Abel Pérez Zamorano
Nuestra sociedad, principalmente los sectores más
empobrecidos, vive una tragedia. La inseguridad ha alcanzado niveles
de espanto. Las noticias de asesinatos y descuartizados son
cotidianas. La infraestructura social está en ruinas; por ejemplo,
las carreteras. Los salarios son los más bajos entre los 38 países
de la OCDE, y con las jornadas más prolongadas. Los hospitales, sin
medicamentos y materiales indispensables, que las familias deben
adquirir de su bolsillo; las consultas con especialistas en
instituciones de salud exigen meses de espera: recientemente, alguien
me comentaba que el mes pasado solicitó una consulta y se la
concedieron… para julio del año próximo. Por eso millones de
mexicanos gastan sus magros ingresos en médicos particulares: 30 por
ciento más que al inicio del sexenio de AMLO. Un problema que no
resuelven las famosas tarjetas.
Frente a los devastadores
huracanes que azotan al territorio (Acapulco nuevamente), no existe
ya el Fonden, que, aunque mínimamente, socorría a los damnificados:
lo eliminó López Obrador, dizque “para combatir la corrupción”.
Además, hay 35 millones de personas en “inseguridad alimentaria”,
más de nueve millones en el hambre; en insultante contraste, ¡somos
el séptimo país exportador de alimentos! Un negocio que beneficia a
los grandes capitalistas agrícolas, que con las exportaciones
obtuvieron en un año ingresos superiores a 50 mil millones de
dólares.
Y por más que la sociedad clama por seguridad,
justicia, empleo, alimentos, servicios públicos, salud, nadie la
escucha, nadie resuelve. En estos días el pueblo llano, “los de
abajo” sólo oyen los ecos del festín de los políticos,
embriagados de poder, que celebran el estreno de una flamante
administración federal, mientras en Sinaloa y Guerrero (por
mencionar los casos más escandalosos) la sociedad vive días y
noches de horror. Ahí, a diferencia del Presidente, que acudió
rodeado de un enorme aparato de seguridad, las personas comunes
tienen cada día que desplazarse al trabajo o a llevar los niños a
las escuelas.
El pueblo vive con miedo, miedo de salir a las
calles, miedo del crimen que se ha enseñoreado del país, mientras
el régimen de la “Cuarta Transformación” se revela
absolutamente incapaz de poner fin a este horror. Muchas personas se
lamentan, otras lloran, aquellas quizá profieren insultos contra los
gobernantes o se refugian en sus hogares para protegerse. Mas nada de
eso sirve. Son reacciones estériles.
Pero recordemos: cuando
el Estado falla, la solución está en la sociedad: es su derecho, y
obligación. Y apremia que lo haga. Y, ¿qué hacer? Indudablemente,
la solución es tan compleja como el problema mismo. La salida no es
fácil, pero existe, aunque lleve tiempo. Primeramente, la sociedad
debe adquirir conciencia de que la apatía es su debilidad, su gran
enemiga. El Estado abandona obligaciones sociales elementales, como
las expuestas, y para colmo, actúa con soberbia, ello gracias a que
no encuentra una sociedad activa, consciente, políticamente educada,
que resista y exija cambiar las cosas, actuando coordinadamente,
conforme a un plan de acción con objetivos claros, y así, la
ignoran y maltratan porque la ven indefensa. Como dijo Mao Zedong, el
pueblo es como un gigante, pero… está dormido; en el caso del
nuestro podemos decir que está anestesiado, con algunas dádivas y
grandes dosis de discursos mentirosos.
No tiene conciencia de
la naturaleza y causa de sus problemas, y de las vías para
resolverlos (como quien sufre una enfermedad, sin saber en qué
consiste y menos cómo curarla). Y esta debilidad tiene varias
manifestaciones. Enumero algunas. Se nos ha inculcado la resignación.
Los ideólogos del poder nos aleccionan diciendo que nuestros males
son voluntad de Dios y, consecuentemente, sólo nos queda la
resignación. También nos infunden una credulidad casi mística
hacia el Estado, los gobernantes y sus promesas, que entorpecen el
pensamiento, aunque sean aberraciones, como aquello de que “tenemos
un sistema de salud como el de Dinamarca”.
Otro factor
perturbador de la inconsciencia social es que nos han enseñado a
vivir en la vana esperanza de que los problemas nacionales serán
resueltos sólo gracias a la acción de algún hombre fuera de serie
(como los superhéroes típicos de la cultura estadounidense, que con
su sobrenatural acción salvan a ciudades pobladas por seres
absolutamente indefensos). Así el pueblo renuncia a su protagonismo
como verdadero y único hacedor del cambio y deja la tarea a
cualquier listillo que se ofrezca como redentor (como López Obrador,
que dejó al país en el desastre y a sus confiados creyentes con un
palmo de narices, después de haberles vendido ilusiones con sus
cuentos de las mil y una mañaneras). Recordemos que los verdaderos
cambios sólo pueden ser obra de la acción organizada, planificada y
disciplinada de los pueblos. Como dijo Marx, la solución a los
problemas de los trabajadores sólo puede ser obra de ellos mismos.
Seguir cifrando esperanzas en los señores del poder nos condena a
seguir padeciendo las mismas calamidades. A nada conduce esa buena fe
en los poderosos. Nunca actuarán en favor de los desheredados: no
les interesa.
El miedo también desactiva la voluntad de la
sociedad; miedo que la lleva a esperar, pasivamente, soluciones
“desde arriba”, temerosa de protestar y exigir, de molestar y
enojar a los señores. Miedo al poder de los gobernantes, de jueces
(más ahora que serán elegidos al gusto de los patrones), a
policías, cárceles y ejército; miedo que paraliza la voluntad y
hace pasivo, obediente y sumiso al pueblo. Pero como reza el adagio:
los tiranos nos parecen grandes porque los contemplamos de
rodillas.
Asimismo, muchos mexicanos se dejan comprar con una
limosna a cambio de su voto, que bien manejado podría ser una
poderosa arma de resistencia y palanca de cambio. Les dan unos pesos
o una despensa mientras les niegan obras verdaderamente importantes y
costosas, como sistemas de agua potable, buenas carreteras,
hospitales, escuelas equipadas o seguridad. Con semejante
intercambio, al pueblo le pasa, como dice la Biblia, lo que a Esaú,
que vendió su primogenitura a Jacob, su hermano menor, a cambio de…
un plato de lentejas; y es que Esaú venía de trabajar en el campo y
tenía mucha hambre, y cedió la herencia paterna.
La apatía
social es también producto de la prédica machacona de que el pueblo
no puede influir en el gobierno (los poderosos le llaman “chantaje”),
y mucho menos gobernar él mismo. Sólo saben gobernar, nos dicen,
los ricos y sus paniaguados. Pero la historia refuta esta especie con
brillantes ejemplos: los dos mejores presidentes de México han sido
don Benito Juárez García y el general Lázaro Cárdenas del Río,
ambos de humilde cuna, y fueron forjadores de nuestra patria.
Se
enturbia también la mente del pueblo con el individualismo, que
absurdamente ofrece soluciones individuales a problemas sociales, un
auténtico despropósito. No olvidemos que los problemas sistémicos,
como los nuestros, sólo pueden tener, consecuentemente, una solución
sistémica, únicamente realizable por la acción social consciente y
organizada. A grandes males, grandes remedios, dice el pueblo mismo;
pero a éste se le ha inculcado desconfianza en sí mismo. Le enseñan
a sentir recelo frente a los otros pobres, escepticismo que les
impide acercarse y unir fuerzas en la defensa del interés común.
En
suma, para actuar con eficacia frente a las calamidades que sufren
los sectores de bajos recursos necesitamos, primero, adquirir
conciencia (despertar al gigante) y, armados con ella, proceder a la
formación de un poderoso partido de los trabajadores, que coordine
sus acciones, les enseñe sus derechos y a luchar organizada y
coordinadamente por ellos, y que a la postre les conduzca al poder, a
gobernar en su propio beneficio; un partido que sea también escuela
y los eduque. Ésa es la tarea preparatoria de la verdadera justicia
social; mientras no la realicemos, las cosas seguirán igual o, peor
aún, se agravarán.
Finalmente, viene a cuento aquí el
pensamiento del insigne poeta yucateco Antonio Mediz Bolio
(1884-1957), expresado en su hermosa poesía Manelic.
¡Oh,
Manelic! ¡Oh plebe que vives sin conciencia
de tu vida
oprobiosa, que arrastras la existencia
dócil al yugo innoble,
que adormeces tu alma
de hierro, en el marasmo de ignominiosa
calma!
¡Oh, Manelic! ¡Oh carne santa y pura del pueblo,
carne
abierta bajo el golpe del látigo infamador, despierta!
(…)
¡No
envilezcas de miedo soportando al verdugo!
¡No lamas como un
perro la mano que te ata!
Catedrático e Investigador de la Universidad Autónoma de Chapingo.
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