José Luis Vivar
La primera vez que escuché el
nombre de Vicente Preciado Zacarías fue al principio de los ochenta del siglo
XX en la facultad de Odontología de Veracruz, cuando llegó a mis manos el
“Manuel de Endodoncia: Guía Técnica” (1977, Ediciones Cuéllar) —en su segunda
edición de las cinco que tuvo—, dirigidos a estudiantes que cursábamos la
materia del mismo nombre, y que en mi caso impartía el Dr. Eduardo Cabañas, con
quien además llevábamos como libro de texto: “Endodoncia” de Ángel Lasala
(1979, Salvat). De esta forma, ambas obras sirvieron para aprender las técnicas
básicas de esta especialidad odontológica que permite salvar a cualquier pieza
dental de la terrible extracción.
Años más tarde abandoné el puerto para venir a vivir a Ciudad Guzmán, donde al poco tiempo de ingresar al servicio dental en el IMSS, tuve la oportunidad de conocer al autor de aquel manual, primero a través de su columna Partici-Pasiones en el semanario La Voz del Sur que dirige Alfredo Pérez Herrera. Y después en persona, pero no en un seminario de Endodoncia, sino en el auditorio “Consuelito Velázquez” de la Casa de la Cultura, a donde había asistido para la presentación de una revista literaria.
Desde
aquella ocasión nuestros encuentros serían más frecuentes de lo imaginado. Si
algo caracterizaba al Maestro Vicente, o don Vicente —como me permitía llamarle
en confianza—, era el entusiasmo; lo mismo para impartir sus clases de
Endodoncia en Guadalajara, a donde acudía cada semana; que, en la preparatoria
de la UdeG, con la materia de Literatura.
No
es fácil dividir la mente para enseñar, pero él lo hacía. Por una parte,
explicaba los conductos radiculares examinados a detalle en una radiografía, y
por otra, analizaba los versos de Homero en la Odisea, cuando Ulises abandona Ítaca para lanzarse a la aventura
marítima.
Y
eso no era todo. Escribía, publicaba sus textos, dictaba conferencias,
presentaba libros, e incluso una vez fue candidato a la presidencia, y ejerció
como regidor de Cultura, un trabajo que disfrutaba y disfrutábamos mientras
estuvo al frente, quizás porque a diferencia de muchos otros que han ocupado
dicho cargo, entendió que el fomento y el apoyo a las distintas manifestaciones
artísticas es una de las prioridades de todo gobierno municipal. Un trabajo
arduo, pero que deja muchas satisfacciones.
Aunque publicó varios libros sobre distintos tópicos, sobresalen los que dedicó a su amigo Juan José Arreola, en especial Apuntes de Arreola en Zapotlán (2004, UdeG et al), por estar bien documentado y sobre todo por la forma amena de narrar autores tan complejos y obras verdaderamente difíciles de encontrar en cualquier librería. Más interesante resultaba saber que esta obra fue producto de largas conversaciones entre don Vicente y el escritor durante varios años. Cada uno de esos encuentros debió ser inolvidable por tratarse de diálogos donde prevalecía el conocimiento y la inteligencia.
Hablar
de la trayectoria, premios y reconocimientos de don Vicente tomaría muchas
páginas porque todos son importantes, sin embargo, el mejor reconocimiento que
podrían hacerle es leer sus obras, porque dejó su huella de alguien que vivió
con intensidad, que supo valorar y aprovechar el tiempo, alguien que deja un
espacio muy difícil de llenar.
El
pasado 22 de mayo me visitó en mi casa y conversamos como si no hubiera pasado
el tiempo. A raíz de un artículo que yo había escrito sobre su libro Prólogos para Obra Publicada
(1974-2020)” (García Ariana, Puertaabierta Editores), me obsequió La Expedición Olvidada de Ramón
Elizondo, donde él había plasmado las palabras introductorias. Una pequeña joya
que sin estar dedicado atesoro porque fue la última vez que lo vi. Después,
después el silencio.
Quiero imaginar que don Vicente salió de viaje, y que anda con su amigo librero de Buenos Aire, Argentina; o que está en Barcelona dictando una conferencia. O mejor aún, que se fue a la Ciudad de México para acompañar a Juan José Arreola en un compromiso literario. Imaginarlo activo es como siempre habré de recordarlo.
Le
agradezco que me haya favorecido con su sabiduría, sus anécdotas que son
muchas; por sus detalles como aquel frasco de exquisita mermelada que compró
para mí en la desaparecida tienda del ISSSTE de la avenida Colón de esta
ciudad. Por los libros que tuvo a bien regalarme, y principalmente por
permitirme ser uno de sus admiradores.
Hasta
entonces don Vicente.
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