Abel Pérez
Zamorano*
El capital moldea a los hombres como los
necesita. De hecho, en toda sociedad la estructura económica
determina la correspondiente superestructura: ideología, filosofía,
Estado, arte, moral, política, etc., que actúa como blindaje del
orden económico y social imperante, y que cambia al cambiar este.
Por eso en cada época se piensa de una forma determinada, y en cada
clase social también, aunque, como dijo Marx, la ideología
dominante en cada sociedad será la ideología de la clase dominante.
El capital modela el pensamiento de todos a su imagen y semejanza. Y
los explotados mismos terminan imbuidos de una ideología que les es
ajena: es decir, enajenados.
Pero esto no es solo producto de
una labor de propaganda a través de los medios y del aparato
educativo diseñado exprofeso. Tiene una base económica. Debido a la
propiedad privada, el productor directo pierde el control sobre la
riqueza por él creada: es la enajenación del producto de su
trabajo, que escapa de sus manos. Y esto se manifiesta en el terreno
ideológico, en la pérdida de sus propias ideas: la enajenación del
pensamiento. Y resulta entonces que la clase trabajadora, dicho en
términos clásicos, existe, como clase en sí, como un hecho real,
determinada por sus relaciones con los medios de producción y con
otras clases. Pero no lo comprende.
Esto se debe también a la
pérdida de capacidades de los trabajadores. La progresiva división
del trabajo y la especialización fabril, donde el trabajador queda
restringido a una sola y monótona tarea, trajo consigo una
mutilación de sus capacidades. Algo semejante ocurre en el trabajo
intelectual, con la ultraespecialización del conocimiento (y, peor
aún, la especialización prematura, antes de adquirir la necesaria
generalidad). Se fragmenta la visión de las cosas, perdiendo así de
vista la perspectiva general e impidiendo la formación integral del
hombre. A este respecto, el sistema educativo (por ejemplo, los
planes de estudio de las universidades) se supedita al interés
empresarial. “Lo que el mercado necesite”, nos dicen. Se idealiza
al “mercado”, abstracción tras la cual se oculta el interés,
ese sí muy concreto, de los grandes empresarios, sus verdaderos
dueños.
El individualismo, y el consiguiente egoísmo, es otro
pilar ideológico del capital: causa y efecto suyo. Legiones de
intelectuales trabajan para argumentarlo, algunos muy destacados como
Adam Smith, Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche, Friedrich von
Hayek. Smith postulaba al individuo que, con su acción egoísta,
buscando ganancias, termina generando un beneficio social. Von Hayek,
prominente integrante de la escuela austríaca y opositor del
socialismo, postula el “individualismo metodológico”, visión
económica reduccionista que limita toda la complejidad social a
individuos, para de ahí generalizar.
Así pensaba también
Margaret Thatcher (por cierto, ferviente lectora de Hayek), quien
declaró: “La sociedad no existe. Sólo hombres y mujeres
individuales”. Y obviamente esta visión se traduce en práctica de
gobiernos, que aplican el consabido principio de divide y vencerás,
impidiendo la organización social. A título de ejemplo, en México,
como presidente, Vicente Fox inauguró esta política: “yo no trato
con organizaciones; solo con individuos”, principio que inspira
también al actual gobierno, por más que se diga diferente.
Pero
a pesar de todos esos artificios teóricos, el hombre es un ser
social, como evidencia la práctica y demuestran rigurosamente las
ciencias sociales. Aristóteles postuló que el hombre es un animal
político, o como precisa Marx: “Obedece esto a que el hombre es
por naturaleza, si no, como afirma Aristóteles, un animal político,
en todo caso un animal social”. Y así lo evidencia la práctica en
su comportamiento económico, por más que sus acciones den la
apariencia de algo aislado. Lo que cada persona compra o consume está
socialmente determinado por la mercadotecnia, intereses de
empresarios, tradiciones religiosas, la cultura, la época. Cambia
históricamente. Los gustos mismos, algo tan “individual”, son
moldeados subrepticiamente por los dueños del poder económico y
político, quienes también inducen el consumismo, para que las
personas jamás se sientan satisfechas con los bienes que poseen. Se
provoca artificialmente el ansia de acumulación, de compra
irracional, sin límite. Todo para realizar la plusvalía.
Sitial
distinguido en la “cultura” del capitalismo ocupa el dinero,
suprema divinidad en cuyos altares debe sacrificarse toda la
existencia humana… y el hombre termina convirtiéndose en
mercancía. Se promueve la cultura del dinero fácil, sobre todo
entre los jóvenes, nutriendo así a la delincuencia; en las escuelas
se les enseña el arte de “saber venderse”. Así, el individuo
“exitoso” es aquel que se vende mejor y acumula más dinero, a
costa de lo que sea. El capital deshumaniza al hombre: el rico es
víctima de su riqueza; el pobre, de su pobreza.
Otro
componente de la ideología dominante es la “teoría” de que el
capitalismo y el mercado son fenómenos “naturales”, como lo son
los océanos, la atmósfera o la rotación de la tierra. Se idealiza
asimismo al mercado como medio de intercambio por antonomasia,
mecanismo injusto que excluye del consumo a quienes no tienen dinero
para comprar. Nos predican que “el pez más grande se come al
chico”, “comer o ser comido”, “que el débil se someta al
fuerte”, etc. Es la filosofía que legitima y confiere carácter
natural a la explotación del hombre por el hombre, extrapolando las
leyes de la biología al movimiento social. Es darwinismo social. Se
oculta así el carácter histórico de creaciones humanas, producto
de determinadas circunstancias provocadas a su vez por el desarrollo
de las fuerzas productivas.
El manejo malicioso del concepto
“libertad” es otro instrumento de confusión. A los trabajadores
asalariados –en realidad esclavos modernos–, se les hace creer
que son libres, para que no sientan la necesidad de luchar por su
verdadera libertad, que les permitiría recuperar lo que producen y
evitar su enajenación; mucho menos imaginar tomar el poder político.
A causa de esa ideología inducida, quienes perciben un ingreso un
poco mayor (como los intelectuales), encuentran incómodo organizarse
en un partido ¡en su propia defensa!, porque demanda disciplina,
obligaciones, en una palabra, limitaciones de su malentendida
“libertad”. Y caen en la trampa: “prefiero que me sigan
explotando, y que exploten a otros, pero soy libre”. Schopenhauer,
conspicuo promotor del individualismo, teoriza esto en su “dilema
del erizo, la paradoja de las relaciones sociales”. Dice que,
aunque para darse calor los erizos necesiten juntarse, sus espinas
les separan de sus semejantes y les mantienen distantes.
La tan
pregonada como restringida libertad individual es una condición
creada por el capital para que los trabajadores (antes formalmente
esclavos o siervos de la gleba), sean libres de ir a donde gusten
(más bien a donde se les necesite) a vender su fuerza de trabajo; es
el así llamado “libre movimiento de los factores de la
producción”. Es la libertad que permite la “liberalización
financiera”, para que los capitales migren sin restricciones; es el
libre mercado y la desregulación; en suma, la anarquía en la
producción, causante de múltiples desgracias, como las crisis de
sobreproducción. El empresario goza de absoluta libertad para
decidir sobre la economía, aun afectando a la sociedad.
Estas
son solo algunas armas del arsenal filosófico de la economía
capitalista. Y sirven para configurar una sociedad conformista y
obediente, consumidora desenfrenada (salvo que no tenga para
comprar), y legitimar un orden social injusto. Adormecen la
conciencia de los pueblos y les hacen pensar que este es el único
mundo posible: es más, el mejor de los mundos, privándoles así de
toda esperanza. Son, pues, telarañas en ojos y mente de los pueblos,
telarañas que deben ser arrancadas por el bien de la sociedad toda.
*Catedrático e Investigador de la Universidad Autónoma de Chapingo.
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