Abel Pérez Zamorano*
En
estos tiempos, el concepto político de “izquierda” se ha desdibujado a tal
grado que se acepta bajo esa denominación cualquier discurso de protesta,
aunque sea de lo más light. Basta solo con autodenominarse para ser (idealismo
semántico), de izquierda. En realidad, es una trampa conceptual
premeditadamente calculada para confundir la conciencia de los proletarios, tan
necesitados de un partido propio no sesgado por otros intereses.
Las llamadas izquierdas, cuando por
su política aquiescente hacia el capital, irremediablemente fracasan, allanan
el camino a la ultraderecha, como la de Javier Milei, que nada más llegando
prohibió las manifestaciones de protesta, para regocijo de los conservadores y
grandes empresarios. Es la ultraderecha el clavo ardiente al que se aferran los
desamparados ante el fracaso de experimentos políticos de medias tintas, como
los que han padecido varios países de Latinoamérica, salvo las honrosas
excepciones. Pero ¿qué es ser de izquierda?
Debe analizarse con cuidado el concepto de
“izquierda” y su contenido histórico. Desde su concepción inicial cuando, al
estallar la Gran Revolución Francesa y convocar Luis XVI la Asamblea Nacional
en 1789, la gran pregunta que se planteó a los ahí presentes fue cuánto poder
debía tener el rey. Los representantes del clero –Primer Estado–, y la
aristocracia terrateniente –Segundo Estado–, que defendían el feudalismo y la
monarquía, se sentaron a la derecha del rey en la sala (por costumbre, lugar
ceremonial de los personajes de honor). En oposición, al lado izquierdo se
sentaron los representantes del Tercer Estado, el pueblo llano, que, en diversa
medida y forma, cuestionaban el poder real. Aquel evento fortuito fue el origen
de los conceptos de “izquierda y derecha” en política. Pero no hay nada
absoluto, sin contradicciones internas. No hay izquierdas o derechas puras.
Ambos conceptos están penetrados de su contrario.
En la llamada “izquierda”, el
heterogéneo conjunto del Tercer Estado contenía una revoltura de clases
sociales e ideas políticas, algunas incluso antagónicas entre sí: el
proletariado, los campesinos, sometidos a servidumbre feudal; el artesanado,
comerciantes, intelectuales, personas ocupadas en profesiones libres; y también
la burguesía en sus diferentes y contradictorios estratos. Este conglomerado
impulsó la revolución, y triunfó. Pero sus contradicciones internas afloraron
poco después con fuerza, y cobrarían la factura. De ahí surgió, a iniciativa de
la burguesía, la antiobrera “Ley Le Chapelier”.
“En junio de 1791 la Ley de Chapelier
confirmó la desaparición de los gremios del sistema corporativista; el artículo
2º prohibía la asociación profesional, en tanto que el artículo 4º prohibía las
coaliciones de trabajadores para buscar aumento de salarios […] fue la
declaración de guerra que lanzó el Estado individualista y liberal burgués a
los trabajadores. Y agregamos ahora que sirvió para que los obreros tomaran
desde entonces conciencia de que su redención tendría que ser obra de ellos
mismos” (Biblioteca Jurídica Virtual, Boletín Mexicano de Derecho Comparado).
La burguesía ajustaba cuentas con su anterior aliado de aquella “izquierda”
revolucionaria a la que ambos pertenecieran; la contradicción interna afloraba
irremisiblemente.
Después, en las luchas de los
trabajadores de Europa en 1848 y en la Comuna de París, vemos nuevamente un
conglomerado de ideologías y clases en la vaga izquierda. De un lado la joven
corriente encabezada por Marx, orientando a la clase proletaria, coincidía en
el tiempo con anarquistas como Proudhon y Bakunin, cuya política era claramente
disolvente: un peligro para la unión verdadera del proletariado. Estaban
también las fuerzas arropadas bajo la denominación genérica y difusa de
“socialistas”, como la de Ferdinand Lassalle y su Asociación General de Trabajadores.
Lassalle terminó colaborando con Bismarck en su política proimperial. Pero
pertenecía al amplio y variopinto campo de la “izquierda”.
A la muerte de Engels, en 1895,
aparecen “revisando” el marxismo personajes como Eduard Bernstein, quien promovió
la política hoy llamada socialdemócrata, cuestionando los aspectos
fundamentales de la teoría de Marx, mellando su filo, pues le parecía demasiado
“radical”. Expulsado a Inglaterra en 1888, ahí recibió Bernstein la influencia
de otra izquierda: la Sociedad Fabiana, movimiento autodenominado socialista,
adalid de la “moderación” política y la conciliación de clases, y origen del
actual partido laborista inglés, otro caso de izquierdismo de derecha. En su
obra Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, 1899,
Bernstein pretendió conciliar el pensamiento y los intereses del capitalismo
con la teoría de Marx: una obra de eclecticismo ideológico y político donde ya
no cabían la teoría del valor ni el fin inminente del capitalismo y, menos aún,
como obra del proletariado triunfante. A partir de 1914 se sumó a esas ideas un
viejo marxista: Karl Kautsky. Era aquel el batiburrillo político que conformaba
el “espectro” de la izquierda de principios del siglo XX.
Ya en aquellos tiempos Lenin luchaba al frente
de los obreros y de su partido, el partido bolchevique, pero antes (hasta
1903), militaba dentro del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSDR),
donde también participaban personajes claramente refractarios a la lucha
independiente de los proletarios. Entre ellos estaba Martinov, y ya antes
habían aparecido en ese amplio espectro los así llamados “marxistas legales”,
con P. Struve y M. Tugan-Baranovski a la cabeza. También formaron parte de
aquella “izquierda rusa” los llamados eseristas, un partido campesinista;
particularmente los eseristas de izquierda.
A los eseristas perteneció Aleksandr Kerenski, quien más tarde encabezó,
caído ya el zarismo, el gobierno “democrático” capitalista, y pretendió
infructuosamente impedir el triunfo de los obreros dirigidos por Lenin.
Y
así, hasta hoy, a toda esa revoltura de “oposición” se la llama “izquierda”,
confusión de conceptos a la que contribuye diligentemente la prensa
capitalista, para ofuscar la conciencia del proletariado y disfrazar a todos
los caballos de troya políticos, que forman verdadera recua. Y hoy, en un
obsceno manejo del término, resulta que el actual gobierno de México es “de
izquierda”, a pesar de ser aliado del gobierno norteamericano, empobrecer a
millones y defender enérgicamente a los grandes capitalistas (por ejemplo, no
aumentándoles impuestos), y también la acumulación (Carlos Slim, personaje
destacado del actual régimen, cruzó ya el umbral de los cien mil millones de
dólares). Hoy, por magia del chamanismo de la 4T, fueron transformados en
izquierdistas personajes como: Manuel Bartlett, Alfonso Romo, Tatiana
Clouthier, Miguel Torruco y, aunque con pleitos de familia, Ricardo Salinas
Pliego. Esa es la “izquierda” gobernante, claro, sacralizada y maquillada con
un discurso “antineoliberal”, y con la presencia de integrantes de la vieja
izquierda, tan radicales que hoy son felices haciendo alcahueta compañía a los
potentados a quienes sirven de espoliques.
Así pues, no es muy honroso ser de
esa izquierda, concepto convertido en palabra máscara, que no expresa sino
oculta su significado. Es sabido que muchas veces la esencia de las cosas se
manifiesta en forma invertida en el fenómeno: es decir, suele verse en la
apariencia lo contrario de lo que realmente es. Así, el de la 4T es realmente
un gobierno de derecha mimetizado bajo el concepto tan laxo (intencionadamente
laxo) de “izquierda”, verdadero costal de pepenador donde cabe de todo.
Por eso, todo partidario sincero de
una sociedad mejor, más que diluirse en esa cosa tan ambigua, debe adoptar la
posición de la clase proletaria, firme y definida, en lucha por una sociedad
sin clases sociales, que habrá de alcanzarse después de pasar por una fase
transitoria donde el proletariado y sus aliados gobiernen y distribuyan efectivamente
la riqueza, guiado por su propio partido, sin mezcolanzas que le deformen y
desvíen. Obviamente, sin que ello signifique su aislamiento, pues una obra de
gran calado, como lo es un cambio estructural, necesitará siempre clases
aliadas; mas ello no debe en forma alguna conducir a la dispersión de la clase
proletaria entre las demás, a su pérdida de identidad e independencia
ideológica y política, a desdibujarse e ir a remolque de otros sectores y de
sus intereses, como ha ocurrido con demasiada frecuencia.
*Catedrático
e investigador de la Universidad Autónoma de Chapingov.
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