Los
gritos destemplados de la chiquillería se introducen por los espacios de la
oficina que alberga la memoria municipal. Esos gritos son como ecos que se
suscitan y resucitan en los muros del Centro Cultural, de donde emanan
oprimidos dado que, por años, fue la sede de una escuela de instrucción
primaria: la Ramón Corona.
La
avives de estos pequeños son el mejor ejemplo de que la vida sigue su curso; de
que la memoria se construye en el día a día, porque diario celebramos el
nacimiento y lloramos la muerte; donde lo caótico de lo urbano se burla de los
añorados paisajes naturales en los que se inspiraba una delicada poesía para
loar las generosidades del pueblo.
Hay
memoria, sí, por fortuna y mucha, pero, ¿la sabrán acaso esos pequeños de
enfrente? ¿En sus cabezas existirá la noción del Zapotlán bañado por las aguas
de su laguna y posado a la sombra de un volcán? Sabrán de la presencia del
poético pincel de intensos rojos de Orozco; o de la melodía fragante de Qué
bonita es mi tierra de Fuentes; ¿o de la fina escritura del orgullo por lo que
se es del "Yo, señores, soy de Zapotlán..."? Esas niñas y niños que
aún divierten las horas con sus inocencias, son el futuro inmediato de la
ciudad, y a ellos debemos de consagrar el cotidiano esfuerzo de dejar un mejor
panorama cultural que les permita trazar las líneas de un camino ascendente y
trascendente.
Zapotlán,
dijera el escritor Milton Iván Peralta, “no se acaba nunca”. Esa es la máxima
aspiracional de esta "cuna de grandes...". Vuelvo a mi realidad, y el
espacio en que me encuentro sigue invadido de los gritos infantiles que se
introducen al Centro Cultural, desde la institución educativa que se encuentra
enfrente.
*Historiador
e investigador.
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