Fernando
G. Castolo*
El caso
de Zapotlán el Grande es un caso único, dado que el fenómeno devocional en
honor a San José adquiere una rareza en el estereotipo de las celebraciones
religiosas de nuestro México. A diferencia de la gran mayoría de los actos
festivos a los "santos patronos", en donde Mayordomos, Tequilastros,
Capitanes y Cuadrilleros pertenecen a las comunidades indígenas, custodios
naturales y por derecho de las solemnidades que envuelven el mágico sincretismo
de los pueblos, en Zapotlán el Grande, desde el nacimiento mismo de la
celebración Josefina, a partir de un juramento realizado por le élite social
local en 1749, encabezados por el Bachiller don Francisco de Alcaraz y Silva,
es la misma élite la que entusiasmó y se encargó de la función anual,
desplazándose a los naturales del pueblo a un protagonismo secundario, donde
manifestaciones como las danzas y los enrosos quedaron como elementos externos
al "templo" en que se llevaban a cabo los ritos de la solemnidad; es
decir, los indígenas han representando la comparsa menor en el fenómeno
devocional a Señor San José.
Esta característica tan particular es lo que ha atraído el interés de investigadores que se han introducido al estudio de la manifestación Josefina a fin de entender cómo es que pasa ésto, sabiendo que la antigua Zapotlán el Grande es una reconocida comunidad con fuertes lazos indigenistas.
La respuesta es
simple: la patrona fundacional del pueblo, abrazada como tal por los indígenas
para solemnizarle anualmente, era Santa María de la Asunción; cuando aparece en
el escenario la figura "patronal" de San José fue con el pretexto de
solicitarle su intervención para que nos mantuviera libres de perecer en
episodios telúricos; sin embargo, la realidad era muy diferente.
El citado bachiller don Francisco de Alcaraz, propiciaba con la presencia de San José dos cosas esencialmente: debilitar la presencia Franciscana (custodios del convento de Zapotlán desde su fundación), quienes protegían y daban garantías a los indígenas ante la rapacidad de los ricos terratenientes españoles, los estaban muy interesados en apoderarse de los grandes y ricos terrenos de la Cofradías de Indios; la segunda cosa fue el interés del propio bachiller por dejar de depender de la Diócesis michoacana y adherirnos a la Diócesis de Guadalajara.
Muchos años después y ya muerto el bachiller ambas situaciones se cristalizaron, con lo que se demostró, una vez más, que, a través de la religión, todo podía someterse a fin de favorecer los intereses de la élite local.
La gran realidad de nuestra fiesta religiosa, respecto a otras
comunidades de la nación mexicana, es que nuestra celebración nació y se
desarrolló bajo la sombra de los linajes en el poder social de la localidad,
por ello los indígenas nunca más tuvieron un papel protagónico, a pesar de que,
inclusive, el actual Escudo de Armas de la Ciudad se encuentra coronado por un
sombrero típico de Sonajero. Existe un simbolismo ficticio en medio de una
realidad que tiene otro diálogo y que se antoja como indignante.
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