Aquiles
Córdova Morán
Desde
su nacimiento, hace poco más de 40 años, el Movimiento Antorchista Nacional
sostuvo con claridad que el problema básico del país, la matriz de donde nacen
y se alimentan casi todos los graves problemas, aparentemente independientes
entre sí, que nos aquejan, era y es la pobreza. En efecto, es fácil descubrir,
a poco que se piense, que flagelos tales como falta de vivienda; de servicios
básicos como agua, gas, electricidad y drenaje; escasos y deficientes servicios
de salud; mala calidad de la educación; marginación aguda de poblaciones
urbanas pequeñas y, más aún, de las comunidades campesinas; emigración del
campo a los centros urbanos del país y al extranjero en busca de empleo; el
crecimiento explosivo del ambulantaje y (hoy lo podemos agregar a la lista) el
igualmente explosivo crecimiento del narcotráfico y del crimen organizado con
su secuela de asesinatos, secuestros, robos a casa habitación, asaltos a mano
armada en la vía pública y un largo etcétera, tienen todos un origen común: la
pobreza y la desigualdad que afectan a la gran mayoría de los mexicanos.
También dijimos desde entonces que
la pobreza, a su vez, se origina en la confianza ciega en el mercado y sus leyes,
en la creencia de que éste, sin intervención de nadie (y menos del Estado), es
capaz no sólo de generar la riqueza que la sociedad necesita, sino también de
repartirla equitativamente; que si bien en un primer momento la renta se
acumula en pocas manos, con el tiempo y gracias al libre juego de la oferta y
la demanda, esa riqueza “gotea” de arriba hacia abajo creando empleos, elevando
los salarios y las prestaciones de los trabajadores y mejorando el bienestar de
la sociedad en su conjunto. Antorcha sostenía y sostiene que hay suficientes
razones teóricas y datos estadísticos que demuestran que la “teoría del goteo”,
es decir, la distribución automática de la riqueza por el mercado, es falsa;
que largos años de estudio y de observaciones llevan a la firme conclusión de
que el mercado, librado a sus propias fuerzas, es un eficaz productor de
riqueza pero que no contiene un solo mecanismo que permita suponerlo, también,
un eficiente distribuidor de la misma. Que, por tanto, ese reparto sólo puede
lograrse con medidas dictadas ex profeso para ello, y que este es un deber
central de todo gobierno que se preocupe seriamente por el bienestar de sus
gobernados, para lo cual cuenta con las facultades legales necesarias y
suficientes.
En aquel tiempo nadie nos tomó en
serio ni nos hizo ningún caso; en vez de ello, fuimos víctimas de una furibunda
campaña de insultos, acusaciones y calumnias que distorsionó gravemente la
imagen pública y la verdadera naturaleza y propósitos de nuestro movimiento:
“paramilitares”, “brazo armado del PRI”, esquiroles pagados por el gobierno
para desestabilizar y denunciar a las “verdaderas organizaciones
revolucionarias” fueron algunas de las infamias con que se nos calumnió. A
ellas se han agregado con el tiempo otras nuevas como “invasores”,
“chantajistas”, farsantes que “lucran y se enriquecen con la pobreza de la
gente”, etc., etc. Pero la situación ha variado a pesar de todo. Hoy ya no
somos los únicos “desubicados”, los únicos ignorantes y despistados sobre la
justicia inmanente del mercado y sobre la teoría del “goteo”; hoy hay un clamor
mundial, un grito de alerta universal sobre el fracaso del “fundamentalismo de
mercado” sobre el peligro que representa la creciente desigualdad social en los
países que lo aplican a rajatabla, sin excluir a los más altamente
desarrollados, como Estados Unidos o la Unión Europea. Organismos tan poco
sospechosos de “izquierdismo” como la OXFAM, la CEPAL, el Foro Económico de
Davos o economistas como Joseph E. Stiglitz manejan datos impactantes sobre la
absurda concentración de la riqueza en manos de muy pocos, a costa de los
salarios, las prestaciones y las pesadas cargas impositivas sobre las mayorías
asalariadas; declaran sin rodeos la falsedad de la teoría del “goteo”, claman
por una revisión a fondo de los principios y leyes de la economía de mercado y
llaman a rescatar la democracia, secuestrada por los grupos ricos, para ponerla
en manos de las mayorías si es que el Estado ha de asumir en serio el reto de
redistribur la renta nacional. Algunos advierten, además, que de seguir la
desigualdad como va, lo que nos aguarda en el futuro es, o bien un estallido
social de graves consecuencias, o bien un nuevo fascismo para someter a viva
fuerza a tantos millones de inconformes. Así pues, según estos puntos de vista,
Antorcha tenía y tiene razón.
Por eso resulta sorprendente que, a
juzgar por el trato que dan al Movimiento Antorchista Nacional los medios, los
columnistas y articulistas especializados y algunos funcionarios públicos, no
parecen haberse enterado, ni poco ni mucho, de los cambios de opinión en el
mundo a que me refiero. Basta fijarse en lo que ocurría cada vez que un grupo
de antorchistas salía a la calle a manifestar su descontento, a denunciar la
pobreza en que viven y a exigir soluciones urgentes a algunos problemas
inaplazables. Es aleccionador ver cómo reporteros que han ganado hasta premios
por “trabajos de denuncia de la pobreza” en algún apartado rincón del país;
noticieros y conductores que han hecho fama de defensores de los derechos de
quienes menos tienen; intelectuales que pasan por “críticos” del sistema y
hasta por “izquierdistas moderados”; partidos y corrientes “de oposición”,
etc., se unifican automáticamente ante una marcha de antorchistas y, todos a
una, se lanzan al ataque con los viejos, sobados y desacreditados epítetos de
siempre, muy repetidos y nunca probados por nadie y de los que ya hablé más
arriba, haciendo olímpicamente a un lado el motivo de la protesta y las razones
de los inconformes. De paso, han acusado también a las autoridades “por no
aplicar mano dura contra los alborotadores”.
Es notorio, en cambio, cómo a nadie,
absolutamente a nadie de quienes nos atacan, se le pasa por las mientes
discutir y desbaratar con argumentos sólidos, nacidos del estudio y dominio del
tema, nuestra caracterización de la situación nacional, nuestra formulación y
explicación del problema básico y sus derivaciones, y las soluciones que
proponemos para remediar la situación. A nadie se le ocurre, por tanto, que
puesto que nuestras marchas, mítines y plantones no son otra cosa que la
materialización, que la aplicación práctica de nuestro punto de vista sobre la
situación nacional y las medidas que demanda, para descalificar esos
movimientos y justificar la mano dura
contra ellos no se requieren calificativos viscerales ni imputaciones
calumniosas, sin sustento alguno en hechos comprobados; que hace falta
demostrar la falsedad o equivocación de los argumentos básicos en que se
fundan, para de allí concluir lo injustificado e intolerable de tales
movimientos públicos de protesta. Ahora bien, ¿cómo se explica este tratamiento
“erróneo”, por decir lo menos? La primera respuesta que se ocurre es el
carácter mercenario, de negocio privado, de los principales medios de
información; pero quizá exista otra explicación que no se excluye con la
primera: la petrificación mental del periodista profesional, fruto fatal de su
trato continuo y obligado, sin alternativa posible, con políticos, gobernantes
y organizaciones cuyo sello característico es el interés bastardo, la mentira,
la corrupción, el chantaje, la simulación y el arribismo entre otros. Este
trato obligado e invariante ha incapacitado al profesional de la información
para admitir, aunque sólo sea la posibilidad de algo diferente, nuevo, con otras
metas y con otros métodos de trabajo; y por eso aplican a todo mundo, sin
vacilar, la misma vara de medir, las mismas categorías y los mismos
calificativos que han aprendido en su comercio frecuente con el hampa política.
Los antorchistas, a querer o no, estamos pagando esa deformación profesional:
practicamos la crítica de la pobreza y, en respuesta, se nos aplica la pobreza
de la crítica que hoy existe en México. Ni modo. Aun así, seguiremos adelante.
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