Ayer
domingo fui a visitar a mi hermano Gustavo, hacía rato que no iba para el
pueblo. En estos casos, todos lo sabemos, hay muchos asuntos de los qué charlar.
Ni tardos ni perezosos empezamos a repasar nuestro repertorio pendiente.
Incluso, desatendió el asunto de la limpieza de su taller para charlar más a su
placer. Me contó de sus males, de lo caro que están las rentas, de los muertos
y desaparecidos, de los malos gobernantes y también de los buenos.
Pasaba ya el mediodía. No sé si
porque la temporada de calores ya ha empezado o porque el techo de su local es
bajo, el calor nos atosigaba. Prendió el ventilador y después me ofreció un
vaso de agua. Así seguimos nuestra larga conversación; aprovechamos que nadie
más nos oía y hablamos mal de quien teníamos que hacerlo, nos lamentamos del
sufrimiento de quien merecía nuestra compasión y nos alegramos de la mala
fortuna de quienes gozan de nuestra antipatía.
En algún momento se nos acabó el
repertorio. Guardamos silencio, ya sin ánimos de interrumpirnos ni de querer
hablar antes que el otro. Yo me concentraba en el calor que me hacía jadear.
Saqué el pañuelo y me enjugué la frente. De improviso, él dejó la escoba con
que repasaba el piso de cemento pulido y a boca de jarro me soltó esta
preocupación: “Oye hermano, ¿y qué vamos a hacer ahora sin las Mañaneras?”.
Me sorprendió, la verdad es que me
sorprendió. Con parsimonia guardé de nuevo el pañuelo en el bolsillo trasero
del pantalón, como para darme tiempo de pensar alguna respuesta, pero no dije
nada. Él se me adelantó, advirtiendo mi desconcierto, y agregó: “es que fíjate,
ya son casi seis años, y pues claro, uno se acostumbra a sus rutinas. Bien
sabes que llego muy temprano al trabajo. A esas horas, que todavía está oscuro,
pues me pongo las rancheras de la radio. Bajitas, para no despertar a mis
vecinos, pero cuando ya amaneció, pues ni modo: prendo la tele y para que el
ruido de las máquinas no me estorbe, pues le subo. Y ya te imaginarás: lo
huacalón que soy; todas las ocurrencias que tiene se las celebro y hasta le
aplaudo. Les grito a esos periodistas chayoteros, como si me estuvieran oyendo:
‘como dijo mi abuela, ¿quieren más o me lo tapo?’. ¡A qué cosas hermano, la
verdad es que sí me divierte! Y como yo lo conozco bien y sé lo colmilludo que
es, pues más me rio porque digo, esos nangos ni entienden todo; la verdad es
que yo solo me armo mi borlote. ¿A poco no son buenas? ¿No me digas que no las
ves?”.
“Sí, sí son buenas. Sí las veo,
pero sólo un rato porque me tengo que ir al trabajo”.
“Bueno, te diré que no es que las
vea a solas del todo, porque al rato llega mi ayudante y aquí está embobado
conmigo, viéndolas. Claro que a él le explico las malicias con que se los
chinga. Desde los periodistas, pasando por los empresarios rateros, los políticos
de la oposición y hasta que ya se repasó a todos y no tiene a quién más
fastidiar, se chinga a los políticos gringos: eso es de lo que más me gusta. Y
es que me digo, ‘a los de aquí, ya los tiene a todos en la lona, se aburre, y
tiene que buscarse otros esparrin para no perder la condición’. Jódanse
cabrones”.
“No, ¡qué curada!, la verdad. Luego
mi chalán intenta callarme, me dice: ‘esas personas que acaban de pasar miraban
para acá con ojos de pistola, por la escandalera que hace usted’. Ni te fijes:
si son de la oposición que vayan e importunen a sus sacrosanta progenitora y si
son de nuestro partido, pues que vengan para que les explique, porque de seguro
que no entienden todo, están en babia”.
Se calmó un poco. Tomó la escoba de
nuevo y continuó arreando la basura de sus máquinas. Suspiró un poco y
continuó: “es que la verdad, sí me tiene preocupado. Porque piensa hermano,
esto nunca se había visto en la vida y yo pienso que a muchas generaciones no
les tocará ver lo que ahora estamos viendo. Tú sabes de sobra cómo nos trataba
el gobierno antes. Cuando nosotros éramos la oposición, ¿cómo nos trataba?, ¿cómo
nos hacía escondernos?, ¿a cuántos de los nuestros no mató? ¿Te acuerdas cuando
nuestro hermano Guillermo nos dijo que se quería ir a la guerrilla? Y ahora
estar nosotros en el pandero, y ver que los jodidos son los que mandamos. ¡Uy
no, hermano, esto es pura chulada! ¡Qué alegría me da ver a los ricachones
caminar con los pies hinchados de tanto tiempo estar de pie, por las
manifestaciones que hacen. Me digo, ‘¡anden cabrones, para que aprendan!’ A
ver, dime, ¿cuándo en su vida habían ido a una manifestación? ¡Ni de acarreados
de la CTM, el primero de mayo! ¡Por fin van a conocer el metro, que en su vida
jamás habían bajado a los túneles del Zócalo!”.
No pasaba nada por mi mente. El
silencio se me hizo muy pesado y dije lo primero que me salió: “Tienes razón Gus,
tienes razón. ¿Y tú, qué piensas hacer?”.
Volvió la mirada y me preguntó
indignado: “¿Cómo que qué voy a hacer? ¡Bueno, hermano, tú también estás en
babia!, o ¿qué te pasa? ¡Tú eres el leido y escribeido, como se dice! ¡Eso es
lo que yo te preguntaba!”.
“No te preocupes –contesté más
confuso aún–, de seguro que la Sheinbaum también hará mañaneras”.
“¿Y si no, hermano, y si no? ¡Qué
mala pata, hermano, no creas que no me preocupa!: ¡Es una cosa muy jodida de
que esta alegría, que esta justicia, nada más dure seis años, carajo!”.
Me puse de pie, le extendí la mano
y me dispuse a salir. Me dijo: “¿Ya te vas? Contigo siempre me da la sensación
de que nunca terminas las pláticas, que siempre te vas a mitad de la cosa.
Entonces, ¿Para qué son ustedes, los dizque intelectuales, sino para responder
a las dudas del pueblo? ¡Algo tendremos que hacer sin la Mañanera, y eso les
toca a ustedes resolver; sirvan de algo, chingado!”.
“Tienes razón, Gus, tienes razón”. Y me puse los lentos oscuros al tomar la acera, no fuera a notar que también a mí se me hacía agua en los ojos.
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