Escuchó unos leves toquidos en su puerta, luego la
miró abrirse. El reloj marcaba quince para las doce la noche. Ella entró. Vestía
de negro, medias y estiletos del mismo color. Lucía el pelo suelto, la crencha
amplia indicaba que la juventud había pasado. Él la miró y le sonrió con su
dentadura molacha. Extrajo de una caja dos colmillos de marfil y los empotró
con habilidad en las encías.
—Hijo,
ya es hora.
El niño la tomó de la mano y juntos salieron de la
habitación. Cruzaron la lujosa sala. Las pesadas cortinas apenas si dejaban
pasar la luz de la calle.
Con
cuidado abrieron otra puerta. En la cama, desnudo, él dormía boca abajo. La
fiesta, la cena y el vino lo habían rendido. El reloj marcó las doce de la
noche. Con ternura, ella le recogió al hombre el pelo que le cubría el cuello.
“Acércate”. Le ordenó la madre al niño. En susurro, le
dijo: “De la comisura de la boca, hacía abajo, hasta la mitad del cuello, pasa
la vena más sabrosa. Se obediente. Es la hora de cenar”.
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