Aquiles
Córdova Morán
En
verdad, la práctica viene de tiempo atrás, de la época de los regímenes
priistas posteriores al periodo presidencial del general Lázaro Cárdenas
(1934-1940), momento culminante del impulso social nacido de la Revolución
Mexicana. Pero, a pesar de su antigüedad, sigue siendo un hecho de absoluta
actualidad debido a que los partidos políticos recién llegados al poder, sin
ninguna excepción, la han adoptado con apenas alguna modificación insustancial,
por haber comprobado su eficacia para atraer el voto ciudadano a bajo costo,
mejor dicho, sin dar nada a cambio. Estoy hablando del estilo retórico de los
discursos que pronuncian nuestros políticos en campaña, sin distinción de nivel
(municipal, estatal o federal), importancia o carácter de la función (ejecutiva
o legislativa) que conlleva el cargo al que aspiran.
El
estereotipo no falla: invocación de “elevados” principios de política y de
justicia social universal, citas de frases famosas, identificación pública del
candidato con principios éticos y valores trascendentales (personales y
sociales) que en privado no comparte ni entiende (porque le escriben el
discurso), metáforas traídas de los cabellos para dar la impresión de
profundidad de pensamiento y dominio del lenguaje, rosario más o menos nutrido
de antítesis que pretenden ser contundentes, y esclarecedoras a más no poder,
del perfil político global del aspirante y de lo que se propone hacer “si el
voto me favorece” (no creo esto, sino aquello; no pienso en esto, sino en
aquello; no toleraré tal cosa o tal conducta, sino tales y cuales otras, etc.)
y, finalmente, pero no por ello menos importante, la demagogia descarnada que
manipula sin recato la sensiblería a flor de piel de nuestra gente ingenua,
adulando sus intereses y convicciones más comunes y arraigados, es cierto, pero
muchos de ellos perjudiciales para sus verdaderos intereses, como es lógico
esperar de un pueblo despolitizado y con bajo nivel de escolaridad gracias a
una política educativa errónea o malintencionada.
Es
aquí donde entran las repugnantes (por manipulatorias) referencias
encomiásticas a la familia del candidato, elevada de pronto a paradigma
insuperable de las virtudes de la familia mexicana; los llamados a los
presentes para que, “pensando en sus propios hijos, por los que seguramente
están dispuestos a cualquier sacrificio”, voten por el candidato que, al
mostrarles la suya, les ha puesto delante el modelo de vida familiar que deben
perseguir y alcanzar juntos. Lugar destacado ocupa la referencia al “origen
popular” del candidato, la modestia económica de su familia y las carencias que
padeció en su infancia, los “esfuerzos y sacrificios” que tuvieron que hacer
todos para darle una buena educación, etc., rematando todo con la consabida
frase: “yo soy producto de la cultura del esfuerzo” y, por ello, “entiendo
perfectamente las necesidades de la gente, me identifico con sus anhelos de
progreso y de justicia social” y les prometo “no defraudarlos, sino cumplir
fielmente, como gobernante, lo que como candidato les estoy ofreciendo”.
Después de tan brillante pieza oratoria, no queda más que sentarse a esperar
las urnas repletas de votos en favor del hábil discurseador. Pero después de
años y años de escuchar puras “variaciones sobre el mismo tema”, como dicen en
música, de escuchar las mismas promesas y las mismas apelaciones
sentimentaloides al atraso y la incultura de la gente, con idénticos o
parecidos resultados, o sea, nada, la eficacia de este discurso está totalmente
agotada. La gente concurre a los mítines y manifestaciones de apoyo por
intereses más concretos que las promesas de saliva del candidato: conseguir
algún “utilitario” (así le llaman, en la jerga electorera, a los obsequios baratos
que dan a los “acarreados”) o por temor a represalias de sus “líderes”. Y nada
más.
Hace
ya rato que es hora de sepultar esa oratoria, ampulosa y llena de lugares
comunes y promesas en abstracto que no comprometen a nada. Basta ya de
ridiculeces como “detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”, “vengo desde
abajo y por eso me identifico con el pueblo”, “soy hombre de palabra y de
compromisos”, “no toleraremos la impunidad”, “nadie por encima de la ley”,
“combatiremos la pobreza con todo”, etc., etc. El elector mexicano necesita, y
debe exigir, candidatos que le hablen de manera inteligente, clara y precisa,
de sus problemas y carencias reales, inmediatas y mediatas, de las verdaderas
causas de tales problemas y, de manera absolutamente puntual, concreta, qué
tipo de políticas se propone llevar a cabo para resolverlos o comenzar a
resolverlos. Los mexicanos todos, los que votamos y los que no, debemos
aprender a medir el calibre intelectual, la cultura universal, el desinterés,
la honestidad, la sinceridad, la laboriosidad y la definición ideológica de
quien pide nuestro voto para poder gobernarnos. Y eso puede hacerse fácilmente
si, al hablarnos, muestra un dominio perfecto de los temas de su campaña, si
conoce a fondo las carencias de la gente, si es capaz de explicar la raíz de
tales carencias y si, finalmente, sus propuestas de solución son realistas,
acertadas y posibles de ponerse en práctica y no pura demagogia. Si no cumple
con estos requisitos mínimos, debemos negarle el voto. De esa manera, comenzaremos
a construir desde abajo un nuevo tipo de político, es decir, un nuevo tipo de
gobernante y de gobierno, que es lo que pide a gritos el nuevo país que todos
demandamos.
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