Verano de Investigación Delfín
Mariana Muñoz y Rubí De La Torre
El Verano de la Investigación Científica y Tecnológica del Pacífico es una iniciativa que se realiza para todos aquellos estudiantes interesados en la investigación o que desean incursionar en este ámbito, este programa se lleva a cabo durante las vacaciones de verano de educación superior. La organización Programa Delfín incita a los profesores-investigadores de las universidades a inscribir proyectos de distintas áreas para hacer un convenio entre las universidades del país o inclusive con las de otros países como Colombia, Argentina, Chile y muchos más.
El 17 de junio el Centro Universitario del Sur recibió a estudiantes de toda la república mexicana para comenzar con las actividades del Verano Delfín, las cuales finalizarán el 2 de agosto. En el campo de las humanidades, en la licenciatura de Letras, el Dr. Ramón Moreno Rodríguez registró un proyecto llamado “Cuentos Orales Populares del Sur de Jalisco”. Con el objetivo de preservar en los cuentos los valores culturales, comportamientos sociales, tradiciones, entre otros. Como todos sabemos, la tradiciones orales se van heredando de manera oral y de generación en generación hasta configurar todo un corpus amplísimo y complejo.
El equipo de estudiantes que decidió integrarse a la investigación del Dr. Moreno fue conformado por tres alumnas de la Universidad de Guadalajara y dos de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, sus nombres son Rubí De La Torre, Johanna Rodríguez, Naiad Briseño, Mariana Muñoz y Karina Magdaleno. Juntas realizaron distintas visitas de campo guiadas por el profesor a algunos de los municipios que conforman el sur de Jalisco, tales como Sayula y Tapalpa, con el propósito de adentrarse en la historia que rodea estos pueblos y a sus habitantes. Después de recopilar los relatos se les dio la estructura de un cuento mediante el modelo del lingüista Vladímir Propp, mejor conocido como las funciones. Éstas son un conjunto de 31 acciones recurrentes que todo cuento popular puede tener. A continuación uno de los cuentos que se trabajó durante estas semanas de investigación titulado “La portentosa historia de cómo José María Sabás quedó endemoniado” editado, en primer término, por la estudiante Naiad Briseño y en términos generales por todas las participantes, incluyendo al investigador Moreno.
La portentosa historia de cómo José María Sabás quedó endemoniado
Yo le dije que a José María Sabás lo encontraron deambulando por las calles del Tule. Eduviges, quien era conocida por siempre estar en el lugar y el tiempo exacto de los hechos para estar enterada de todo –y así poderlo contar a los chismosos del pueblo–, fue quien se lo topó. Dijo que estaba airado, así como venteado, pues; en fin, ustedes me entienden, quiero decir que estaba como burro pasmado. Tenía los ojos opacos, como los de su tío Antonio cuando lo encontraron muerto. El pellejo se le miraba renegrido, que como ustedes ya saben que de por sí era reprieto, pues ahora parecía más un apalcuate que un cristiano. Aquella chismosa le dio tal impresión que quedó como en babia, y ya no sabía qué opinar, porque a veces le parecía que estaba el tal Sabás como gris o a lo mejor amarillo –como dice la canción–; pero eso sí, bien entendía que aquello no era normal, aunque a veces le pareciera su piel como del color del chocolate o a lo mejor, como el del café con leche. Quiero decir que se dio cuenta que no traía la estampa de un hombre bueno y sano. Sin embargo, cuando José María agachó la cabeza y Eduviges le vio la testuz, la mujer empezó a entender lo que le pasaba: es que estaba endemoniado.
Y le seguí contando que Eduviges, con la excusa de saber cómo ayudarlo, y aunque le daba grima, lo tomó de la mano y lo llevó con Consuelo; el caso es que lo hizo –eso dijo– por ser un acto de caridad, aunque se muriera de miedo. Yo digo que lo que quería era enseñarle a su madrina cómo se encontraba el pobre hombre para que ella misma lo viera y no se lo platicaran, vayan ustedes a saber.
Doña Consuelo es famosa porque las madres de San José del Tule y los pueblos de a los lados le llevaban a sus hijos para que se los aliviara. Ya saben que no falta el que tenga mal de costado o el que algún niño esté empachado o con la mollera caída. Con pasarles manojos de hierbas o un huevo de gallina por todo el cuerpo mientras reza entre dientes, la vieja ésta deja a las criaturas como recién paridas; aunque claro, no es lo mismo curar a un niño que a un endiablado.
Pues resultó que Eduviges hizo bien en llevar al hombre aquel con Consuelo la hechicera. En cuanto la doña lo vio, lo mandó pasar al centro del patio de la casa. Mejor sería decir al centro del terreno, porque en ese solar nada más había una choza en una esquina y todo lo demás pues eran las yerbas que ella cuidaba.
–Hija, ¿y de qué panteón sacaste a este difunto? –dijo la anciana mientras arrancaba matas de aquí y de allá, moviéndose lo más rápido que podía.
–¿Cuál muerto madrina? Si éste todavía respira, lo miré que acezaba mientras caminábamos para acá. Que no hable y parezca tonto es otra cosa –le contestó Eduviges que estaba parada junto a José María y que seguía con sus ojos saltones cada movimiento que hacía su madrina.
–Pues si no está muerto pronto lo estará –contestó, mientras volteaba a ver a los ojos a Eduviges, sin dejar de recoger sus yerbas–. Anda, niña, muévete; parece que tú también ya estás lela; háblale a tu marido y a tu compadre Silverio; mira que tú y yo no vamos a poder cargar a este pobre. –No terminó la frase y la chimolera ya estaba en la calle rumbo a su casa, no sé si más feliz por poder ir a decir sus chismes o más muerta de miedo de que aquella caridad que hacía, por metiche, le fuera a dar pesadillas esa y todas las noches por venir.
Y así le seguí contando que para cuando doña Consuelo le pasaba un huevo de gallina al bulto aquel, Eduviges ya había regresado con el esposo y el compadre. Pero como es sabido que a donde va Silverio –el compadre– va su mujer, María Concepción, pues resultó que también llegó corriendo, tan intrigada como los otros dos. Y como María Concepción tenía de visita a su madre doña Elena, a su hermana Herminia y a su sobrina Carmelita, ellas también llegaron a casa de Consuelo. Ya se imaginarán ustedes que se empezó a hacer un borlote en todo el pueblo.
–Y ahí viene Eliseo, mi marido, por si se ocupa más ayuda– dijo Herminia para cualquiera que le estuviera prestando atención, que a esas alturas pues yo creo que nadie escuchaba a nadie, porque se estaba regando por todo el pueblo aquella cosa nunca imaginada ni vista de que había un endemoniado en casa de doña Consuelo.
Todos miraban, le dije, cómo la curandera le pasaba un ramo de distintas hierbas por todo el cuerpo al casi difunto José María. De la cabeza a los pies, siempre de la cabeza a los pies. Nunca al revés. Cuando terminó con las hierbas siguió otra vez con el huevo. Se lo restregó por todo el cuerpo como lo había hecho con las hierbas. Mientras eso hacía, en voz baja decía unas borucas que no se le entendían para nada. Yo creo que eran letanías o vayan ustedes a saber qué hechizos o conjuros se tienen que decir en casos tan raros y nunca antes vistos.
Pues José María, que estaba más en el otro barrio que en éste, como que le empezó hacer efecto aquella magia porque comenzó a temblar y a sudar; pero al mismo tiempo estaba helado, porque los dientes le empezaron a chocar. Unos dijeron que le daba frío aquello, otros que no, que tenía cosquillas. Consuelo terminó con el huevo y les dijo a los hombres que trajeran el catre que estaba en el jacal.
Para entonces no sólo había llegado Eliseo, que bien dijo Herminia que ahí venía, sino también Pascual, a quien Eliseo se encontró en el camino y que sorprendentemente para la hora, aún no estaba borracho. Y claro, Pascual se llevó a su hermana Isabel, pues en el lecho de muerte de su padre le prometió que siempre cuidaría de ella, y desde entonces no la dejaba sola. Por eso Isabel nunca se casó. Y a causa de esto Pascual empezó a beber; bueno, ustedes me entienden, que todos ya conocen esas historias y ahora no se las voy a contar, porque hoy se trata de hablar de lo que le pasó al difunto que todavía no era difunto.
Así que cuatro hombres cargaron con un catre que no pesaba nada porque era de tela de ixtle y carrizos secos; quiero decir –para no enredar más las cosas–, que para nada se necesitaba tanta gente, pero ya saben: ¿quién les iba a quitar el gusto de andar todos de entrometidos aquí y allá? El caso es que al final lo pudo haber cargado uno solo sin dificultad. Eduviges, María Concepción, doña Elena, Herminia, Carmelita e Isabel veían entre perturbadas y atontadas cómo a José María, que seguía temblando y sudando, lo acostaban boca abajo en el catre.
–Quítale la camisa, Juan –dijo Consuelo.
–Cómo así? Esa idea tiene de mí, doña. ¿Pues qué pasó? –soltó con indignación, mientras daba un paso alejándose de José María.
– Yo se la quito –dijo Isabel que ya estaba casi encima del catre.
–¿Tu a dónde vas, alcahueta? –le contestó Pascual quien la regresó de un jalón a su lugar. –Yo lo hago.
–Ay Pascual, yo solo quería ayudar – respondió Isabel, pero éste ya le había arrancado la camisa a José María.
Consuelo tiró de los pellejos de la espalda al morimundo, a la vez que seguía rezando entre dientes y le puso de aquel unto de vaca que tenía para los casos graves, que nadie vio de dónde sacó. Enseguida le pidió a Juan y Silverio que pararan a José María de cabeza. Doña Consuelo se subió al catre y apelincándose le empezó a pegar en la planta de los pies.
–Como que se volvió más liviano –dijo Silverio –¿O lo está agarrando con más fuerzas compadre?
–No, yo también lo siento más bofo, ¿pues qué le está haciendo doña Consuelo? –le preguntó Juan a la curandera.
–Siéntenlo– les ordenó la anciana. –Y tú, muchacha, trae un vaso de agua– le ordenó Consuelo a Carmelita, que salió corriendo por él.
José María parecía volver en sí. Empezaba a aquejarse. Se agarraba la cabeza como si se le fuera a caer. Llegó el vaso de agua y José María se lo tomó de un trago. Pidió más y Carmelita le trajo un jarrote de un azumbre. Y aquella debió ser agua bendita, yo creo, porque al difunto se le fue quitando lo finado.
–Muchacho, ¿qué te pasó? –preguntó Eliseo.
Y le seguí contando, desconfiada de que no me fuera a creer, pero no. Sí me creyó, no hizo aspavientos. Muy callada siguió escuchando lo que le contaba.
–No me van a creer –dijo el que hasta hace un rato estaba muerto–, van a decir que estoy loco, pero yo no tengo vicios de esos que atontan a la gente, no señor. –contestó José María, que hablaba, sí, aunque muy quedito.
–Primero cuenta, y ya nosotros decidimos si te creemos– le dijo doña Elena mientras le arrimaba el jarro a la boca. Los demás se acomodaron alrededor para escuchar mejor.
Pues resultó que, por necesidad y por hambre, José María Sabás se había ido a trabajar a la zafra. Terminando la cosecha, le tocó también ayudar a llenar las carretas con aquellas cañas dulces. Ya todos saben que se manda la recolecta al ingenio del Tule. Febronio Denís, se acordarán, era el que mandaba a la gente y a los animales, aunque ya entienden ustedes que uno siempre se queda con la duda si unos y otros le hacen caso, porque da la impresión que ahí cada quien hace su voluntad. Quiero decir que Febronio acomodaba las carretas en cuadrillas de diez. Del campo al ingenio se tenía que pasar por el nacimiento de agua que le llaman Ojo del Diablo. Pues sucedió que ya habían pasado todas las carretas, nomás faltaba la mía, agregó Sabás. Y aunque con dificultades, siguió su cuento.
–Yo pastoreaba la última carreta de la última cuadrilla cuando se le atascó una rueda. No sé si por suerte o por desgracia Febronio estaba junto a mí. Todo sucedió en el lodazal ese que se forma en el vado.
Pues resulta que Febronio –juro que digo la verdad–, mandó traer otra yunta de bueyes para ayudar a sacar aquella carreta que se había ladeado, pero no se pudo. Y necio como era, mandó por una tercera y tampoco se pudo y mandó por una cuarta y tampoco se pudo. Lorenzo, Febronio y todo mundo estaban que no lo podían creer: ocho bueyes no podían hacer andar aquel carromato. Digo, todos sabemos que los troncos con que se hacen las carretas son muy pesados, que las ruedas de tablazones giran porque Dios es grande y el trabajo de los animales mucho; además, la carga de las cañas estaba muy alta, ya ven cómo las copetean, yo pienso que fácil, medían como dos estados de alto aquellos atados, pero que ocho bueyes no pudieran desatascar esa máquina endemoniada, como que el chamuco estaba metiendo su rabo entre las narices de aquellos hombres, para hacerles ver su suerte.
–Pues Febronio no se dio por vencido y mandó traer otras tres yuntas. Sí, oyen ustedes bien: se iban a usar siete yuntas de bueyes. –Continuó Sabás sin soltar ya el jarro–:
–Yo nomás estaba viendo cómo Febronio andaba de aquí para allá, ¿qué más podía yo hacer? Ni modo que me pusiera de animal, a jalar la carreta. Y sí, hubo otro más animal que yo y los bueyes: Lorenzo. Éste dejó de picarles las ancas a los mansos y bajó la pendiente para ver bien de cerca el manantial aquel que parecía tener atenazada la carreta.
»Cuando se agachó y revisó las ruedas pegó un grito que lo tumbó de espaldas al agua. Parecía que la tierra se estaba abriendo y que el infierno se estaba comiendo la carreta. Era una grieta grande; de un lado estaba chueca, figuraba una aguja de arria. Dije yo –con la mirada perdida del susto– es la sonrisa del diablo.
»Entonces Febronio vino a verla. Puso los ojos tan grandes como platos y se apresuró a arrear más a los animales. Pero si al principio no la pudieron sacar de aquella boca del demonio, ahora que estaban ya bien cansados, pues menos.
»De ahí en adelante –la mera verdad, para qué les voy a mentir– ya no me acuerdo bien de lo que pasó. Yo creo que fue la impresión de ver ese agujero en la tierra o quién sabe, pero sentía como que el portillo aquel también me quería tragar a mí. Nomás veía cómo se movía todo, no supe si había más gente aparte de Febronio, pero sí escuchaba todo, y tan escuchaba que hasta empecé a oír ruidos; unos ruidos metálicos como los que hacen las chicharras, pero cien veces más fuertes.
»En otro momento, empecé a oír que arrastraban cadenas, que crujían las piedras del arroyo y hasta me pareció que el agua bailaba, como cuando tiembla muy duro. Y aunque me quería morir, estaba seguro de que no era posible que aquello estuviera pasando. Pues resulta que a Febronio no se le ocurrió otra cosa que mandar descargar la carreta. Y así, todos pálidos y muertos de miedo lo hicimos.
José María (le seguí dando los pormenores de mi relato) paró de decir su historia, muerto del terror de revivir aquellas visiones que había tenido. Para estas alturas, todos los habitantes de San José del Tule se habían ido a meter al solar de la bruja aquella para escuchar ese cuento nunca antes contado.
Lo que digo es que Sabás se olvidó de su historia, del jarro de agua y de nosotros, y empezó a rezar todas las oraciones que se sabía y cuando se le acabaron inventó otras tantas, como deseando que nos aburriéramos y nos fuéramos yendo.
Pero qué nos íbamos a largar. Aunque se acabara el día, de ahí no nos moveríamos hasta no enterarnos en qué había acabado todo aquel enredo. Como nadie se iba y los más atrevidos, aunque en voz baja, le empezaron a pedir que terminara –por su bendita alma– de contar aquella cosa, pues no le quedó más remedio que seguir hablando. La mera verdad ya no sé ni qué opinar; digo, a lo mejor terminó de contarnos lo que lo había dejado así de venteado o a lo mejor siguió inventando lo que se le iba ocurriendo.
–Yo no era el único con miedo –dijo mientras se sentaba en el catre y miraba de reojo a la gente que lo rodeábamos–, los animales también estaban asustados, los oía mugiendo de una manera bien rara, como si lo hicieran adentro de un guastecomate. Entre ellos forcejeaban, como pensando que el de al lado no era otro animal, sino el Enemigo Malo en persona. No sé si yo estaba tan asustado que me pareció que esos ruidos diabólicos se escuchaban cada vez más fuertes y yo ya estaba más cerca de la grieta aquella, que es como decir más cerca de la boca del infierno.
»En medio de aquella jalonera o por mejor decir, de aquel mitote, como que la coyunda se ha de haber reventado y los animales empezaron a huir cada uno por su lado, sin hacer caso de Febronio ni de nadie. Una sola yunta quedó atada a la carreta y fue esa única la que pudo hacer el trabajo que siete no pudieron. El armatoste aquel se desatascó, terminó de subir la pendiente, los dos últimos animales se desuncieron, sabe Dios cómo, y se escaparon.
»De repente sólo sentí cómo me alzaron y me cargaban. Cuando me fijé era Febronio, que me traía encima de sus hombros. Estábamos huyendo, íbamos atrás de los bueyes casi tan rápido como ellos. En ningún momento volteé para atrás, pero me di cuenta que el hombre que me cargaba traía la herida abierta de lo que parecía un latigazo. Yo pensé que fue el diablo el que lo marcó para así buscarlo después y llevárselo. La cosa es que a mí no me quedó ni un rasguño. Eso sí, medio confundido, que fue cuando me encontró Eduviges en la calle.
–¿Cómo que a ti no te pasó nada? –Habló doña Consuelo– si lo que traías era un susto de muerte, un día más y no la cuentas. Ese mal de ojo te lo hizo el chamuco.
–¿Y qué fue de Febronio, compadre? –preguntó Silverio.
José María se quedó callado y levantó los hombros en señal de que no sabía. Luego dijo:
–Bueno muchachos, no es que les haga el desaire y ya no quiera platicar con ustedes, pero estoy muy cansado, me voy a ir a dormir. Con su permiso.
Se vistió y empezó a caminar en dirección a la calle. Cuando les dio la espalda, a pesar de que se iba poniendo la camisa, varios alcanzaron a ver que en su espalda se formaba una larga cortada como la que había dicho de Febronio. Herminia, que estaba más a la orilla, aunque él agachó la cabeza, le alcanzó a ver cómo los ojos se le oscurecían y se le ponían de nuevo como ojos de muerto. Ella lo dijo para todos en voz queda: el de la herida es él, no Febronio, y se le ñublaron otra vez los ojos.
–Déjalo en paz un rato –dijo doña Consuelo–, que se haga la ilusión de que podrá descansar. Ya después volverá a caminar por las calles como perro sin dueño, viendo las visiones que ve. Así es la desdicha cuando le toca a uno la suerte de encontrarse al diablo.
Y así fue como terminé de contarle mi cuento. ¿Y qué creen que pasó? Si piensan que me dijo que era yo una mentirosa exagerada, se equivocan, me dijo:
–No, pues la verdad es que tienes razón, al pobre de Sabás le tocó la suerte del diablo. Así pasa en la vida. Lo único que no te entendí y como que en eso no me cuadran bien las cosas, fue cuando dijiste aquello de que estaba amarillo como una canción. ¿No estarás poniéndole mucho de tu cosecha, Elvira?
–Oye, Nora, ¿tú estás nanga o qué te pasa? ¿Cómo es que no entendiste lo del color amarillo que dice la canción? ¿Acaso nunca has oído a Los Cadetes de Linares?
Informante: Nora Lizbeth Leal Sabás
Edición: Naiad Briceño Díaz
Población: San José del Tule, Pihuamo
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