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miércoles, 11 de mayo de 2022

¿Qué busca la reforma educativa?

 


 

Aquiles Córdova Morán

 

 

 No hay coincidencia entre los estudiosos de las revoluciones que en el mundo han sido sobre la cuestión de qué es una revolución y cómo puede definirse con cierto rigor científico. Esto ocurre en todas las ciencias sociales, debido a que los investigadores no están exentos de simpatía o antipatía por una u otra respuesta al problema planteado. Esto da lugar a muchas discusiones, casi siempre insolubles, entre los cultivadores de tal o cual disciplina social.



Así, aunque es verdad que no hay una explicación y una definición únicas de revolución y, por lo mismo, siempre podrá discutirse acerca del carácter de un movimiento social determinado, hay casos en que resulta indispensable correr el riesgo de equivocarse, o de ser tomado por dogmático sin remedio cuando la vida nos urge a emitir una opinión sobre ciertas decisiones, modificaciones y transformaciones sociales radicales tomadas por un gobierno o un movimiento político que actúan y hacen derivar su autoridad y legitimidad de su autoproclamado carácter de líderes de una revolución social. Ante una encrucijada semejante, se vuelve indispensable responder a la pregunta si realmente se trata de una revolución o no, y de si es legítimo su derecho a poner a la sociedad entera patas arriba.


Con las salvedades anteriores, doy a continuación mi definición de revolución obligado por el interés de pronunciarme sobre los cambios que el presidente López Obrador y su equipo vienen introduciendo en la vida nacional desde que se inició su periodo de gobierno, en especial, su última ocurrencia de modificar la educación básica del país para ponerla a tono con la ideología y los intereses “revolucionarios” de la 4T. Aclaro que mi opinión se basa en el concepto materialista de revolución. Según esta concepción del mundo, un movimiento social es una revolución verdadera cuando tiene como meta esencial cambiar de raíz la estructura económica de la sociedad, es decir, la forma en que se halla organizada para producir los bienes materiales y los servicios que necesita para vivir, la forma en que se reparten o distribuyen esos bienes entre sus miembros y la forma en que la riqueza resultante se divide entre las distintas clases sociales. Según Ernest Mandel, toda verdadera revolución es, en última instancia, la lucha por la plusvalía.





Para que esta meta esencial se pueda cumplir cabalmente, es indispensable conquistar, primero, el poder político del Estado, sin importar para nada la forma que revista dicho Estado, puesto que la revolución no lo busca para servirse de él, sino para demolerlo y construir en su lugar uno nuevo cuya forma se adapte al nuevo modelo de sociedad que se propone construir. El verdadero carácter de cualquier Estado no está en su forma; cualquiera de ellas (monarquía absoluta, monarquía constitucional, dictadura civil o militar, democracia parlamentaria, democracia  presidencial, etc.) puede adaptarse, y de hecho se adapta siempre a los intereses económicos del sistema dominante, y, precisamente por eso, una verdadera revolución no puede, sencillamente, ponerlo a su servicio, sino que tiene que demolerlo para edificar otro en su lugar, otro que responda a sus propias necesidades. Esta es la razón de por qué toda revolución, aún la menos consciente de su misión histórica, aparece siempre como una lucha por el poder político, lo que ha hecho decir a muchos teóricos (confundiendo los fines con los medios) que todas las revoluciones son siempre políticas y no económicas. Así pues, todo movimiento social solo es una verdadera revolución si tiene claros, desde el primer momento, el objetivo final que persigue y los pasos previos que tiene que cumplir para alcanzarlo.


La precisión lógica y la claridad meridiana sobre estas cuestiones resultan indispensables para que los revolucionarios puedan localizar las fuerzas sociales que se identifiquen con su programa de lucha, lo entiendan, lo hagan suyo y se dispongan a llevarlo a la práctica. Los organizadores de una revolución necesitan manejar, en el periodo de preparación, un discurso claro, bien estructurado y lleno de irresistible realismo para lograr convencer y seducir a las fuerzas sociales inconformes con el viejo estado de cosas, organizarlas y prepararlas para el “asalto al cielo”, como dijo Marx de los obreros de la Comuna de París. De aquí que la tercera y más visible característica de una revolución sea el cambio de clase social en el poder. No un simple cambio de partido o de figura gobernante, sino una clase social nueva. Sin este cambio de clase en el poder, los propósitos de la revolución quedarán reducidos, sin remedio, a puras buenas intenciones.


            Solo una revolución de este tipo tiene el legítimo derecho, e incluso la obligación ineludible de revolucionarlo todo, de cambiar de pies a cabeza la vieja sociedad sin dejar piedra sobre piedra. De ese modo abrirá espacio a la nueva estructura económica y al nuevo Estado al servicio de la nueva clase en el poder junto con sus clases aliadas. Y solo el apoyo y la fuerza de estas nuevas clases en el poder pueden ser fuente legítima de derecho para destruir todo lo viejo y caduco y erigir una sociedad radicalmente nueva. Cuando no hay verdadera revolución, sus dirigentes no representan a ninguna clase social y, por tanto, tampoco sus intereses legítimos; no tienen claro qué hacer con el viejo Estado ni con la vieja sociedad, ni saben qué es lo que quieren construir en su lugar. Se constriñen, por eso, a dar palos de ciego a diestra y siniestra, dañando lo que deberían defender y defendiendo lo que deberían destruir. En lugar de una nueva sociedad, acaban construyendo un centón o un traje viejo lleno de parches, que dan más la imagen de una nación arruinada e indigente que la de una en marcha hacia un futuro de prosperidad y de grandeza.





Por todo lo visto y oído en los tres años y medio de gobierno morenista y a la luz del concepto materialista de revolución, resulta imposible considerar su movimiento como una revolución auténtica. No gobierna una nueva clase social, sino una mezcla confusa y heterogénea de comunistas, ex comunistas, socialdemócratas, izquierdistas teñidos de progresismo, tránsfugas y trepadores profesionales de los viejos partidos que perdieron el poder y uno que otro ricacho que aprovecha el poder de Morena para proteger y acrecentar sus negocios. Tampoco vemos una política clara y sistemática respecto al viejo Estado “neoliberal”, ni ningún proyecto digno de este nombre para levantar una economía más fuerte y equitativa, sobre todo para las clases de menores ingresos. Podemos afirmar por eso que la 4T se halla a varios años luz de una revolución verdadera. De esto se deduce que los cambios y modificaciones que han introducido en la vida de los mexicanos, muchos de los cuales han resultado tremendamente dañinos, son absolutamente arbitrarios y sin la mínima legitimidad popular. Obedecen solo al carácter autocrático e impositivo del presidente López Obrador, al que todos sus seguidores obedecen más por miedo o conveniencia que por respeto y convicción.


En este marco se inscribe la actual reforma educativa. Aprovecha la verdad indiscutible de que toda verdadera revolución no puede permitir que el sistema educativo permanezca en manos de sus opositores; no puede permitir que las nuevas generaciones sean educadas como enemigas suyas. Eso sería tan ingenuo y peligroso como ponerse en manos del ejército o del Estado del régimen derrocado, tal como hizo Madero con los resultados que todos conocemos. Justamente por eso, no hay Gobierno ni país en el mundo con un sistema educativo que forme y eduque a sus enemigos; todos buscan producir cuadros capacitados para servirle con eficacia y lealtad. Para lograrlo, el Estado y la clase dominante crean un modelo educativo a la medida de sus intereses y necesidades, lo que implica que conocen perfectamente el modelo económico en el que viven y prosperan.


            La SEP de Delfina Gómez busca imponer un modelo educativo que forme a las nuevas generaciones con un “criterio revolucionario”, es decir, directamente opuesto a lo que el sistema de economía de mercado necesita en materia de trabajadores calificados, cuadros técnicos y científicos, investigadores, creadores, artistas, etc., para crecer y desarrollarse. La 4T quiere formar los cuadros para la sociedad futura, y esto plantea de inmediato la pregunta obvia: ¿de qué sociedad futura se trata? ¿Saben qué quieren hacer de las y los jóvenes de hoy y para qué? ¿Tienen claro cuál debe ser el contenido de su reforma educativa para lograr sus propósitos “revolucionarios”? Hasta ahora nadie conoce ese contenido, ni el papel que jugarán las seis “fases”, ni cómo se empatarán con los grados escolares vigentes. Tampoco dicen una palabra sobre los recursos materiales y humanos (maestros) necesarios y adecuados para ejecutar la reforma educativa “revolucionaria” de Marx Arriaga.

 

No obstante, lo verdaderamente grave es que los autores de la reforma olvidan que, como acabamos de decir, la educación sirve siempre al sistema dominante, y que es locura crear un modelo educativo opuesto frontalmente a dicho sistema sin antes haberlo destruido, o al menos derrotado definitivamente. La educación y el modo de producción vigente no pueden estar desvinculados entre sí, y menos ser antagónicos, porque la educación existe para crear los cuadros que el segundo necesita, y este es el que proporciona el mayor número de empleos a los egresados de las instituciones educativas. La gente estudia para tener un empleo seguro y bien remunerado. Por tanto, si el modelo educativo forma enemigos de las empresas, estas se negarán a darles trabajo con toda razón, y entonces tendremos, de un lado, un ejército de desempleados con título, y de otro, una economía paralizada por falta de mano de obra especializada.


Si volteamos la vista hacia las revoluciones verdaderas, las que sí saben a dónde van y cómo llegar (la Revolución de Octubre, la china, la cubana, etc.), veremos que todas ellas derribaron primero el viejo modelo económico y luego revolucionaron el sistema educativo. Pero la 4T quiere hacerlo al revés: primero cambiar el modelo educativo y después averiguar para qué serán buenos los nuevos profesionales. De todo este sinsentido solo pueden surgir nuevos problemas económicos y más pobreza para el país. Un regalo más de la 4T a los pobres de México, como ocurre siempre que alguien se mete a construir un rascacielos sin ser siquiera un alarife de medio pelo.




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