miércoles, 29 de enero de 2025

La Unión de Guadalupe

 



Fernando G. Castolo


En la alta meseta de la Sierra del Tigre existe un pueblo que, pareciera, se encuentra estático, que no ha pasado el tiempo, y que conserva una bella arquitectura vernácula generada desde el momento mismo de su fundación en 1882. Sus calles empedradas bien trazadas y amplias; sus fincas elaboradas en ladrillos y adobes, cubiertas de tejas, dan la sensación de estar en un siglo pasado.


En el centro de la población se erige majestuoso el templo dedicado a Santa María de Guadalupe. Recuerdan los lugareños que en ese punto fueron reunidas las gentes que pertenecían a una veintena de rancherías dispersas en el entorno, y que en ese lugar fue localizada una gran piedra en que se simulaba la silueta de la Virgen morena, entonces de ahí surgió la denominación al naciente pueblo como Unión de Guadalupe.


Sus primeros habitantes eran gentes que, originalmente, eran nativas de pueblos como Concepción de Buenos Aires, Teocuitatlán de Corona y, por supuesto, Atoyac, municipalidad a la cual pertenece la comunidad. Ahí se reunieron linajes como: Solís, Chávez, Mejía, Barajas, Ábrica, González, Ramírez y Gutiérrez, por mencionar los más destacados.





Los ancestros de estos linajes fueron serranos, por ello les pareció propicio establecerse en estos parajes de gran verdura y fríos climas. Ahí han hecho vida y le han dado fama a los productos que elaboran artesanalmente: derivados de la leche (queso, crema, etc.) y embutidos cárnicos (longaniza). Aquí se tiene la paciencia y la laboriosidad de sus pobladores. Gente franca que posee la sabia filosófica de los grandes pensadores universales. Sí, en su simpleza se descubre un diálogo trascendente.


Allá, en la alta meseta de la Sierra del Tigre reposa placentero el vernáculo pueblo de Unión de Guadalupe, una comunidad que conserva celosa su personalidad a través de sus paisajes, de sus díceres, de sus sabores y sus olores. Aquí se respiran todavía esas tardes lacónicas en que platican viejas leyendas y se recuerdan los episodios que han marcado su identidad, como la presencia del famoso bandido El Coyote, que traía en zozobra al vecindario con sus fechorías.


Obviamente, como buen pueblo católico, siempre salen a colación la figura y obra de los servidores de la religión: seminaristas, sacerdotes y obispos que, en paso, dejaron profunda huella en sus modos y en sus formas. En este rubro es necesario destacar que, aunque la población le pertenece eclesiásticamente a la Diócesis de Ciudad Guzmán, la Arquidiócesis de Guadalajara conserva para sí una casa en que se recluta a seminaristas tapatíos, de ahí la constante visita de altos jerarcas de la iglesia católica.





En la Unión de Guadalupe se respiran aires añejos que cautivan al espíritu; de sus vetustas construcciones emanan los olores de la leña. Sus fuegos sirven para elaborar los alimentos del día, y sobresale uno que es celestial: el Briado, delicioso guiso de carnes de res y pollo acompañado de verduras y frutas, algo que me recuerda el Pollo en Huerto que mi madre confeccionaba en casa. Se acompaña de tortillas recién hechas y con el tradicional pulque. Aquello es la gloria. Visitar Unión de Guadalupe es un deleite para la vista y para el estómago.


*Historiador e investigador.




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