Fernando
G. Castolo*
Cuando
uno se introduce a la Catedral de Zapotlán, inmediatamente se siente un
ambiente celestial, cargado de una energía que invita a la oración. Esto se
logra gracias a la armonía del espacio arquitectónico con los elementos
decorativos que embellecen el alcázar.
A
lo largo de los años, y con el apoyo desprendido de los fieles, el inmueble ha
sido dotado de coloridos vitrales, esculturas de excelente talla, artística
ebanistería, bella cristalería en candiles, y pinturas de sensibles pinceles.
En el año 1938, siendo párroco de la ciudad el recordado don Antonio Ochoa Mendoza, y con el apoyo económico del entonces Presidente de la Cámara de Comercio don Guillermo Ochoa Mendoza, así como del notario Basilio Cardona Machuca, se invita a embellecer los muros de la Catedral al pintor nativo de Jalostotitlán, Jalisco, don Rosalío González Gutiérrez (1892-1958). Este pintor autodidacta, según sus biógrafos, desde muy niño demostró amplias dotes en este arte.
Su fama y distinción nacen justamente en su natal Jalostotitlán, cuando se le encomienda el decorado de algunos templos a principios de la década de los treinta. Seguramente que el arzobispo José Garibi Rivera se entera de la presencia de este artista y le cobija, recomendándole en las parroquias de su extenso territorio diocesano para que plasmara obras con temas evangelizadores.
Es así como llega a Zapotlán, donde radica del citado 1938 y hasta 1942. Durante su estadía pinta cuatro monumentales lienzos que se adhieren a los muros de Catedral con bello enmarcado de yesería. Los temas que desarrolló Chalío (como era conocido don Rosalío), fueron: Batalla de Lepanto (en franca alusión a la expulsión de los moros del territorio español, auxiliados por la Virgen del Rosario), La Sagrada Familia (donde muestra a la Virgen bordando, mientras José y Jesús trabajan la carpintería), Tránsito de San José (donde se muestra a José en el lecho de la muerte, rodeado por Jesús y María), y San José, patrono de la Iglesia Universal (donde un ángel le ofrece la Iglesia de Roma al santo varón).
Además,
realizó cuatro alegorías angelicales que evocan a San José, mismas que se
ubican en las pechinas (elementos triangulares que soportan la cúpula central),
así como las nubes y querubines que envuelven a la Virgen de la Asunción, titular
de la Catedral (obra del escultor tuxpanense don Brígido Ibarra, localizada en
la parte del ábside).
Del
mismo Chalío tenemos una hermosa Virgen del Refugio, óleo que se localiza en el
ingreso principal del templo de San Antonio de Padua. Durante el tiempo que
duraron los trabajos artísticos, Chalío aprovechó muy bien su estadía, así como
se le aprovechó igualmente en el vecindario: se encargó del diseño y confección
de los carros alegóricos, dotándoles de ese aire de fantasía renacentista que
subsiste hasta la fecha. Tuvo como ayudante al zapotlense Aristeo Serrano
Magaña (conocido en la comunidad como Marco Petronio), quien aprendió a su lado
el arte pictórico que bien dominaba Chalío.
Durante
ese tiempo, José Clemente Orozco fue invitado por las autoridades culturales
(encabezadas por don Alfredo Velasco Cisneros y el profesor Manuel Chávez
Madrueño) para que realizace un mural en su tierra natal. Obviamente, el pintor
zapotlense requería de muros amplios para atender la petición. Visitó varios inmuebles
y, por supuesto, se interesó en los muros de la Catedral. Cuando observó lo que
hacía Chalío, Orozco, profundamente conmovido, expresó que nunca se atrevería a
mancillar la hermosa obra que se estaba realizando. Con aquel gesto de gran
respeto y humildad, y con la presión de Guillermo Ochoa Mendoza y Basilio
Cardona Machuca, se retiró de su pueblo, para nunca más volver.
Zapotlán perdió la oportunidad de tener una
obra de su hijo predilecto, pero, en cambio, ganó la belleza del excelente
pincel de don Rosalío González Gutiérrez.
*Historiador
e investigador.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario