Aquiles
Córdova Morán
Los
días 2 y 3 de agosto, la presidenta de la Cámara de Representantes de EEUU, la
diputada demócrata por California, Nancy Pelosi, realizó una visita a Taiwán,
la isla que, desde siempre, China ha considerado parte integrante e inalienable
de su territorio. Pelosi se reunió con la dirigente de la localidad de Taiwán,
Tsai Ing-Wen, abierta enemiga del régimen social de China y partidaria de la
independencia de la isla.
En
el documento que en 1979 sancionó el restablecimiento de las relaciones
diplomáticas entre los dos países, EE. UU. reconoció expresamente el derecho
soberano de China sobre la isla de Taiwán y se comprometió a respetar el
principio de “una sola China”. Este compromiso implicó respaldar el derecho de
China a ocupar el asiento en la ONU que venía detentando Taiwán; no dar a la
isla el trato de país independiente, que implica a su vez no establecer
relaciones diplomáticas con su gobierno; ninguna relación política de alto
nivel en general; no entregar a la isla armamento que pueda usar para atacar a
China continental; no alentar a las fuerzas separatistas dentro de Taiwán y
favorecer la reunificación pacífica de las dos partes. En tres declaraciones
conjuntas posteriores, Estados Unidos ratificó otras tantas veces este
compromiso.
La visita de Pelosi, la tercera
persona con mayor poder y representatividad en la jerarquía gobernante según
los medios, viola evidentemente todos los compromisos derivados del principio
de “una sola China”. No solo atropella la soberanía del gran país asiático,
sino que incluso pone en riesgo su seguridad nacional, puesto que la diputada
Pelosi, en una actitud arrogante y provocadora, se reunió con la dirigente de
la localidad de Taiwán, Tsai Ing-Wen, en la oficina de ésta última y ahí
declaró que “mi delegación vino a enviar un «mensaje inequívoco» de que
«Estados Unidos está con Taiwán. Queremos que Taiwán tenga siempre libertad con
seguridad y no nos apartaremos de eso»”. (CNN, 3 de agosto). Aquí hay un claro
desafío al pueblo y Gobierno chinos y una acusación implícita de ser una
dictadura que no garantiza libertad con seguridad a sus ciudadanos. ¿Por qué o
para qué? sería la pregunta.
Antes de la “visita”, China hizo
todos los esfuerzos a su alcance para hacer entrar en razón al Gobierno de
Biden y a la propia Pelosi para convencerlos de que desistieran de semejante
violación a sus compromisos previamente adquiridos, cosa que pondría en riesgo
sus relaciones mutuas y la estabilidad de toda la región de Asia Oriental. Se
puso en acción la cancillería china y su jefe, el ministro de Exteriores Wang
Yi; los voceros de la cancillería del Gobierno; los medios reconocidos como
representantes autorizados de los puntos de vista del Gobierno y del gobernante
Partido Comunista Chino y el mismo presidente Xi Jinping, quien, en entrevista
virtual con el presidente Joe Biden, le dijo que quien juega con fuego acaba
quemándose con él. Finalmente, hubo advertencias claras de que, en caso de que
ocurriera el atropello, el Ejército Popular de Liberación (EPL) no se quedaría
de brazos cruzados. Todo en vano.
El Gobierno norteamericano dio una respuesta
para ingenuos o tontos de remate: EEUU mantiene su compromiso con la política
de una sola China, pero rechaza una reunificación por la fuerza y, además, la
diputada Pelosi toma sus propias decisiones. No entiendo a qué viene eso de
rechazar la unificación por la fuerza, puesto que no veo que el Ejército chino
esté en pie de guerra y listo para la reconquista de Taiwán a sangre y fuego.
Tampoco se nos aclara si la autonomía de la señora Pelosi la faculta para
desencadenar una tercera guerra mundial sin necesitar la autorización de nadie.
Lo cierto, a mi juicio, es que todo obedeció a una estrategia de Estado
planeada, autorizada y ejecutada por los altos mandos civiles y militares del país.
La señora Pelosi es solo el instrumento visible de esa maniobra, que buscaba
poner a China ante esta disyuntiva de hierro: o iniciar una guerra en defensa
de su soberanía y su unidad territorial o tragarse la humillación que le
infligiría el viaje de Pelosi. Y para hacer más patente la disyuntiva, la
diputada Pelosi llegó a Taiwán escoltada de cazas, bombarderos, buques de
guerra y un portaaviones. Así la humillación sería monumental si China rehuía
el combate, como finalmente ocurrió.
Para hacernos una idea de la
verdadera naturaleza del problema, repasemos brevemente algunos antecedentes.
Como sabemos, el régimen actual de Taiwán tuvo su origen en 1949, a raíz de la
derrota del ejército nacionalista del Kuomintang, liderado por Chiang Kai-shek
y patrocinado por EE. UU., a manos de los comunistas de Mao Zedong. Habiendo
perdido ya todo el territorio continental, Chiang Kai-shek, junto con los
restos de su ejército y los miembros civiles del Kuomintang, se refugió en la
isla de Taiwán e inició la construcción de la nueva sociedad siempre guiado por
el odio irreconciliable hacia la revolución china y su líder, Mao Zedong. En un
primer momento, el presidente norteamericano, Harry S. Truman, ofreció no
intervenir si Mao retomaba la isla, con lo cual reconoció, de paso, que Taiwán
era propiedad legítima de China. Las dificultades de la situación impidieron la
acción inmediata.
Pero la opinión de Truman evolucionó
rápidamente en sentido opuesto, impulsada precisamente por el triunfo de la
revolución comunista en China. En la primavera de 1950, el Departamento de
Estado formuló el importante documento conocido como NSC-68, en el cual trazó
una estrategia totalmente nueva con el propósito de contener el avance del
comunismo en el lejano oriente y en todo el mundo subdesarrollado. La nueva
estrategia, que fue aprobada y puesta en ejecución por el Consejo Nacional de
Seguridad en junio de ese mismo año, se basaba en la “teoría del dominó”, según
la cual, la derrota de las instituciones libres en cualquier parte, debía
considerarse como una derrota de la democracia en todas partes, por lo que era
indispensable derrotar al comunismo donde quiera que asomara la cabeza. El
NSC-68 era la extensión y oficialización de la llamada doctrina Truman,
formulada por primera vez en 1947 con motivo de la lucha en Grecia contra las
guerrillas comunistas. En esencia, la nueva estrategia significaba convertir a
EE. UU. en el policía del mundo.
El NSC-68 definía a la Unión
Soviética como el enemigo principal y a China como un trampolín para la
penetración comunista en el sudeste asiático; decía que cualquier cambio en el
equilibrio militar mundial podía representar un peligro para EE. UU. y, en
consecuencia, revaluaba la importancia de Taiwán en la política de contención
del comunismo. A finales de mayo de 1950, la Casa Blanca decidió acelerar el
envío de armamento a los nacionalistas e intensificó las operaciones
encubiertas en China y en Taiwán. Esto significaba que Truman había decidido
reanudar su intervención en la guerra civil china, y nuevamente en favor de los
nacionalistas.
El 25 de junio de 1950 estalló la
guerra de Corea. Los norteamericanos, temerosos del involucramiento de la URSS
y de China en apoyo a los comunistas, se lanzaron de cabeza en el conflicto
coreano. Truman incluyó a Corea del Sur en su “Perímetro Defensivo del
Pacífico” y el mismo 25 de junio envió fuerzas navales y aéreas en apoyo a los
surcoreanos. Cinco días más tarde, el 30 de junio, decidió enviar tropas de
combate. Este hecho marcó el inicio formal de la cruzada anticomunista en el
Tercer Mundo echando mano del poderío militar de EE. UU.
Ante el empuje combinado de tropas
de la ONU y norteamericanas bajo el mando del general MacArthur los comunistas
se retiraron al otro lado del paralelo 38, el límite entre las dos Coreas;
Truman ordenó perseguir a los que huían en su propio territorio, es decir,
ordenó la invasión de Corea del Norte, aplastar a los comunistas y reunificar
la península bajo el gobierno de Seúl. Los chinos, que no querían una Corea
hostil que amenazara a Manchuria, advirtieron a los invasores que, de llegar a
sus fronteras entrarían en la guerra, pero no logró detenerlos. El 25 de
noviembre de 1950, las fuerzas de la ONU llegaron al río Yalu, frontera entre
China y Corea, y el ejército chino contraatacó. Las fuerzas de la ONU tuvieron
que replegarse más allá del paralelo 38. MacArthur propuso responder
bombardeando Manchuria y bloqueando la costa de China continental con las
tropas de Chiang Kai-shek. Truman no aprobó el plan, pero quedó definitivamente
convencido de que Taiwán era clave para la defensa del "mundo libre"
y lo incorporó como un eslabón esencial en la línea defensiva norteamericana en
el Pacífico oriental.
Desde esa fecha han tenido lugar
varios conflictos, unos mayores y otros menores, entre China y EE. UU. por el
control de Taiwán, conflictos que han servido de pretexto a los norteamericanos
para incrementar la ayuda económica, tecnológica y militar a Taiwán, preparando
así, paso a paso, el momento de su independencia definitiva para incorporarlo
como un miembro de sus alianzas militares en la región. Por encima del
compromiso formal con el principio de una sola China, en los hechos ha
prevalecido la “ambigüedad diplomática”, una política que merece más el nombre
de hipocresía y mentira, que consiste en reiterar de palabra lo de una sola
China y, en la práctica, seguir armando y alentando el separatismo de los
nacionalistas taiwaneses.
Los norteamericanos le temen a una
China cuyo gobierno se declara firmemente socialista y cuya economía ha
alcanzado niveles de crecimiento y desarrollo inesperados para Occidente en un
tiempo récord, pujanza económica que le ha permitido extender sus contactos
comerciales y financieros con Europa y con todo el mundo subdesarrollado
ofreciendo a todos condiciones realmente benignas y realmente ventajosas para
ambas partes tratantes, sin condicionamientos ideológicos ni exigencias de
vasallaje político. Y es obvio que lo que China gana en este terreno, lo pierde
EE.UU. De ahí que la guerra fría y la estrategia trazada en NSC-68, sigan
siendo las pautas de su política frente a Rusia y China. En esta visión
estratégica, la importancia de Taiwán crece, y se vuelve urgente su
independencia para servir de base a un futuro ataque a China.
Ni los rusos ni los chinos buscan el
dominio del mundo para explotar sus riquezas naturales, sus mercados y su mano
de obra barata. Ambos países quieren un mundo con un reparto mejor del
crecimiento y del desarrollo económico, con fortalecimiento relativo de todas
las economías, de todos los mercados internos, para poder establecer con ellos
un intercambio vigoroso y provechoso para todos. Para eso, China no necesita la
guerra sino la paz; la seguridad compartida en la que nadie tenga derecho a
asegurar su propia tranquilidad a costa de la de otro o de otros. China busca
sinceramente la cooperación con Estados Unidos, segura de que es posible un
acuerdo mutuamente beneficioso para ambos. Pero precisamente es este desarrollo
pacífico que China propone lo que Norteamérica ve como la peor amenaza para su
hegemonía mundial, y busca contenerlo y desbaratarlo a cualquier costo,
incluida la guerra. Sabe que la paz es alimento nutritivo para China, pero
veneno mortal para sus monopolios industriales, financieros, y su complejo militar
industrial. De ahí la incompatibilidad inmanente entre ambos puntos de vista.
El verdadero reto de EE. UU. es
obligar a China a una confrontación bélica, como hizo con Rusia en Ucrania, y
para eso está buscando desesperadamente el pretexto ideal, objetivo compartido
por Europa y seguido pasivamente por el resto del mundo, amedrentado por su
poderío económico y militar. Y por eso y para eso están jugando la carta de
Taiwán. La visita de Pelosi y sus imprudentes declaraciones no son otra cosa
que una burda provocación en tal sentido. Por eso fracasaron todas las
tentativas de hacerla entrar en razón.
Los
medios atlantistas, la presidenta de la Comisión Europea, los países del G-7,
la Unión Europea y la OTAN, han desatado una campaña de infamias y de descarada
tergiversación de los hechos, para culpar a China de poner en riesgo la paz de
la región por sus medidas reactivas contra los separatistas de Taiwán; pero no
dicen una palabra sobre la arrogante, imprudente y desafiante conducta de la
señora Pelosi. Según ellos, China solo tiene derecho a recibir el golpe y a
poner la otra mejilla; ellos, en cambio, el de golpear, sancionar, armar a
Ucrania y a Taiwán, gastarse el tesoro “congelado” de sus víctimas para seguir
financiando una cruzada descabellada por la conquista definitiva del planeta
para su exclusivo provecho.
Pero China tiene razón, tanto en su estrategia mundial como en la
defensa de su soberanía. El abusón, agresivo, irresponsable y guerrerista es el
imperialismo yanqui, y los pueblos del mundo harían bien en entenderlo así y
brindarle todo su apoyo y solidaridad incondicional al pueblo y al gobierno
revolucionario de China.
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