Aquiles
Córdova Morán
Así,
aunque es verdad que no hay una explicación y una definición únicas de
revolución y, por lo mismo, siempre podrá discutirse acerca del carácter de un
movimiento social determinado, hay casos en que resulta indispensable correr el
riesgo de equivocarse, o de ser tomado por dogmático sin remedio cuando la vida
nos urge a emitir una opinión sobre ciertas decisiones, modificaciones y
transformaciones sociales radicales tomadas por un gobierno o un movimiento
político que actúan y hacen derivar su autoridad y legitimidad de su
autoproclamado carácter de líderes de una revolución social. Ante una
encrucijada semejante, se vuelve indispensable responder a la pregunta si
realmente se trata de una revolución o no, y de si es legítimo su derecho a poner
a la sociedad entera patas arriba.
Con
las salvedades anteriores, doy a continuación mi definición de revolución
obligado por el interés de pronunciarme sobre los cambios que el presidente
López Obrador y su equipo vienen introduciendo en la vida nacional desde que se
inició su periodo de gobierno, en especial, su última ocurrencia de modificar
la educación básica del país para ponerla a tono con la ideología y los
intereses “revolucionarios” de la 4T. Aclaro que mi opinión se basa en el
concepto materialista de revolución. Según esta concepción del mundo, un
movimiento social es una revolución verdadera cuando tiene como meta esencial
cambiar de raíz la estructura económica de la sociedad, es decir, la forma en
que se halla organizada para producir los bienes materiales y los servicios que
necesita para vivir, la forma en que se reparten o distribuyen esos bienes
entre sus miembros y la forma en que la riqueza resultante se divide entre las
distintas clases sociales. Según Ernest Mandel, toda verdadera revolución es,
en última instancia, la lucha por la plusvalía.
Para
que esta meta esencial se pueda cumplir cabalmente, es indispensable
conquistar, primero, el poder político del Estado, sin importar para nada la
forma que revista dicho Estado, puesto que la revolución no lo busca para
servirse de él, sino para demolerlo y construir en su lugar uno nuevo cuya
forma se adapte al nuevo modelo de sociedad que se propone construir. El
verdadero carácter de cualquier Estado no está en su forma; cualquiera de ellas
(monarquía absoluta, monarquía constitucional, dictadura civil o militar,
democracia parlamentaria, democracia
presidencial, etc.) puede adaptarse, y de hecho se adapta siempre a los
intereses económicos del sistema dominante, y, precisamente por eso, una
verdadera revolución no puede, sencillamente, ponerlo a su servicio, sino que
tiene que demolerlo para edificar otro en su lugar, otro que responda a sus
propias necesidades. Esta es la razón de por qué toda revolución, aún la menos
consciente de su misión histórica, aparece siempre como una lucha por el poder
político, lo que ha hecho decir a muchos teóricos (confundiendo los fines con
los medios) que todas las revoluciones son siempre políticas y no económicas.
Así pues, todo movimiento social solo es una verdadera revolución si tiene
claros, desde el primer momento, el objetivo final que persigue y los pasos
previos que tiene que cumplir para alcanzarlo.
La
precisión lógica y la claridad meridiana sobre estas cuestiones resultan
indispensables para que los revolucionarios puedan localizar las fuerzas
sociales que se identifiquen con su programa de lucha, lo entiendan, lo hagan
suyo y se dispongan a llevarlo a la práctica. Los organizadores de una
revolución necesitan manejar, en el periodo de preparación, un discurso claro,
bien estructurado y lleno de irresistible realismo para lograr convencer y
seducir a las fuerzas sociales inconformes con el viejo estado de cosas,
organizarlas y prepararlas para el “asalto al cielo”, como dijo Marx de los
obreros de la Comuna de París. De aquí que la tercera y más visible
característica de una revolución sea el cambio de clase social en el poder. No
un simple cambio de partido o de figura gobernante, sino una clase social
nueva. Sin este cambio de clase en el poder, los propósitos de la revolución
quedarán reducidos, sin remedio, a puras buenas intenciones.
Solo una revolución de este tipo
tiene el legítimo derecho, e incluso la obligación ineludible de revolucionarlo
todo, de cambiar de pies a cabeza la vieja sociedad sin dejar piedra sobre
piedra. De ese modo abrirá espacio a la nueva estructura económica y al nuevo
Estado al servicio de la nueva clase en el poder junto con sus clases aliadas.
Y solo el apoyo y la fuerza de estas nuevas clases en el poder pueden ser
fuente legítima de derecho para destruir todo lo viejo y caduco y erigir una
sociedad radicalmente nueva. Cuando no hay verdadera revolución, sus dirigentes
no representan a ninguna clase social y, por tanto, tampoco sus intereses
legítimos; no tienen claro qué hacer con el viejo Estado ni con la vieja
sociedad, ni saben qué es lo que quieren construir en su lugar. Se constriñen,
por eso, a dar palos de ciego a diestra y siniestra, dañando lo que deberían
defender y defendiendo lo que deberían destruir. En lugar de una nueva
sociedad, acaban construyendo un centón o un traje viejo lleno de parches, que
dan más la imagen de una nación arruinada e indigente que la de una en marcha
hacia un futuro de prosperidad y de grandeza.
Por
todo lo visto y oído en los tres años y medio de gobierno morenista y a la luz
del concepto materialista de revolución, resulta imposible considerar su
movimiento como una revolución auténtica. No gobierna una nueva clase social,
sino una mezcla confusa y heterogénea de comunistas, ex comunistas,
socialdemócratas, izquierdistas teñidos de progresismo, tránsfugas y trepadores
profesionales de los viejos partidos que perdieron el poder y uno que otro
ricacho que aprovecha el poder de Morena para proteger y acrecentar sus
negocios. Tampoco vemos una política clara y sistemática respecto al viejo
Estado “neoliberal”, ni ningún proyecto digno de este nombre para levantar una
economía más fuerte y equitativa, sobre todo para las clases de menores
ingresos. Podemos afirmar por eso que la 4T se halla a varios años luz de una
revolución verdadera. De esto se deduce que los cambios y modificaciones que
han introducido en la vida de los mexicanos, muchos de los cuales han resultado
tremendamente dañinos, son absolutamente arbitrarios y sin la mínima
legitimidad popular. Obedecen solo al carácter autocrático e impositivo del
presidente López Obrador, al que todos sus seguidores obedecen más por miedo o
conveniencia que por respeto y convicción.
En
este marco se inscribe la actual reforma educativa. Aprovecha la verdad
indiscutible de que toda verdadera revolución no puede permitir que el sistema
educativo permanezca en manos de sus opositores; no puede permitir que las
nuevas generaciones sean educadas como enemigas suyas. Eso sería tan ingenuo y
peligroso como ponerse en manos del ejército o del Estado del régimen
derrocado, tal como hizo Madero con los resultados que todos conocemos.
Justamente por eso, no hay Gobierno ni país en el mundo con un sistema
educativo que forme y eduque a sus enemigos; todos buscan producir cuadros
capacitados para servirle con eficacia y lealtad. Para lograrlo, el Estado y la
clase dominante crean un modelo educativo a la medida de sus intereses y
necesidades, lo que implica que conocen perfectamente el modelo económico en el
que viven y prosperan.
La SEP de Delfina Gómez busca
imponer un modelo educativo que forme a las nuevas generaciones con un
“criterio revolucionario”, es decir, directamente opuesto a lo que el sistema
de economía de mercado necesita en materia de trabajadores calificados, cuadros
técnicos y científicos, investigadores, creadores, artistas, etc., para crecer
y desarrollarse. La 4T quiere formar los cuadros para la sociedad futura, y
esto plantea de inmediato la pregunta obvia: ¿de qué sociedad futura se trata?
¿Saben qué quieren hacer de las y los jóvenes de hoy y para qué? ¿Tienen claro
cuál debe ser el contenido de su reforma educativa para lograr sus propósitos
“revolucionarios”? Hasta ahora nadie conoce ese contenido, ni el papel que
jugarán las seis “fases”, ni cómo se empatarán con los grados escolares
vigentes. Tampoco dicen una palabra sobre los recursos materiales y humanos
(maestros) necesarios y adecuados para ejecutar la reforma educativa
“revolucionaria” de Marx Arriaga.
No
obstante, lo verdaderamente grave es que los autores de la reforma olvidan que,
como acabamos de decir, la educación sirve siempre al sistema dominante, y que
es locura crear un modelo educativo opuesto frontalmente a dicho sistema sin
antes haberlo destruido, o al menos derrotado definitivamente. La educación y
el modo de producción vigente no pueden estar desvinculados entre sí, y menos
ser antagónicos, porque la educación existe para crear los cuadros que el
segundo necesita, y este es el que proporciona el mayor número de empleos a los
egresados de las instituciones educativas. La gente estudia para tener un
empleo seguro y bien remunerado. Por tanto, si el modelo educativo forma
enemigos de las empresas, estas se negarán a darles trabajo con toda razón, y
entonces tendremos, de un lado, un ejército de desempleados con título, y de
otro, una economía paralizada por falta de mano de obra especializada.
Si
volteamos la vista hacia las revoluciones verdaderas, las que sí saben a dónde
van y cómo llegar (la Revolución de Octubre, la china, la cubana, etc.),
veremos que todas ellas derribaron primero el viejo modelo económico y luego
revolucionaron el sistema educativo. Pero la 4T quiere hacerlo al revés:
primero cambiar el modelo educativo y después averiguar para qué serán buenos
los nuevos profesionales. De todo este sinsentido solo pueden surgir nuevos
problemas económicos y más pobreza para el país. Un regalo más de la 4T a los
pobres de México, como ocurre siempre que alguien se mete a construir un
rascacielos sin ser siquiera un alarife de medio pelo.
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