De los
imperios antiguos aprendimos que el supremacismo, el hegemonismo absoluto e
incompartido de una potencia sobre las demás naciones, es la esencia misma del
imperialismo; que para quienes detentan el poder imperial, cada nueva nación
conquistada y sometida es solo una nueva frontera que derribar en un proceso de
expansión que no conoce límites. Así lo ilustran el Imperio Persa, el de
Alejandro Magno y el gran Imperio Romano, quizá el mejor conocido por el mundo
moderno. A nosotros nos ha tocado vivir dentro de un nuevo tipo de
imperialismo, un imperialismo que se distingue de los antiguos en muchas y muy
importantes cuestiones, a pesar del cual no hay duda de que, para poder
realizar sus propios fines, necesita actuar y actúa exactamente como los
imperios antiguos en materia de expansión ilimitada, impulsado por la misma
hambre irrefrenable de conquista para poner a todo el mundo al servicio de sus
intereses comerciales, financieros y políticos.
Hay
acuerdo entre los economistas e historiadores serios de todo el mundo en que la
fase imperialista del capitalismo (al que sus apologistas prefieren llamar
“economía de mercado” o de “libre empresa”) comenzó a manifestarse claramente y
a desarrollarse en la segunda mitad del siglo XIX, específicamente a partir de
1870: en los Estados Unidos, después de terminada la guerra de secesión entre
el norte industrial y el sur esclavista; en Alemania, al término de la guerra
franco-prusiana que terminó con la anexión de los territorios de Alsacia y
Lorena por parte de Alemania; en Inglaterra y Francia, gracias a la
intensificación del comercio monopólico y ventajoso con sus colonias adquiridas
con anterioridad; y en todas ellas, por el activo intercambio comercial de unas
con otras y con los países menos desarrollados. Sea como fuere, el hecho
evidente es que, en su primera fase, el imperialismo no pudo, o no quiso,
impedir el surgimiento de varias potencias económicas y militares que se
desarrollaron al mismo tiempo y en el mismo grado, capaces por tanto de
reclamar para sí la hegemonía mundial. El economista inglés John A. Hobson dice
al respecto que, en la primera década del siglo XX, había “varios
imperialismos” que competían entre sí por el dominio del mercado mundial.
Según
esto, tampoco cabe la duda sobre los verdaderos motivos y el carácter de las
dos Guerras Mundiales que ha padecido la humanidad hasta hoy: ambas fueron,
independientemente de los motivos y agravios esgrimidos por las partes
contendientes, guerras inter imperialistas que buscaban dirimir la disputa por
el mercado mundial. El bloque encabezado por Alemania exigía un nuevo reparto
de dicho mercado; el encabezado por Inglaterra, en cambio, defendía el reparto
existente porque le era enteramente favorable. No debe obviarse, sin embargo,
que, pese a su innegable similitud, hubo también hondas diferencias entre ambas
guerras: en la primera, Alemania y aliados solo exigían un reparto “más
equitativo” del mundo; en la segunda, en cambio, el ideal de Alemania,
encarnado por Hitler y el partido nazi pero que representaba el sentir de toda
la gran burguesía y una buena parte de las otras clases acomodadas de esta
nación, era, precisamente, el supremacismo, la hegemonía absoluta de Alemania
sobre el planeta entero, incluidas Francia, Inglaterra y los propios Estados
Unidos. Esta es la razón de por qué estos últimos países tuvieron que luchar
contra Alemania a pesar de que, a esas alturas, ya estaba claro para todos que
el verdadero peligro era el avance victorioso del socialismo en todo el inmenso
territorio de la URSS. Y así se explica también, para decirlo todo de una vez,
la conducción de la guerra (los aliados dejaron caer casi todo su peso sobre la
URSS y el Ejército Rojo, con la esperanza de que sus dos enemigos, Alemania y
la URSS, se aniquilaran entre sí o, en el peor de los casos, que Hitler y sus
hordas aplastaran a Stalin y su ejército para luego negociar con él) y el curso
que siguió la historia del mundo hasta su configuración actual, junto con el
alineamiento de fuerzas que lo caracteriza.
La
Segunda Guerra Mundial arrojó dos resultados decisivos para entender la
realidad actual: a) resolvió la disputa inter imperialista sobre a quién
correspondía el cetro de la supremacía mundial en favor de Estados Unidos; b)
enseñó a las clases dirigentes de este país que, si quieren evitar otra guerra
tanto o más sangrienta que las anteriores y ejercer su hegemonía en paz y
prosperidad continuas, deben evitar, a como diera lugar y por cualquier medio a
su alcance, que surja un nuevo foco de desarrollo fuera de su control, capaz de
acumular riqueza y poder militar que, andando el tiempo, lo coloquen en
situación de disputarles la supremacía mundial. La creación misma de la OTAN,
el bloque militar más potente, destructivo y temible de la historia, y su
conservación, continua expansión y modernización de su poder de fuego aún
después (y sobre todo) de la caída de la URSS y el bloque socialista, dicen
bien a las claras que su misión no es tanto defender al “mundo libre” de una
inexistente “amenaza comunista”, sino mantener sujetas y obedientes a todas las
naciones de la vieja Europa que han caído bajo su poderío. El que tenga ojos
para ver y oídos para oír, que vea y oiga lo que pasa a su alrededor y se
convencerá fácilmente de que lo que digo es cierto.
Y, al
menos hasta el día de hoy, los EE. UU. han logrado el gran objetivo de evitar
el surgimiento de uno o varios rivales de consideración. En su área de
influencia no hay, en efecto, un solo país, una sola región económica, un solo
ejército que quiera y pueda disputarle su dominio indiscutido sobre el mundo.
Pero con esto y como consecuencia inevitable de esto, su esencia profunda, que
es la misma de todo imperialismo en su forma clásica, esto es, la absoluta incapacidad
para tolerar y convivir con otra potencia, e incluso con cualquier país que no
esté sometido a su poder, se ha hecho más honda, agresiva y desafiante, a grado
tal que sus agentes, sus espías, sus embajadores en todo el mundo, cumplen hoy
el papel de canes ventores cuya tarea es señalar, allí donde asome la cabeza,
cualquier atisbo de insumisión, soberanía e independencia, por legítimas e
inofensivas que sean; allí donde se alce una frontera que no ha sido derribada
y que está pidiendo a gritos que se la conquiste según ellos. De aquí y solo de
aquí surge la imposibilidad reiterada de llegar a acuerdos constructivos en
favor de la paz y de la convivencia mundial con la Federación Rusa, con China,
con Corea del Norte, o con Venezuela, Ecuador y Bolivia en esta América
nuestra, y de aquí surge también, por tanto, la grave amenaza a la paz mundial.
Los EE.
UU. no admiten competidores de ninguna clase y en ningún terreno, o sea que no
están dispuestos permitir, y menos colaborar con el desarrollo de los pueblos
pobres de la tierra para evitar, según ellos, que puedan llegar a convertirse
en una amenaza a su dominio mundial. Por eso les provoca urticaria el discurso
de Putin en favor de un mundo multipolar, pues están convencidos de que, de
ocurrir algo así, tarde o temprano se volverá inevitable una nueva guerra, tal
como les enseñaron la primera y la segunda conflagraciones mundiales. En
consecuencia, antes que gastar sus recursos en el combate a la pobreza,
prefieren embarcarse en una nueva y costosísima carrera armamentista cuya
finalidad es obtener la superioridad militar absoluta sobre Rusia, China y
aliados, y así obligarlos al sometimiento incondicional sin necesidad de llegar
a una verdadera guerra nuclear. El problema es que ni Rusia ni China están
dispuestas a rendirse a semejante chantaje atómico y se han puesto, con toda
razón y derecho, a afinar sus propias armas, al tiempo que advierten, urbi et
orbi, que su armamento es puramente defensivo pero que no rehuirán ningún
peligro si se les obliga a defenderse. La paz mundial, pues, no depende de
ellos, sino del desbocado hegemonismo norteamericano.
Los
pueblos tienen derecho a saber la verdad y el peligro que corre la humanidad,
verdad y peligro que los medios y la “inteligencia” de occidente (incluido
México, por supuesto) le ocultan o le ofrecen tergiversada. Y deben saber
también que solo los pueblos del mundo organizados, conscientes y en pie de
lucha, pueden amarrar las manos a los guerreristas y obligarlos a respetar la
vida y la paz de todos los habitantes del orbe. Estuvo de moda sentar plaza de
insobornable defensor de la libertad y la democracia acusando al republicano
Donald Trump de “fascista” y de “peligro para la paz mundial”; pero este
enfoque facilón, falso y reduccionista, olvida o esconde que el fascismo nunca
ha sido cuestión de una sola persona, por poderosa y perversa que se la
suponga, sino de poderosas élites que han ido y van tras la quimera del dominio
mundial absoluto. Ignora u oculta, por tanto, que el verdadero peligro es de
quien representa los monopolios más agresivos y guerreristas de su país. Lo que
los valientes héroes de la cruzada anti Trump defendían, sabiéndolo o no, es al
verdadero fascismo, al fascismo de los monopolios financieros, al conducir a la
opinión pública por un camino extraviado y opuesto a los intereses de la paz y
de la convivencia entre todas las naciones de la tierra.
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