Jesse Martínez
5 de noviembre de 2024, elecciones presidenciales en Estados Unidos de América. El país que ha liderado el mundo durante los últimos cien años realiza una vez más la elección de su presidente; EEUU, los primeros en crear una república presidencialista, democrática y federal, la máxima economía y potencia militar de toda historia de la humanidad, la nación que encabeza la investigación espacial y cuya cultura ha permeado en todo el orbe. Se puede estar a favor o en contra, aprobar, cuestionar o descalificar a los EEUU —lo cual no es el tema de este texto— pero nadie puede negar que lo que suceda en la unión americana en los próximos días tendrá implicaciones globales.
Kamala Devi Harris por el Partido Demócrata y Donald John Trump por el Partido Republicano, son los candidatos que se disputan el cargo político más importante de los EEUU. La contienda electoral se desarrolla en un contexto de división social, radicalización política y desconfianza en los procesos e instituciones; los estadounidenses están divididos (como se comentó aquí mismo en una colaboración anterior) entre el proyecto progresista liberal que encabeza Harris y el Make America Great Again (Haz a los Estados Unidos grande otra vez) de Trump. El primero se nutre principalmente de la nueva diversidad existente en la población; sexual, religiosa y étnica-racial. Mientras que la segunda encuentra su inspiración en la época dorada del sueño americano del siglo XX.
Un sistema político-electoral sólido debería ser capaz de enfrentar cualquier reto, incluso una contienda radicalizada donde ambos extremos del espectro político son competitivos y tienen posibilidades reales de ganar. Sin embargo, en los EEUU se han venido incubando grupos que descalifican abiertamente la vía pacífica electoral como forma de tomar decisiones dentro del país, sectores que están convencidos de que la violencia y la lucha armada serán un paso obligado para “corregir” el rumbo y derrocar al “Estado profundo”, a los “comunistas” o “satánicos” que detentan el poder (Etiquetas usadas por grupos extremistas de derecha, religiosos o supremacistas raciales, según sea el caso). Por tal motivo, estas elecciones serán una prueba de fuego para el aparato electoral, el cual deberá brindar la certeza suficiente para aplacar cualquier inquietud de fraude o manipulación de los votos.
Por si fuera poco, en todo este escenario aparece una figura protagónica cuyo papel es fundamental para entender la dirección de los hechos: Donald Trump. El empresario neoyorquino es un líder que no ha dudado en tomar posiciones arriesgadas en su favor; recordemos la toma del Capitolio en 2021 o el apoyo explícito a grupos radicales. En caso de perder ¿Será capaz de aceptar la derrota o tomará una posición ambigua que sugiera un fraude y la invitación a una rebelión? Es difícil saberlo, pero es una realidad que el triunfo de Trump daría más estabilidad en el espacio postelectoral que una victoria de Harris. Más aún ¿Qué sucedería ante otro atentado a Trump? un magnicidio en medio de esta ebullición sería sumamente explosivo. Así, mientras más se acerca el 5 de noviembre más crece la tensión, la incertidumbre y el riesgo de todos los posibles escenarios.
Pero, siendo realistas, en estas elecciones no solamente se juegan intereses internos ¡No! Al ser (todavía) EEUU la máxima potencia mundial, lo más lógico es que actores externos influyan —o al menos lo intenten— en las tendencias del electorado y la narrativa de los candidatos. La política internacional, es pues, la otra dimensión en que se desarrolla la elección presidencial de los EE UU. Tanto aliados como adversarios buscan aportar a sus intereses, ya sea para reforzar su relación con Washington o para afectar negativamente a su competidor americano. Las posiciones son diversas, desde una Ucrania que mira con recelo a Trump por sus simpatía con Vladimir Putin, hasta un Israel que ha asegurado el apoyo militar incondicional de ambos candidatos. Pero ¿Qué sucede con los adversarios? principalmente Rusia, China e Irán. Para Rusia la posición de Trump respecto a Ucrania es la más favorable: EEUU retira su apoyo a Kiev y la obliga a aceptar la derrota ante Rusia, además de generar divisiones dentro de la Alianza del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Paralelamente, Trump es más hostil hacia China (el aliado más importante de Rusia) y seguramente la tensión por Taiwán podría llegar al máximo, incluso a la guerra abierta. Finalmente, y es aquí donde se pone énfasis, está Irán.
El pasado viernes 25 de octubre, después de muchas amenazas, especulaciones y valoraciones sobre las posibles repercusiones, Israel finalmente atacó a Irán como represalia por el ataque sufrido el 1 de octubre (el cual a su vez fue la venganza iraní por el asesinato en Teherán de Ismail Haniyeh, líder del grupo palestino Hamas). Cada uno de los dos países llevaron las amenazas y advertencias al máximo; Israel alardeando de que se afectaron de manera irreparable instalaciones militares fundamentales de Irán, mientras que los persas celebraban el fracaso del ataque israelí y la efectividad de sus defensas antiaéreas. Más allá de ganadores o perdedores de este round (ya que estamos en una pelea que aún no termina), es un hecho que Israel minimizó considerablemente su ataque, más aún teniendo en cuenta las declaraciones del primer ministro israelí Benjamín Netanyahu que incluso ponían como objetivos militares las instalaciones nucleares de Irán. Si bien EEUU movilizó una gran cantidad de equipo, armas y hombres a medio oriente para respaldar a Israel y declaró abiertamente su total apoyo a Tel Aviv, es muy probable que el ataque limitado de Israel haya sido una victoria diplomática de Joe Biden sobre un belicista Netanyahu ¿Por qué? Porque no sería conveniente para Biden, el Partido Demócrata y su candidata Kamala Harris, que en medio de la campaña electoral y con las elecciones en puerta, el ejército estadounidense tuviera que enfrentarse con Irán en una guerra abierta. Esto afectaría considerablemente toda la narrativa electoral y colocaría el tema de la guerra como la prioridad inmediata en la percepción del votante estadounidense, lo cual sería más favorable y coherente para el discurso de Trump.
Si se asume que Biden logró someter a Netanyahu, es un logro que debe reconocerse. Pero políticamente cometió un error, ahora la legitimidad de un ataque de respuesta depende de Irán. De tal manera, el ayatolá Alí Jamenei, líder supremo de Irán, tiene ahora la posibilidad de influir en el escenario electoral estadounidense a través de un ataque a Israel. Una posibilidad es mantener en alerta máxima a Israel y las fuerzas americanas en la región, estrategia que apuesta por el desgaste psicológico y el agotamiento anímico del enemigo. Pero también tiene la alternativa de lanzar un ataque a gran escala contra Israel y, precisamente, desencadenar un enfrentamiento abierto con Tel Aviv y Washington. En medio de esas dos variables se extiende una gran cantidad de opciones que consistirían en ataques limitados o selectivos, con el objetivo de causar daño a Israel evitando a su vez una guerra abierta. Pero en política el tiempo importa, y esta vez Irán lo tiene a su favor: la proximidad del 5 de noviembre.
Irán tiene una oportunidad inigualable. La legitimidad de un ataque de respuesta a Israel y las elecciones presidenciales del 5 de noviembre en EEUU, abren la ventana para que Teherán pueda influir en el resultado electoral. Los riesgos son altos, claro está, pero la apuesta va más allá de medio oriente; la decisión de Irán podría desestabilizar el escenario electoral, generar descontento, incertidumbre, desconfianza y un sentimiento generalizado de derrota. Las amenazas de la elite política y militar de Irán manifiestan que el ataque de respuesta será duro y devastador, esto puede ser puro discurso, pero si es ejecutado de esa manera quedará de manifiesto que han aprovechado la vulnerabilidad de EEUU. El objetivo de fondo sería mover el tablero geopolítico, agitarlo de tal manera que sometan a Israel y acelere las contradicciones internas de EEUU provocando un rompimiento que derive en enfrentamiento.
En conclusión: las tensiones generadas por la radicalización política en las elecciones de EEUU abren la posibilidad de que Irán influya en ellas a través de un ataque de respuesta a Israel. El poder de Washington ha llegado al límite, su expansión amenaza con implosionar. La ventana de oportunidad está abierta y la cuenta regresiva en marcha.
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