Víctor
Hugo Prado
Quienes
tenemos como actividad principal la enseñanza de los hijos de otras familias,
nada es quizá más satisfactorio que ver crecer y madurar a los jóvenes, hombres
y mujeres, a los que, con el paso de los años te encuentras convertidos en
personas de bien, algunos son papás o mamás, otros profesionistas, empleados,
empresarios, servidores públicos, personas con éxito, algunos emularon tu
actividad y se convirtieron en profesores.
Es
indescriptible como se entrelazan sentimientos de felicidad, orgullo, sorpresa,
ánimo y confianza que da saber, que tus esfuerzos, los que aplicas con tus
alumnos son recompensados al lograr que las personas tengan aprendizajes que
sirven para enfrentar las complejidades de la vida. De ello obtienes un
beneficio indirecto y la suficiencia para seguir haciendo lo correcto, lo que
un profesor sabe hacer, enseñar. El impacto directo de esos esfuerzos, son los
propios alumnos o egresados, sus familias, la sociedad en conjunto.
Restar
importancia a la educación, provenga de donde provenga la sustracción, es
cerrar horizontes y oportunidades a los jóvenes, es dar ocasión a la emergencia
de conflictos sociales como la pobreza y la desigualdad, es cerrar oportunidades
para el desarrollo económico, es dejar la puerta abierta a condiciones
culturales poco proclives para el desarrollo de lo mejor de la humanidad, es
limitar el acceso a mejores condiciones de vida, entre ellos el empleo, el
acceso a la justicia social, es condicionar el bienestar, pero además se inhibe
la posibilidad de generar los valores que rigen la más sana convivencia social.
En
la acción de educar, los actores son ahora múltiples: el profesor que enseña o
facilita la enseñanza, el alumno que aprende, los padres que educan desde casa,
con los principios y valores que les dieron sus familias y sus escuelas en
generaciones anteriores; participan las comunidades, en donde conviven y se
desarrollan, en la colaboración, en el compromiso con las causas ajenas y
propias. Así, la educación no se confina al conocimiento de disciplinas
básicas, específicas o profesionalizantes, sino además en la labranza de
valores, tan indispensables en sociedades donde el desorden y caos se ha
apoderado del control de las distintas esferas sociales. Hay que aprender
operaciones aritméticas y algebraicas, o los tecnicismos del idioma, pero
también hay que poner en el centro de los aprendizajes, la estima y autoestima,
la honestidad y el respeto. A reconocer las afecciones socioemocionales, a
encontrar la felicidad, y con ello vivir bien y en armonía con otros. Si lo
hacemos bien, eclipsaremos las posibilidades de que emerjan tragedias
desgarradoramente tristes como la de Uvalde.
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