Edna Jaime
¿Cómo
será vivir en una zona de silencio? Una en la que es mejor callar porque hablar
puede incitar agresiones que cuesten incluso la vida. ¿Callar o hablar? Pienso
que muchos de los periodistas asesinados en el país se lo cuestionaron. Optaron
por seguir con los llamados del oficio y así les fue.
Sandra
Romandía, directora de Emeequis y
cofundadora de Opinión51, escribió para la edición
de este mes de Letras Libres un artículo muy
incisivo sobre las cuatro amenazas que pesan sobre el periodismo en nuestros
días. Describe la labor periodística de una manera justa y digna. Dice casi
textualmente que “un periodista que indaga y se envenena con el impulso de
revelar la realidad, difícilmente se cura”. Y algunos han estado tan
envenenados que incluso estando advertidos no pararon hasta que alguien los
calló.
En México
la violencia contra periodistas es extrema. El pasado martes, Día de la
libertad de expresión, Human Rights Watch sostuvo que México es el segundo país
más peligroso para ejercer el periodismo. Apenas debajo de Ucrania, una nación
en plena efervescencia bélica. La organización Artículo 19 determina que
existen 18 categorías de agresiones. El asesinato es la expresión más extrema,
pero también se golpea a través del bloqueo informativo, el acoso (que incluye
el judicial), el hostigamiento, las amenazas de muerte, la tortura, los
secuestros y el asesinato.
No puedo pensar en algo más concreto que poner a funcionar al aparato de
persecución criminal, con el objetivo de ‘desenredar’ precisamente estas redes
de criminalidad, y eliminarlas con intervenciones estratégicamente planteadas.
La propia
Artículo 19 tiene registro de 151 comunicadores asesinados por una posible
relación con su ejercicio periodístico, a partir del año 2000. Para ese mismo
periodo se tiene un conteo de 29 periodistas desaparecidos. En 2021 se
contabilizaron 644 agresiones contra el gremio, una cada 14 horas. El
crecimiento de estos incidentes toma una velocidad inusual. La pregunta es por
qué y cómo detenerlo.
No hay
una respuesta única, pero sí puedo decir que, como nunca antes, el trabajo
periodístico y la libertad de expresión están bajo ataque por parte del
mismísimo presidente de la República, que con sus embestidas recurrentes
siembra un mensaje de permisividad hacia la agresión y da carta blanca a la
desatención del tema.
Respecto
a cómo detener la violencia, primero es imperativo establecer mecanismos de
prevención efectivos, pero también que la justicia opere. Me parece un poquito
inútil pedir a las autoridades locales que se hagan cargo. Cada que estalla un
incidente violento, se les exige, pero no rinden. De las miles de denuncias que
se han presentado por agresiones a periodistas, apenas el 1 por ciento ha
concluido con una sentencia.
La justicia
en lo local puede ser incapaz por falta de recursos, de capacidades de
investigación o trabas en su sistema penal, pero también porque puede proteger
o ser parte de una mafia local. Algo que aprendí del trabajo de Artículo 19 es
que las agresiones contra periodistas no sólo las perpetran grupos de crimen
organizado; también lo hacen autoridades (me recuerda aquello de que “fue el
Estado”. En efecto, lo ha sido). Y podemos presumir, porque no hay una
investigación de por medio, que son redes que entrelazan los dos mundos. Para
resolver el problema hay que desmantelarlas.
Me
permito regresar al tema de la Fiscalía General de la República (FGR), y
también al de las transformaciones en la fiscalías locales. No puedo pensar en
algo más concreto que poner a funcionar al aparato de persecución criminal, con
el objetivo de ‘desenredar’ precisamente estas redes de criminalidad, y
eliminarlas con intervenciones estratégicamente planteadas.
Es
evidente que al fiscal general en funciones no le interesa para nada este
enfoque. Ha cerrado la cortina a estos asuntos porque considera que
corresponden al fuero común. Vaya, ni siquiera quiso atraer el caso de la
masacre de Camargo, Tamaulipas. Una organización de derechos humanos interpuso
un amparo que se resolvió a su favor, y un juez ordenó al fiscal atraer el
caso. No obstante, no se sabe si ha realizado alguna diligencia. Insiste en
pensar que son temas del fuero común, y que ahí deben permanecer. Y la verdad
es que tiene parte de razón… Sin capacidades en lo local, será difícil detener
el problema.
Dicho lo
anterior, creo que la FGR debe asumir un rol de liderazgo. Debe tenerlo en los
procesos de transformación que transcurren en las fiscalías estatales y que en
muchos casos parecen descarrilados, justamente porque se asentaron en la
inercia, al extraviarse ese liderazgo. Pienso que también debe tenerlo en los
fenómenos de violencia y violaciones a derechos humanos. Si no está la FGR a la
cabeza, entonces, ¿quién?
La
Fiscalía debe asumirse con un mandato importantísimo: regresar autoridad al
Estado a través de una persecución penal efectiva, y de abrirle las puertas de
la justicia a las víctimas. Debe procurar la no repetición. Lo que tenemos hoy
son repeticiones al infinito, porque nadie quiere intervenir.
¿Cómo
lograr ese cambio radical de visión? Con franqueza, veo una oportunidad ante un
eventual relevo del fiscal. No tengo un cálculo de probabilidad de que suceda,
pero sí confío en que otro perfil, uno más cercano al idóneo, que se vislumbró
cuando comenzó la transición PGR-FGR, pueda retomar la esencia de aquel cambio
y empujarlo.
Mientras
esto sucede, exijamos todos los mecanismos de prevención posibles. Y busquemos
silenciar al presidente en sus embestidas verbales contra la prensa. Ése es el
único lugar de silencio que debemos permitir.
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