Salvador Encarnación
Envejecido
de verdad, y no por trabajar sino por su larga espera, Carlos por fin cumplió
con su destino: ser rey. La longevidad de su madre Isabel fue el motivo.
Londres se vistió de fiesta para
recibir a otras cabezas coronadas, jefes de Estado, embajadores y, por
supuesto, familiares de otras casas reinantes; todos acomodados conforme a su
rango. El sitio principal era el presbiterio de la Abadía de Westminister en
donde el arzobispo de Canterbury, Justin Welby —según dicta la tradición
iniciada con Guillermo el Conquistador en 1066—, ungió, al nuevo monarca, con
aceites traídos desde Jerusalén.
Horas antes del momento culmen,
fueron llegando los cientos de invitados al recinto. Las damas tuvieron la
oportunidad de lucir sus vestidos de diseñador, alhajas caras y discretas, sombreros
y de seguro, fragancias exquisitas. (Por TV no fue posible captar el olor. Mil
disculpas.) Llamó la atención el sombrero que portó Letizia (sic) de España:
era semejante a la pantalla de una lámpara de buró que tenía mi abuela María
Elena; con su mallita protectora y todo. Carlos vistió una capa de armiño que
lastimó, de seguro, a los cientos de ciudadanos que protegen a los animales.
Otros varones llevaban inmensas capas, de su medida años atrás, que proclamaban
su rango y el encogimiento personal por la vejez.
Como
es sabido, a Carlos le molesta que casi nada le salga a la perfección: Que
Diana la bella le robaba cámara; molestia. Que no podía casarse con Camila
porque ambos son divorciados; molestia. Que la pluma fuente mancha los dedos; molestia.
Que William y su esposa Kate llegaron tarde a la coronación y lo hicieron
esperar unos minutos; molestia. Esto último le entorpeció su entrada triunfal junto
a su consorte.
En
las puertas de la Abadía recibieron a los royals un cortejo encabezado por el
arzobispo sin báculo pastoral. No portarlo, significa muchas cosas, desde el
imposible olvido hasta el de reconocer a Carlos como su superior
jerárquico.
La
prensa británica dio a conocer asuntos muy privados entre Carlos y Camila. “¡Jesús
del Huerto!” Exclamaría, y con justa razón, sor Consolata, mi maestra de
Primaria. Olvidando ese pasado, para revestir a Carlos y ungirlo, cubrieron su
espacio con tres mamparas. Nuestros ojos no eran dignos de mirar ese ritual.
Lo
que sí permitieron ver fue cuando el arzobispo levantó la centenaria corona de
san Eduardo (de 2.2 kilos aproximados, hecha en oro y cuajada de gemas) y la
posó sobre las sienes reales. “¡Dos salve al rey!” Fue la exclamación. Luego
fue coronada Camila que, dicho sea de paso, derramaba felicidad por los cuatro costados:
ella sí que llegó contra viento y marea.
Las
cámaras permitieron ver a la Abadía en todo su esplendor. Los vitrales, las
delgadísimas nervaduras que sostienen las bóvedas; el gótico en todo su
esplendor.
La
salida fue imponente. Carlos portando un cetro, cargando un globo terráqueo, y
coronado salió a la calle para abordar un carruaje de luxe. Los monárquicos
gritaron y aplaudieron hasta casi sangrarse las uñas. Los antimonárquicos
fueron ocultados, reprimidos y algunos detenidos con el cargo de conspiración. Su
grito era: “No es mi rey”. Ya no quieren ser súbditos, quieren ser ciudadanos.
8
mil millones de libras, consideraron los comentaristas que sería la derrama
económica a la ciudad de Londres principalmente (La Jornada. 8 de mayo de 2023),
por el uso de hoteles, restaurantes, aviones, taxis y recuerdos ahora llamados
suvenires (del francés souvenir). Es de esperar que la derrama llegue a los
necesitados y no como ocurre casi siempre: el gasto lo hace el pueblo y las
ganancias se las llevan los malos empresarios. (Al pueblo el circo y al
empresario el pan.)
En
la Ciudad de México el Ángel de la Independencia y el Monumento a la Revolución
Mexicana se iluminaron con los colores de la bandera de Inglaterra.
Como
en todas las familias, en la casa de los Windsor también hay problemas. Los
incómodos Andrés y Harry estuvieron en el limbo, en un sitio sin pena ni
gloria, fuera del balcón.
Una
llovizna entorpeció el inicio de la coronación. Los monárquicos aguantaron el
sacrificio para mostrar su apoyo. Acá, desde la república mexicana, taza de
café en mano, muchos veían el acontecimiento. Y más de uno lo veía bajo la luz
de Benito Juárez.
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