Aquiles Córdova Morán
La cultura dominante es la de la clase dominante. Por eso, la opinión pública, educada por aquella cultura, está llena de mitos y creencias que pasan por verdades irrefutables, pero que, realmente, no resisten el menor intento de análisis serio. A este tipo de "verdades" (que, bien pensadas, son en realidad exactamente lo contrario de lo que aparentan), pertenecen creencias tales como la honradez inmaculada de los ricos, el paradigmático respeto de la policía a las leyes, la asepsia moral de los funcionarios públicos de alto nivel y, naturalmente, el carácter indiscutiblemente verdadero, cierto, de todo lo que dice la prensa.
En relación con esto último, las cosas llegan a
tal grado, la creencia ha penetrado tan profundo que no son sólo los ciudadanos
comunes y corrientes, poco educados y enterados del acontecer cotidiano,
quienes la adoptan, la sostienen y actúan en consecuencia; son también
profesionistas especializados, hombres de ciencia educados en el pensamiento
crítico, quienes dan por bueno este principio y se apoyan en él para la
realización de sus actividades. Escritores, abogados, los propios periodistas,
investigadores de las distintas ramas de la ciencia y, sobre todo,
historiadores tienen en alto aprecio, casi como la fuente más primaria y segura
de la verdad, la información periodística. Cuántos historiadores y biógrafos
prestigiosos han reconstruido una vida o toda una época histórica (y han
construido con ellas su propia fama de investigadores acuciosos y certeros)
basándose fundamentalmente en el estudio y análisis del material periodístico
de su época, dándolo, sin más, por objetivo, cierto e indiscutible.
Y no es así. A poco que se piense, resulta
claro que, por el contrario, es difícil encontrar otro medio más sometido que
la prensa, hablada o escrita, a los vaivenes y los intereses económicos,
políticos e ideológicos de los grupos y fuerzas dominantes de su sociedad
coetánea. Hoy sabemos que la inmensa mayoría, si no la totalidad, de los
órganos periodísticos que permean a una sociedad, no son la creación de grupos
filantrópicos, enamorados platónicos de la verdad pura y del derecho de los
ciudadanos a ser informados, sino propiedad de grupos específicos de poder, que
procrean tales órganos informativos con el muy pragmático propósito de difundir
sus propios puntos de vista y salvaguardar sus intereses políticos y
económicos.
Por tanto, no sólo las interpretaciones que dan
de los hechos, sino la selección de los hechos mismos que acogen en sus páginas,
están determinadas por esos intereses y propósitos y están, por lo mismo, muy
lejos de constituir una visión equilibrada, objetiva y total de la realidad. De
entre esos grupos de poder destaca, con mucho, como sabemos hoy también con
toda seguridad, el propio gobierno que, como en México, llega a controlar más
del 90 por ciento de los periódicos y noticiarios de radio y televisión que se
difunden diariamente. Mucho de la visión que la prensa de un país da a los
ciudadanos, pues, no es otra cosa que el punto de vista del gobierno en turno.
Esto es lo que ocurre, pero no es lo que a los
ciudadanos comunes nos gustaría que ocurriera.
La sociedad civil (como ahora se dice) necesita
y desea disponer de verdaderos órganos de difusión de sus necesidades, inconformidades
y puntos de vista; órganos que le garanticen un acceso seguro, expedito y
barato, sin distorsiones interesadas ni condicionamientos vergonzosos, o cuando
menos molestos. El hombre de la calle, o sus órganos de representación
legítima, clama porque la prensa nacional no distorsione la verdad ni
discrimine los hechos en favor de los poderosos y los influyentes, porque sus
problemas, necesidades y quejas se tornen importantes para los señores
directores de periódicos y para los señores reporteros y editorialistas
influyentes y que logren, si no desplazar (no sería justo ni posible), sí
cuando menos figurar al lado de las notas sobre bodas elegantes, premios a
intelectuales saturados de propaganda y grandes fotos sobre multitudes
apretujadas en torno a un peregrino ídolo de rock. En síntesis, el pueblo pide
que se democratice efectivamente la prensa.
Como consecuencia de ello, estoy seguro que las
demandas del periodismo nacional en torno a la dignificación, respeto y
seguridad económica y física de la profesión, cuentan con el más amplio y
profundo respaldo de la opinión pública nacional. Estoy seguro de que aun quien
no lee periódicos consuetudinariamente apoya de forma decidida la idea de que
el periodista debe alcanzar un estatus social que le permita vivir, con decoro
y sin apremios, de su profesión, sin tener que vender la pluma o la conciencia
para completar el gasto de la familia. Está de acuerdo en que, con el apoyo
pleno de la sociedad en su conjunto en favor del periodista, deben acabarse las
mordidas oficiales, los cobros extras por un periodicazo, los contubernios bien
pagados para mentir en favor de uno y en contra de otro.
Junto con esto, estoy seguro también de que la
opinión pública reclama del periodista que cambie radicalmente su actual punto
de vista sobre su profesión; que deje de concebirla como una fuente de
influencia y privilegios personales y que comience a entenderla como un recurso
inmejorable para dar voz a quienes no la tienen y, en consecuencia, como
poderosa herramienta para contribuir al saneamiento y erradicación de todas las
injusticias, de todas las lacras sociales, de todas las mentiras que están
ahogando al país.
Pide la opinión pública que la prensa deje ya
de ser simple caja de resonancia, simple amplificador de las declaraciones, los
intereses y los puntos de vista de los poderosos política y económicamente, o
la patente de corso tras la que se escondan falsos prestigios revolucionarios
para agredir, mentir y delinquir. Que el periodista honrado vaya más allá del boletín
oficial, de la declaración del político o de la confidencia del amigo o la
"fuente", para acercarse a los hechos mismos, para investigarlos,
comprobarlos, tocarlos con sus propias manos, y así comprometerse con su
información, así poder responder de la veracidad y objetividad de los hechos
que maneja e interpreta.
Si esto sucediera, creo sin exagerar que la
propia historia, la del país y la del mundo, comenzaría a cambiar de forma y de
contenido.
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