Fernando G.
Castolo*
En el corral de su gran casa la fronda del árbol cubría gran parte de la superficie. Disponía una serie de sábanas al pie y sacudía con fuerza el árbol. El fruto caía de forma irremediable y, entonces, los nietos nos ocupábamos en la faena de la recolección.
Un buen mezcal se combinaba con la machaca de las guayabillas y aquello era la delicia (bueno, eso comentaban los mayores). Mi abuela, en la cocina, preparaba un pico de gallo en una gran batea, consistente en jícama, pepino y naranjas, aderezadas con limón, sal y chile seco molido.
En la media mañana, mi abuelo y un grupo de amigos y vecinos hacían una especie de petit comité o breve reunión, y degustaban el ponche con el pico de gallo.
Las gentes más ricas realizaban el rito de las once con los llamados calmantes (por aquello de que calmaban el hambre de la media mañana), consistente en frituras de vísceras del cerdo. También, en otras partes, era común ver el chile de uña.
Lo importante era desenfadar la media mañana con el deleite de la sabrosa plática acompañada de botanas y bebidas, todo lo cual lo recuerdo como parte del imaginario de un Zapotlán que fue y que ya no es más. Hacer la once es una tradición que hemos perdido como se han perdido tantas otras más.
*Historiador e investigador.
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