Abel
Pérez Zamorano
El
saqueo (de parte del G7) ha dejado en la indigencia a las naciones de África y
América Latina y, para colmo, el escarnio: nos ofrecen que sigamos dejándonos saquear
para… prosperar. Verdaderamente kafkiano.
Como es por demás obvio, el mundo
está dividido en países pobres y ricos. Entre estos últimos destacan Estados
Unidos, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia, Japón y Canadá; constituyen el
centro del poder económico y político mundial, el llamado Grupo de los Siete
(G7). De alguna manera representan lo que en su momento Raúl Prebisch llamó “el
centro”, por oposición a “la periferia”, integrada por todos los países pobres,
principalmente de América Latina, África y el sureste asiático. Son las
naciones de la élite que, llegadas a la cúspide del desarrollo capitalista,
gobiernan al mundo a través de los organismos internacionales que ellos mismos
han diseñado y controlan, como el FMI, el Banco Mundial, la OMC, y tantos
otros. Y se ofrecen como modelo al resto del mundo, como ejemplo a seguir, y
muestra de lo que todos podemos alcanzar si nos esforzamos y continuamos, sin
desviarnos, por la senda que ellos nos han trazado.
En las universidades y medios de
prensa, profesores e intelectuales al servicio del sistema actual pretenden
convencer (y han convencido a muchos), de que el desarrollo es un proceso
abierto para cualquier país, que no discrimina, que todos podemos seguir para
alcanzar el progreso. Nos dicen que sólo es cuestión de empeñarnos al máximo;
como se dice coloquialmente, de “echarle ganas”, y por esa vía los países hoy
pobres terminarán emparejándose con los ricos. Y ahí estaremos seguramente, nos
dicen, los casi 196 países del mundo.
Admiten (¡faltaba más!) que
anteriormente, durante el colonialismo, hubo una fuerte divergencia entre
economías ricas y pobres, pero que eso está desapareciendo: “La Revolución
Industrial y el colonialismo dieron lugar a una gran divergencia (Maddison,
2007). Entre comienzos del Siglo XIX y mediados del Siglo XX, la brecha entre
el promedio de ingreso per cápita del “norte”, más próspero e industrial, y del
“sur”, menos desarrollado, se incrementó de un factor de 3 o 4 a un factor de
20 o más (Milanovic, 2012). (pero, nos alientan) Esa divergencia se atenuó
después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el colonialismo llegó a su fin…”
(Finanzas & Desarrollo, septiembre de 2012).
Y para que no perdamos la fe y
sigamos su receta mágica, el FMI nos anima diciéndonos que existe la bendita
“convergencia económica”: “La convergencia se produce cuando la diferencia en
los ingresos de las economías más ricas y más pobres se reduce” (FMI). Y
abundan al respecto: “La economía mundial ingresó en una nueva era de
convergencia alrededor de 1990, cuando el promedio de ingresos per cápita de
las economías de mercados emergentes y en desarrollo tomadas en conjunto
comenzó a crecer mucho más rápido que en las economías avanzadas. La marcada
división entre países ricos y pobres que caracterizó al mundo desde la
Revolución Industrial de comienzos del Siglo XIX se está desdibujando”
(Finanzas & Desarrollo, septiembre de 2012). Y más todavía: “… la nueva
convergencia ha acortado la distancia entre las economías avanzadas y las
economías en desarrollo si se las toma como dos agregados…” (Finanzas &
Desarrollo, septiembre de 2012). Para justificar toda esta palabrería han
ajustado el lenguaje, creando eufemismos ad hoc, como llamar a los pobres
“países en vías de desarrollo”, tratando de sugerir que “ahí la llevamos”, que
“ya mero llegamos”.
Finalmente:
“La convergencia ocurre cuando las economías de menores ingresos per cápita
registran mayores tasas de retorno de capital y, en consecuencia, altas tasas
de crecimiento económico, en relación con las economías de altos niveles de
ingresos (i.e. efecto catch-up)” (Ensayos. Revista de economía, Vol. 39 No.2,
2020). El famoso efecto catching up (ponerse al día, alcanzar, emparejarse), se
logrará, nos aleccionan, 1) mediante el desarrollo tecnológico de los países
pobres, y 2) por la vía de la inversión extranjera directa (IED) que insufla
energías y dinamismo a esas economías. En la misma dirección nos empuja la
“teoría de la filtración”, según la cual el crecimiento económico basta para
que automáticamente mejore la situación de todos los países y de los habitantes
de un país: una auténtica pifia teórica para ingenuos.
Todo
esto es pseudoteoría, pues la evidencia histórica mundial muestra con creces
cómo cada día los países pobres se hunden más y se tornan más dependientes de
los ricos. El abismo entre ambos crece. Baste ver las marejadas de inmigrantes
huyendo del hambre desde África a Europa, o de Latinoamérica a Estados Unidos
en busca de empleo y sustento. La IED no es solución ni incentivo al desarrollo,
es un sifón para succionar la riqueza de los países débiles, dejando a cambio
desastres ambientales (por ejemplo, las empresas mineras o muchas
industriales), y obligando a los gobiernos de los países “beneficiados” a
subvencionar a los corporativos trasnacionales con dinero de los
contribuyentes.
Simplemente
no son damas de la caridad. Véase por ejemplo cómo los grandes bancos extraen
inmensas ganancias de los países pobres, como México, donde cobran comisiones
bancarias más altas que en sus países de origen. Sólo para ilustrar: el año
pasado, el Banco Santander México registró utilidades netas por 29 mil 58
millones de pesos, 9.8 por ciento más respecto a 2022. En materia tecnológica
nos han hecho dependientes y hemos de adquirir su tecnología (normalmente no la
más avanzada) a precio de oro, gastando sumas estratosféricas en pago de
patentes. Y no van a dotar a sus competidores con tecnología de punta para que
les desplacen del mercado. Recuérdese todo lo que representó el beneficio de
las vacunas Covid para las grandes farmacéuticas como Pfizer.
En
fin, toda esto de la convergencia pretende hacernos olvidar que países pobres,
como el nuestro, colonizados durante 300 años, víctimas de la política
mercantilista de España, llegamos tarde al capitalismo: alrededor de tres
siglos después que los países hoy industrializados y “avanzados”, cuando ya el
mundo estaba repartido. Desde entonces quedamos a la zaga, sometidos y
saqueados.
Y cuando los medios de sometimiento ya citados fallan; cuando los países pobres no aceptan entregar sus mercados o sus materias primas; cuando reclaman la soberanía sobre sus recursos naturales, entonces vienen las sanciones económicas de muy diversa índole; y si todavía ese recurso no funciona y no logra doblegar a los insumisos, ahí están, prestas, las cañoneras, para obligarles a abrirse y entregar su patrimonio nacional a los imperialistas. La guerra es la “estrategia competitiva” de última instancia empleada por las naciones poderosas, como las del G7, para imponerse económicamente.
En una palabra, los partidarios de
la “teoría” de la convergencia pretenden taimadamente ocultar la existencia y
el dominio férreo del imperialismo en el mundo; una estructura
económico-política con la que los países “industrializados” imperialistas
succionan riqueza de los países “en desarrollo”. Realmente serán sueños de opio
si estos últimos piensan que siguiendo los dictados del FMI, Banco Mundial,
Club de Roma, G7, etc., podrán prosperar e igualarse con éstos. Recordemos que,
si los países ricos lo son, es gracias a que los pobres son pobres: una cosa
presupone, implica, necesariamente a la otra. El saqueo ha dejado en la
indigencia a las naciones de África y América Latina y, para colmo, el
escarnio: nos ofrecen que sigamos dejándonos saquear para… prosperar.
Verdaderamente kafkiano.
Nos recuerda todo esto aquella
fábula del burro y la zanahoria. Como el burro, cansado ya de malos tratos y
del agotador trabajo, no quería jalar más el carro, el astuto amo puso delante
de las narices del jumento una zanahoria colgada en el extremo de un palo y,
sentado en el carro, movía la zanahoria frente al borrico; y tan tentadora
lucía ésta, que el animal no sólo caminó: corrió tras ella, obviamente, sin
poder alcanzarla nunca, pero, eso sí, tirando del carro con gran fuerza y
velocidad.
*Catedrático
e investigador de la Universidad Autónoma de Chapingo.
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