Fernando G. Castolo*
Una
ciudad que no es cambiante siempre aspirará a morir, porque en su eterna
fisionomía deberán quedar los espacios como vieja postal de aparador y, eso, es
letal. Las comunidades, esos conglomerados sociales que representan la
vitalidad de las ciudades, siempre se encuentran en constante evolución, y más
ahora, en este tiempo en que estamos sometidos (y más que sometidos,
secuestrados), de forma irremediable, a los modernos medios de comunicación, a
este mundo globalizado que ha arrasado con lo mejor de cada rincón geográfico
del planeta.
Sí,
porque hemos perdido estabilidades en la identidad más íntima que representa
ese sentido de pertenencia. Así, esta antigua Zapotlán que Juan José Arreola
deseaba ver tal y como la recordaba de niño, fue su gran decepción al no
conservar los rasgos que antaño él conoció. Si bien, es cierto, existen hoy en
día lineamientos legales que permiten la pervivencia de los lugares
"históricos" y originales de las poblaciones, es inevitable que lo
original sucumba ante las presiones del presente: las nuevas exigencias
sociales que desean estar a la altura de las circunstancias.
Las viejas peluquerías hoy son modernos baber
shop; las misceláneas ahora son tiendas de conveniencia; el mismo centro
histórico tiene una enorme competencia con los centros comerciales... No hace
mucho tiempo vimos, con cierta nostalgia, que la emblemática Papelería Fuentes
desapareció del espacio que, por años, mantuvo su tradicional presencia, sobre
la avenida Reforma; luego, también con ojos lagrimosos nos sorprendió el
desplazamiento de un icónico restaurante, el Juanito, que se localizaba en los
bajos del Hotel Zapotlán.
Hoy,
caminando por la calle Zaragoza, también el corazón se impactó con el derrumbe
de una histórica finca, residencia de la familia Briseño-Dipp que albergó la
tienda de estambres y textiles "Diana"... No, no es posible mantener
a la ciudad como una vieja postal de aparador, pero sí es posible invocar en el
espíritu de esta población la salvaguarda de sus tradiciones, esencial en el ánimo
de la identidad que ha definido los rasgos más íntimos de la antigua Zapotlán,
su mejor rostro.
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