Pedro Vargas Avalos
Ningún
mexicano debe querer que nuestra patria sea débil. Todos aspiramos a que su
soberanía sea inmaculada y en cada renglón básico, posea autonomía cabal.
La inmensa mayoría de habitantes
del país está de acuerdo en que, los gobiernos de las recientes décadas fueron
entreguistas, corruptos y de corte oligárquico. Por ello en los comicios
federales del año 2018, los ciudadanos se volcaron en las urnas y llevaron al
poder, de la manera más democrática posible, al actual presidente de la
república, por lo que su legitimidad nadie puede ponerla en duda.
Los esfuerzos del mandatario,
sustentados en la divisa de “Por el bien de todos, primero los pobres”, que
implica se abatan los privilegios, es innegable que han logrado enormes avances
en muchos aspectos, sobresaliendo por congruencia con su lema, el combate a la
pobreza, flagelo que se redujo del 49,9% de la población en 2018 al 43,5% en
2022, según el informe del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de
Desarrollo Social (CONEVAL) publicado en agosto del año pasado, llegando casi
al seis por ciento la disminución. Para 2024, se considera que habrá incremento
de esa mejoría histórica. Bastantes obras de enorme magnitud se suman a ese
logro, no obstante, la pandemia que azotó a la humanidad entera, y la tozudez
de los adversarios del primer magistrado federal.
Para que la marcha nacional continúe su itinerario hacia un nivel de bienestar, es indispensable que se continúen llevando a cabo reformas. El aparato de derecho heredado de los regímenes neoliberales (especialmente desde Miguel de la Madrid hasta Enrique Peña Nieto) está forjado para beneficiar a los poderosos, entre los que destacan muchos políticos enriquecidos turbiamente, además de grupos de empresarios, nacionales o de índole extranjera, mal acostumbrados a que sus pretensiones se obedezcan. Por ello es indispensable se lleven a cabo reformas que generen un principio de derecho significado por la justicia, no por el legalismo que impera hoy por hoy, donde se aplica el principio de que “según el sapo es la pedrada”, complementado por el adagio de que “quien no transa, no avanza”.
Parte primordial de lo anterior, es
la integración de la estructura judicial de la nación entera, o sea, de
Estados, Federación e incluso del municipio. Este porque en cuestión de da a
cada cual lo que le corresponde proporcionalmente, prácticamente está excluido,
y aquellos dos, porque su configuración jurisdiccional, de plano no la
imparten, sino que otorgan un ridículo remedo de ella; por lo tanto, en todo
tema justicial, como dice el refrán, “el que tiene más saliva come más pinole”,
lo cual es indignante.
Como hasta la fecha, para llegar a
los cargos públicos el único camino viable son los partidos políticos, resulta
necesario que estos organismos -de interés ciudadano, y por ende público- se
reformen. Están manejados por cúpulas que muy poco tienen que ver con la
democracia; sus sistemas internos son simulados y por ello muy manipulables;
además, la manera de como obtienen sus recursos, son contrarios al interés
popular, se manejan desordenadamente y con sentido patrimonialista. En pocas
palabras, la sociedad no confía en ellos, porque etapa tras etapa es
defraudada; de allí que se diga, “No era la burra arisca, pero la hicieron”.
Un común denominador de lo
antedicho es que ya sea en órganos judiciales -incluyendo por extensión a los
fiscales y su red- como unidades del ámbito oficial (directas, descentralizadas
o desconcentradas) y de los institutos partidistas -partidos políticos-, a sus
costillas medran los que se desempeñan con canonjías y que constituyen lo que
se identifica como “burocracia dorada”. Son estos especímenes,
(disfrazados de servidores públicos) los que salen gananciosos un día sí y otro
también; para ellos poco importa que la gente sea pobre, los empleos difíciles
o la ley prohibitiva; su impúdico poder adquisitivo y los lazos que los
salvaguardan -vía amparos y complacencias de altos funcionarios- les hace gozar
de un estatus blindado, que, en todo caso, les permite: “vivir como quien ve
llover y no se moja”.
Al respecto, no acabamos de
comprender la obcecación de ministros de la Corte, funcionarios de organismos
autónomos o dizque ciudadanizados, y en fin todo aquel que reciba ingresos del
erario gubernamental, quienes, contra viento y marea, se niegan a cumplir con
la Constitución, la cual precisa en su artículo 127 -desde hace lustros- que
ningún servidor público podrá devengar más salario que el presidente de la
república. Esta tropelía, es gota que colma el vaso de las críticas que
condenan a la susodicha casta dorada, la cual lisa y llanamente, denigra al
pueblo y al Estado Mexicano.
La meta es pues, acabar con la
pobreza y desterrar las prebendas; lograr que, para todo poblador de la
república, realmente haya justicia expedita y gratuita; que los ciudadanos
cumplamos con cualesquiera obligaciones fácilmente, y que la democracia rija a
plenitud en nuestras actividades, a fin de que el imperio de derecho que nos
resguarde sea más bien un estado donde no haya desigualdades y la ley
signifique no una hueca norma sino una disposición que entrañe justicia.
Por lo anterior, es que insistamos
en que resulta imprescindible reformar normas, instituciones y conductas. En
consecuencia, estemos atentos a las iniciativas que, en el marco del
aniversario de la Constitución de 1917, el primer mandatario de la nación
anunció. Sin pérdida de tiempo y sin cortapisas, estudiémoslas y en lo
conducente, hagamos propuestas para mejorarlas, las apoyemos en lo que resulte
evidente su implantación, y en fin, que estemos atentos para que exijamos a los
legisladores, ya de las legislaturas salientes o de las que están por llegar,
para que antepongan sus fobias, privilegien la conveniencia social y se sumen,
con el patente objetivo de fortalecer a México y con ello, beneficiar a los
mexicanos.
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