Víctor
Hugo Prado
En México existe un tipo de actividad económica que se da de manera informal, en forma de puestos en la calle, vendedores ambulantes, limpiaparabrisas, trabajadores domésticos y agrícolas, empleados de empresas establecidas, pero sin acceso a seguro social y prestaciones laborales, generando oportunidades marginales para sobrellevar pesadas cargas económicas asociadas con el pago de alimentos propios y familiares, casa, transporte, salud, entre otros. En México, poco más de 32 millones de personas se encuentran en condiciones de informalidad laboral, lo que representa el 55 % de la población ocupada en el país. Más de la mitad de los trabajadores están careciendo del ejercicio pleno de sus derechos laborales y, por ende, enfrentado más vulnerabilidad que sus pares formales.
Ana Bertha Gutiérrez, Coordinadora de Comercio Exterior y Mercado Laboral, y Nataly Hernández, investigadora del Instituto Mexicano para la Competitividad A.C. (IMCO), señalan que “esta vulnerabilidad tiene repercusiones serias sobre el bienestar de quienes la viven. En primer lugar, al emplearse de manera informal, frecuentemente carecen de una fuente de ingresos estable y suficiente, no logran acceso a una liquidación ni a un contrato, sus empleadores incurren en menos costos al despedirlos y tienen mayor facilidad para hacerlo, por lo que sus ingresos tienen menos garantías. Por ejemplo, por cada $100 pesos que un trabajador formal gana por sus labores, uno informal percibe sólo $55.
La
imposibilidad de tener acceso a una cuenta de ahorro para el retiro,
a servicios médicos, a apoyo para el cuidado de menores o a días de
vacaciones garantizados, es algo que muchos de los trabajadores
informales sufren en sus condiciones laborales. Por ello, el impacto
de estas carencias sobre el bienestar social y material de las
personas es innegable. Ni tampoco las personas en estas
circunstancias pueden procurar el desarrollo profesional, se reducen
las oportunidades para mejorar habilidades y lograr ser más
productivas, mejorar su posición y, por ende, sus ingresos.
Este
problema estructural de la economía nacional, no podrá resolverse
en corto plazo, pero menos se resolverá, si, por un lado, no somos
capaces de llevar a los jóvenes entre 15 y 21 años a las aulas de
las escuelas de nivel medio superior, de técnicos profesionales, o a
la oferta educativa de licenciatura, que les permita tener las
herramientas profesionales que demandan los mercados laborales cada
vez más complejos y competitivos; y por el otro, generar los
empleos que se logran con inversión nacional y extranjera en
sociedades que tienen estabilidad política, económica y jurídica.
La informalidad es una enfermedad silenciosa que hay que combatir y
que afecta a millones de personas. El reto no es sencillo, pero habrá
que tener un punto de partida.
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