Carlos
Enrique Návez Luis
No es del desconocimiento de la
población, háblese a nivel nacional e internacional, que México es
de los países más desiguales del mundo, sobre todo si se considera
la capacidad de riqueza que se produce de manera interna. Según el
Índice de Competitividad Internacional 2022, de las 43 economías
más importantes del mundo, México se ubica en la posición número
7º según su nivel de desigualdad, solo por detrás de Sudáfrica,
Colombia, Panamá, Costa Rica, Brasil y Guatemala.
La
desigualdad económica, entendida como el reparto inequitativo de la
riqueza producida en una sociedad o país, es la causa fundamental de
los problemas sociales que asolan a la mayoría de los países
pobres, incluso en aquellos denominados “países en desarrollo”,
como es el caso de México. La pobreza, la insalubridad, el
analfabetismo y deserción escolar, el déficit habitacional, la
informalidad laboral, etc., son algunos de los efectos que surgen en
las sociedades desiguales económicamente. En días recientes se han
disparado las alarmas de un efecto más: el de la inseguridad y el
narcotráfico. Medios nacionales e internacionales dan noticia de
escenas preocupantes como el caso de los jóvenes desaparecidos en
Lagos de Moreno, Jalisco, el pasado agosto, y más recientemente el
caso de los jóvenes del municipio de Villanueva, Zacatecas. Aunque
es cierto que el narcotráfico ha tenido una actividad creciente
desde hace ya varias décadas, teniendo como principal víctima de
sus actividades a los jóvenes, es claro que es una situación
preocupante ante las nulas acciones de los distintos niveles de
gobierno para solucionar este problema.
La precariedad laboral,
el deterioro social, las dificultades económicas y la falta de
recursos provocan que el narcotráfico se convierta en un proyecto de
vida de miles de jóvenes, así como un “opción” de ascenso
social, lo cual es una ilusión. Las muertes por homicidio en los
jóvenes entre 15 a 24 años ascendió a 6 mil 390 en 2022, y a 9 mil
227 de 25 a 34 años, según INEGI; asimismo, los homicidios se han
convertido en la principal causa de muerte en personas de 15 a 44
años, estando por encima de causas como accidentes, enfermedades y
suicidios. Incluso en 2021, en plena pandemia, murieron más jóvenes
asesinados de 15 a 34 años que por covid-19 (INEGI, 2022).
La
falta de condiciones económicas, educativas, culturales y sociales
empujan a miles de jóvenes a las manos del crimen. Se han convertido
en carne de cañón al ser presas fáciles para la delincuencia
organizada, utilizados para cometer delitos y ser desechados en
enfrentamientos o en las cárceles, atraídos por altos sueldos que
les permiten acceso a diversas condiciones materiales. No debe ser
sorpresa que la narco-cultura haya permeado hasta las generaciones
más jóvenes, incitándolas a adoptar modas y conductas que los
lleven a la delincuencia e ilegalidad.
Ante este panorama
desolador, el Presidente de la República, durante todo su sexenio,
se ha encargado de mantener el discurso de que la situación del país
ha mejorado con respecto a los sexenios pasados; cada “Mañanera”
monta un monólogo de sus hazañas: el combate a la corrupción, el
“fin del neoliberalismo”, una economía galopante, el cero
nepotismo, un sistema de salud de “primer mundo”, la austeridad
república y la pobreza franciscana, etc., y claramente, el tema de
la inseguridad no podía quedarse fuera. Sin embargo, entre el
discurso alusivo a su persona, y la realidad de los 129 millones de
mexicanos, hay un abismo de distancia. Basta con mirar los
encabezados de los diferentes medios de información, que día tras
día, semana tras semana, muestran la desgarradora realidad que
padecen los niños y jóvenes de México.
La realidad es clara,
el gobierno ha fallado en su estrategia de seguridad; ha sido
rebasado y no parece ver una estrategia clara para resolver el
problema de la inseguridad. Para atender este problema se deben crear
políticas que atiendan las causas estructurales, las causas que
originan la desigualdad económica y social que orillan a los jóvenes
a transitar hacia el crimen y la delincuencia; dejar de crear
políticas improvisadas o programas de gobierno clientelares con
fines partidistas, que hasta la fecha no muestran resultados
tangibles en la disminución de la violencia. Se requieren soluciones
integrales que permitan un desenvolvimiento real de los niños y
jóvenes donde se materialicen sus potencialidades; una atención
real a la educación y las condiciones básicas para que no tengan la
necesidad de abandonar los estudios académicos. Mientras no se
contemple nada de esto, la tragedia que invade a la niñez y a la
juventud seguirán siendo problemas pendientes y sensibles para
nuestro país.
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