Abel
Pérez Zamorano
El mundo entero contempla hoy los horrores
de la despiadada masacre en palestina a manos del gobierno de Israel.
Se ha arrojado un equivalente a la cuarta parte de una bomba nuclear
sobre la franja de Gaza, dejando como saldo, al momento de escribir
estas líneas, 4,385 palestinos muertos y 13 mil heridos (el 70% son
mujeres, niños y ancianos) (RT). Los bombardeos israelíes han
destruido al menos 2,650 viviendas y causado graves daños a unas
70,000 unidades residenciales. Han quedado en escombros 71 escuelas,
145 instalaciones industriales, 61 sedes de medios de comunicación y
18 mezquitas. En un solo bombardeo a un hospital resultaron muertos
500 palestinos. Israel ha bloqueado el servicio de agua y energía
eléctrica a la franja de Gaza, y la ayuda internacional no puede
llegar. La ONU misma, manto protector de los imperialistas, reconoce
que ‘impedir la entrada de alimentos y suministros médicos a Gaza
constituye una violación del derecho internacional humanitario’.
Esto y mucho más está sufriendo el pueblo palestino a manos del
gobierno criminal de Israel.
Para hacernos una idea más
completa del origen del conflicto, es necesario acudir a su historia.
Así podremos ver los intereses ocultos tras la política genocida
del gobierno de Israel, y del cínico e incondicional respaldo que
recibe del imperialismo encabezado por Estados Unidos. Yendo a los
orígenes, el dominio del imperio Otomano, turco, sobre la región
árabe de Palestina duró desde 1516 hasta 1918, al concluir la
Primera Guerra Mundial, cuando Francia e Inglaterra, en negociaciones
secretas, se dividieron los territorios del cercano Oriente, en el
Acuerdo Sykes-Picot (así llamado por el nombre de sus autores),
signado en mayo de 1916; el 23 de noviembre de 1917 sería revelado
por los revolucionarios rusos recién llegados al poder, y publicado
en Izvestia y Pravda, como denuncia de los arreglos imperialistas
para apropiarse de los territorios árabes. Así pues, las potencias
trazaron las fronteras que definirían la nueva geografía política
de la región.
Terminada la guerra mundial, Inglaterra asumió
el compromiso de apoyar la creación de un Estado judío en tierras
de Palestina. Los líderes empresariales mundiales judíos promovían
su creación. Theodore Herzl fue el fundador de la Organización
Sionista Mundial, cuyo primer congreso se realizó en 1897. De hecho,
ya la inmigración judía a Palestina había iniciado, aunque en
pequeña escala. “La primera Aliyá –primer contingente– llegó
entre 1882 y 1903, doblando el tamaño de la comunidad yishuv, que
pasó de veinticuatro mil miembros a cincuenta mil […] en torno al
año 1914 se estima que la población total de judíos presentes en
Palestina había alcanzado ya la cifra de ochenta y cinco mil”
(Eugene Rogan, Los árabes: del imperio otomano a la actualidad,
308). Esta ola migratoria contó con la ayuda financiera de la
poderosa banca Rothschild. Concluida la guerra, el liderazgo
sionista, con Chaim Weizmann a la cabeza, se estableció en Londres,
y obtuvo del gobierno británico de David Lloyd George, una
declaración del ministro de Exteriores, Arthur Balfour, la famosa
Declaración Balfour, fechada el 2 de noviembre de 1917, en los
siguientes términos:
‘El gobierno de Su Majestad ve con
buenos ojos el establecimiento en Palestina de una patria para el
pueblo judío, y dedicará sus mejores afanes a facilitar la
consecución de ese objetivo, en el bien entendido de que no deberá
hacerse nada que pudiera perjudicar derechos civiles y religiosos de
las comunidades no judías que ya existen en Palestina, ni los
derechos ni la posición política de que hoy disfrutan los judíos
que residen en cualquier otro país” (Rogan, p. 243). Eso
prometía.
En marzo de 1919, el presidente norteamericano
Woodrow Wilson envió una comisión integrada por Henry Ch. King y
Charles R. Crane (empresario de Chicago), la llamada Comisión
King-Crane, que determinó: “… las nueve décimas partes de la
población no judía de Palestina se mostraban ‘decididamente en
contra de todo plan de acción sionista…” (Rogan, 254-55). Y es
que la población era abrumadoramente musulmana (85%), 9% de
cristianos, y solo 3% de judíos. La comisión añadía: “… en
esa región, ‘de las doscientas sesenta peticiones recibidas,
doscientas veintidós (es decir, el 85.3 por 100) se declaran
contrarias al programa sionista” (Rogan, 308).
Entre 1919 y
1921 arribaron otros 18 mil 500 migrantes. Como consecuencia: “En
1920 estallarían graves disturbios […] se saldarían con noventa y
cinco judíos y sesenta y cuatro árabes muertos. Entre 1922 y 1929
llegarían unos setenta mil sionistas. En ese mismo período, el
Fondo Nacional Judío compró cerca de mil kilómetros cuadrados de
tierras en el valle de Jezreel […] en 1929 estallaron con gran
fuerza distintos brotes violentos […] llevándose la vida de ciento
treinta y tres judíos y ciento dieciséis árabes” (Rogan, 309). Y
el respaldo imperialista a los invasores se mantenía inamovible. En
carta del 13 de febrero de 1931, el primer ministro, Ramsay MacDonald
reitera: “… el Gobierno británico ‘no prescribe [ni] contempla
en modo alguno la detención o la prohibición de la emigración
judía’ a Palestina, del mismo modo que tampoco se propone evitar
que los judíos sigan adquiriendo tierras en Palestina” (Rogan,
310).
Al llegar los nazis al poder se aceleró la ola migratoria
judía: “En 1932 llegaron 10 mil; en 1933, 30 mil; en 1934, 42 mil;
en 1935, 62 mil judíos. Entre 1922 y 1935, la población judía de
Palestina se había incrementado hasta el punto de pasar de
constituir el 9 por 100 del total demográfico a integrar el 27 por
100” (Rogan, 313). Y vendría la resistencia: en 1935 ocurre la
primera rebelión armada contra británicos y sionistas, liderada por
Izzedin al-Qasssam. Estalló luego una huelga de palestinos, y para
enfrentarla: “Gran Bretaña inundó de tropas el país –trayéndose
veinte mil nuevos efectivos…” (Rogan, 318).
Y los
gobernantes árabes de la región abandonaban a los palestinos a su
suerte: “El 9 de octubre de 1936, los reyes de Arabia Saudí e Irak
se unieron a los gobernantes de Transjordania y Yemen en la
publicación de una declaración conjunta en la que lanzaban un
llamamiento ‘a [sus] hijos, los árabes de Palestina’, y les
instaban a ‘decidirse por las vías pacíficas a fin de evitar
nuevos derramamientos de sangre’. ‘Y al hacer esta petición´,
proclamaban de modo altamente inverosímil los monarcas, ´confiamos
en las buenas intenciones de Gran Bretaña, una nación amiga que se
ha declarado dispuesta a hacer justicia” (Rogan, 318).
En 1937
la comisión del gobierno británico dirigida por Lord William Robert
Peel investigó la situación y presentó la histórica Propuesta
Peel de partición de Palestina: “Los judíos obtendrían el
control de un Estado propio en el 20 por 100 del territorio de
Palestina, en el que se incluía la mayor parte del litoral y algunas
de las regiones agrícolas más fértiles […] A los árabes se les
asignaban las tierras más improductivas, entre las que figuraban el
desierto del Néguev y […] la Franja de Gaza” (Rogan, 319). Un
atentado contra los palestinos: “… los principales pueblos y
ciudades árabes quedaban incluidos en el territorio del Estado judío
propuesto; para suprimir estas anomalías, la Comisión Peel ofrecía
la posibilidad de realizar ‘traslados de población´ destinados a
despejar de población árabe los territorios que se habían asignado
al Estado judío, práctica que en años posteriores terminaría
conociéndose como ‘limpieza étnica’” (Rogan, 319). En
palabras de un exultante Ben Gurión, ahora sí tendrían un Estado
judío demográficamente homogéneo, es decir, sin árabes.
La
propuesta no consideraba la creación de un Estado independiente para
los palestinos, la mayoría de la población. Se los dejaba sometidos
al Estado judío; obviamente, no aceptaron, e inició la revuelta
árabe de 1937-1939, y para sofocarla, Inglaterra envió 25 mil
soldados, “… el mayor despliegue de fuerzas británicas desde el
fin de la Primera Guerra Mundial. […] Tanto los combatientes como
los civiles inocentes fueron internados en campos de concentración
–en 1939 eran ya más de nueve mil los palestinos hacinados en esas
atestadas instalaciones– […] Los árabes palestinos sufrieron una
completa derrota […] Habían muerto unos cinco mil hombres…”
(Rogan, 321).
En su destacada obra Por el bien del imperio, el
historiador Josep Fontana expresa al respecto: “El terrorismo
judío, protagonizado sobre todo por Irgun Zvai Leumi (Organización
Militar Nacional) y por el Lehi, conocido también como Stern Gang,
preparaba la limpieza étnica de la tierra que los judíos aspiraban
a controlar. Poco antes de la destrucción de Jenin, dos bombas
judías explotaron en un mercado árabe del centro de Haifa y mataron
a 74 árabes […] Desde 1939 el terrorismo judío cobró nueva
intensidad, con tiroteos contra civiles árabes…” (Fontana,
182-83).
A Inglaterra, que había incubado originalmente el
movimiento sionista, se le escapaba de las manos el conflicto. No era
ya la gran potencia de antaño, y procedió a compartir la carga con
Estados Unidos, enviando el problema para su solución a la
Organización de las Naciones Unidas, creada apenas dos años antes.
Y así, “En 1947, ante la intransigencia de los judíos, que
boicotearon el plan inicial de un estado palestino en que convivieran
árabes y judíos, las Naciones Unidas aprobaron, el 29 de noviembre,
la resolución 181 […] que los palestinos rechazaron, porque daba a
los judíos, que eran el 33 por ciento de la población y poseían
tan solo un 6 por ciento de la tierra, un 56% de un territorio en el
que vivían 438,000 palestinos, mientras para los palestinos quedaba
un 42 por ciento de la tierra, incluyendo la menos fértil…”
(Fontana, 183). Los árabes seguían siendo la inmensa mayoría,
más de 1.2
millones, dos tercios de la población: los judíos eran 600 mil,
según estima Eugene Rogan. No obstante, y en abierto abuso de la
fuerza, “Las resoluciones 181 y 194 creaban dos territorios con
dimensiones semejantes: a Israel se le concedían 14,100 kilómetros
cuadrados y al árabe 11,500 kilómetros. Sin embargo, Eretz Israel
terminó ocupando 77 por ciento del territorio que supuestamente
debía distribuirse entre ambos Estados. Y el Estado árabe palestino
no llegó a consolidarse” (Carlos Martínez Assad, Los cuatro
puntos orientales: el regreso de los árabes a la historia,
89-90).
Josep Fontana narra con detalle el descarado abuso de la
fuerza de los líderes sionistas y sus padrinos norteamericanos. Al
retirarse los ingleses: “… el 14 de mayo de 1948, Ben Gurión
proclamó la independencia del estado de Israel y su soberanía sobre
todos los territorios de Palestina, sin hacer caso de las
particiones; a los 11 minutos de esta proclamación Truman se
apresuraba a reconocer al nuevo Estado […] Los norteamericanos,
escribía sir John Troutbeck al ministro de Exteriores británico,
Ernest Bevin, eran responsables de la creación de un estado
gangsteril judío dirigido ‘por un conjunto de líderes carentes de
todo escrúpulo” (Fontana, 185). Ciertamente, la Resolución 181 de
la ONU creaba dos Estados independientes: uno palestino y otro para
los judíos, pero estos últimos impidieron por la fuerza la
formación del Estado palestino, y dejando a los árabes sometidos a
Israel.
Sus hermanos árabes de la región ofrecieron ayuda para
resistir a Israel, cuando los británicos se habían retirado.
Contingentes militares del Líbano, Siria, Iraq, Transjordania y
Egipto irían a la defensa de Palestina. Pero era un apoyo débil,
como expone Rogan: no sumaban más de 25 mil soldados, mientras el
ejército israelí movilizaba 35 mil, y al año siguiente, 96 mil.
“Mientras tanto, los israelíes creaban un ejército centralizado
(Fuerza de Defensa de Israel), integrando en él los grupos
terroristas ya existentes, a la vez que proseguían la limpieza
étnica de su territorio, con masacres y destrucciones llevadas a
cabo de manera despiadada” (Fontana, 186). La guerra terminó con
la derrota de los árabes y la consolidación de Israel. J. Fontana
añade que los luchadores árabes solidarios carecían incluso de
apoyo real de sus gobiernos. Mientras los judíos “… de acuerdo
con la idea de Ben Gurión de que las fronteras de Israel las
determinaría la fuerza y no la resolución de las Naciones Unidas,
prepararon desde este mismo momento un plan de violencia en gran
escala para expulsar a los palestinos del territorio” (Fontana,
183-84).
Con el correr del tiempo las cosas se han agravado a
extremos inauditos: “Las setecientas cincuenta mil personas
desplazadas en los primeros momentos superan hoy los cuatro millones
trescientos mil refugiados que reconocen las Naciones Unidas –cifra
provocada por las nuevas pérdidas de territorios ocurridas en el año
1967 y por el natural crecimiento demográfico” (Rogan, 428). Dice
Martínez Assad: “Casi cinco millones viven gracias a los fondos
obtenidos por la UNRWA [Agencia de las Naciones Unidas]…”.
Y
el despojo se ha entronizado. En 2004: “… el Estado de Israel
había extendido sus fronteras en más de un 50 por ciento en
relación con el área asignada por las Naciones Unidas en 1947,
mientras la superficie reservada a los palestinos se había reducido
en cerca de un 60 por ciento…” (Fontana, 919). Y la expansión
judía continuó: “En los cincuenta años siguientes Israel acogió
a 5 millones de inmigrantes en un Estado en armas, con el más alto
porcentaje de gasto militar del mundo, que pudo subsistir
económicamente gracias a las ayudas de todo tipo de los Estados
Unidos: las mayores que cualquier país haya recibido de otro a lo
largo de la historia” (Fontana, 186). Como era esperable, esto ha
polarizado más la situación, hasta niveles desesperantes. En 1987
surgió la organización de resistencia palestina Hamas, liderada por
Ahmed Yassin (asesinado en 2004) (Fontana). En 2006 Hamas ganó las
elecciones en Gaza, en competencia con la Organización Para la
Liberación de Palestina, de la cual formaba parte destacadamente el
partido Fatah, fundado por Yasser Arafat, fallecido en 2004. Es
decir, los palestinos están divididos: Hamas tiene el liderazgo en
la franja de Gaza, y Fatah-OLP, en Cisjordania, el otro territorio
palestino dentro de Israel.
Israel siguió cercando,
literalmente, a los palestinos: “… un gran muro comenzó a
abrirse terreno para aislar Gaza, donde ya no quedaba ningún judío
[…] un muro de 9 metros de altura, que desde el comienzo fue
rechazado por la Corte Internacional de La Haya, a pesar de lo cual
continuó su levantamiento. […] había razones suficientes para
comparar el proyecto con el muro de Berlín…” (Martínez Assad,
100). Sí, aquel muro que tanto escozor causaba a los imperialistas
europeos y norteamericanos, y que se queda chico frente al horror que
encierra el de Gaza, construido en nombre de la libertad y los
“valores” occidentales: “Al finalizarse la construcción
1,600,000 palestinos vivían en Gaza; fue llamada ‘la cárcel más
grande del mundo’. Se trata de 365 kilómetros cuadrados rodeados
por una muralla de ocho metros de altura. […] vallas metálicas
electrificadas, torretas de vigilancia y videocámaras de seguridad.
Se asemeja a la entrada a un campo de concentración…” (Martínez
Assad, 101).
Mas no perdamos de vista el interés que se esconde
tras el salvajismo israelí y la tragedia palestina: es el sionismo y
su inmenso poderío mundial, manifestación del imperialismo y el
colonialismo actual. Para hacernos una idea más exacta, me permito
citar enseguida un fragmento del artículo publicado por Rebelión en
enero de 2009: “El poder del lobby sionista ha doblegado a muchos
presidentes estadounidenses […] Durante su primer encuentro con Ben
Gurión, en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York, en 1961, John F.
Kennedy le dijo: ‘Sé que he sido elegido gracias a los votos de
los judíos americanos. Les debo mi elección, Dígame que debo hacer
por el pueblo judío’. Es así que tanto Kennedy, Bill Clinton como
James Carter y el resto de los presidentes estadounidenses de las
últimas cinco décadas, salieron del corazón del Council on Foreign
Relations (CFR) […] el CFR reúne a los más altos directivos de
instituciones financieras, a grandes empresas industriales y medios
de comunicación […] En el CFR se concentra todo el poder mediático
del sionismo [cursivas mías, APZ]: CNN, CBS, NBC, The New York
Times, The Daily Telegraph, Le Figaró, The Economist, The Wall
Street Journal, Le Monde, The Washington Post, Time, Newsweek, US
News & World Report, Business Week, RTVE, etc., todos en manos de
redes empresariales que integran el CFR […] El Bilderberg Group fue
concebido en 1954 bajo la dirección de grandes grupos económicos e
ideólogos del imperialismo, entre ellos, la banca Rotschild
[cursivas mías, APZ], el magnate petrolero Rockefeller y el experto
guerrerista Kissinger. Es uno de los grupos rectores de las finanzas,
el comercio, la política y las relaciones internacionales.
Constituye algo así como el cerebro del G8. El grupo élite lo
conforman directivos de France Telecom; la Banca Morgan; Coca Cola;
The Wall Street Journal; Danone; AOL Time Warner; Bundesbank; Banco
Mundial, Unilever; Wolkswagen; Royal Ducht Shell; PepsiCo; Daimler
Chrysler AG; Citibank” (Rebelion, artículo de María Linares, 4 de
enero de 2009).
Estos son los verdaderos intereses atrás de la
potencia económica y política y de la absoluta impunidad de Israel
para cometer crímenes ante los ojos del mundo entero. En el fondo es
su afán de imponer su poderío en el medio Oriente el que determina
la agresión contra el pueblo palestino. El gran capital de los
Rothschild y otros similares es la fuerza que domina a la ONU y a
todas las instituciones mundiales que debieran poner un alto a la
barbarie. Y ante la fuerza del capital, solo la fuerza social, en el
mundo entero, podrá frenar este baño de sangre. Solo la unidad de
los pueblos terminará con el salvajismo imperialista.
*Investigador y catedrático de la universidad autónoma de Chapingo.
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