dicho aquí
y, es también posible que haya otros que no hayan tenido la
oportunidad de conocer estos argumentos, pero, el pueblo, aunque sea
a tientas, poco a poco, está haciendo conciencia y tomando sus
decisiones, llevándose a sus hijos a otra escuela con grandes
sacrificios y hasta retirándolos completamente, está poniendo
calificación reprobatoria a la educación pública “implementada
en el sexenio obradorista”.
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