Aquiles
Córdova Morán
Muchos
comentarios negativos, críticas acerbas y predicciones tremendistas para el
pueblo afgano y para la libertad y la plena igualdad de las mujeres, se han
escrito y escriben durante y después de la evacuación de las tropas de la OTAN
(mayoritariamente norteamericanas) de Afganistán y la ocupación inmediata del
país por los talibanes. En particular los especialistas en análisis geopolítico
y los publicistas que amplifican sus opiniones, aseguran que esto es una
innegable derrota del “ejército de la libertad, la democracia y los derechos
humanos”, es decir, una derrota de los “valores occidentales”, lo cual hace
temer por el futuro de la civilización.
En
contraste, y sin olvidar diferencias de fondo y de matiz entre ellos, los
teóricos y publicistas de la izquierda mundial, junto con los países que hace
rato vienen oponiéndose al dominio hegemónico de una sola potencia mundial y
pugnando por una leal cooperación entre todas las naciones, por el desarrollo
compartido y el beneficio mutuo, en fin, un mundo solidario y multipolar, sin
países explotadores y países explotados, tienen una valoración distinta,
francamente positiva en algunos casos, de lo ocurrido en Afganistán.
Esta
disparidad de opiniones no es nueva, no está determinada por la simple
casualidad ni por la naturaleza particular del hecho ni por los intereses
inmediatos y cortoplacistas de grupos y países. Creo que esto es lo mismo que
ocurre siempre que se discuten problemas que afectan los intereses de muchos o
a todos, ya se trate de cuestiones científicas, religiosas, filosóficas,
morales, de organización social o de las distintas formas de Estado y de
gobierno, es decir, de problemas de verdadera trascendencia universal que
obligan a personajes, instituciones y países a tomar una posición definida y
precisa sobre ellos. Tal es el caso de la derrota de Occidente en Afganistán.
En
el fondo de tales discrepancias se encuentran, en mi opinión, dos filosofías
opuestas del mundo y de la vida, dos maneras distintas de mirarlos y
conceptualizarlos y dos herramientas del pensar directamente opuestas con las
que se analizan y se formulan opiniones sobre las cuestiones a debate. Hablo de
la misma visión materialista del universo de Heráclito de Éfeso, que lo
caracterizó como una totalidad material regida en su existencia y desarrollo
por una ley inmanente (el logos) según la cual “todas las cosas son gobernadas
por medio de todas”, es decir, sin necesidad de una fuerza exterior a él que lo
determine y ordene; y, del otro lado, de quienes lo ven como un gran prodigio
de racionalidad y organización que solo pudo ser creado y organizado por una
inteligencia suprema, ajena al propio universo y de naturaleza distinta a él.
Estas
dos visiones han coexistido desde que apareció el pensamiento sistemático y con
pujos de racionalidad en la ciudades griegas del Asia Menor, tal como lo han
documentado los historiadores de la filosofía de todas las escuelas. Ellas y
sus respectivas herramientas de análisis y de estudio, siguiendo a
Heráclito, tampoco son fruto de la
imaginación o de la inteligencia pura, sino de la influencia directa e
indirecta de la misma realidad que se quiere conocer sobre el sujeto
cognoscente, es decir, sobre el ser humano. El carácter terrenal de su
pensamiento, así sea el más abstracto, se demuestra por el hecho de que puede
aplicarse, con los resultados esperados, a esa misma realidad de donde procede.
Ejemplos: las matemáticas más avanzadas, las geometrías no euclidianas, la
teoría de la relatividad y la física cuántica. En síntesis, las divergencias
inevitables en el modo de concebir y conceptualizar todos los fenómenos del
universo, nacen de la realidad misma y son el reflejo activo de la lucha y el
enfrentamiento que se gesta y desarrolla en el seno de la sociedad desde el
momento en que ésta se escinde en clases antagónicas. Su antagonismo es, por
tanto, irreductible e inconciliable, al menos mientras exista la escisión
social que las engendra, aunque pueda inhibirse por la fuerza la más débil
socialmente hablando.
Volvamos
a Afganistán. La invasión y la consiguiente ocupación militar por espacio de 20
años por Estados Unidos, no obedeció al deseo de instaurar la libertad, la
democracia y los derechos humanos en esa sociedad tribal, con una organización
económica, política y estatal muy rezagada y con una religión fundamentalista
que considera por principio a la mujer inferior al hombre y la fuente
originaria y perpetua de la tentación y la lujuria masculinas, como acaba de
reconocerlo sin tapujos el propio presidente Joseph R. Biden. Sin embargo,
tampoco fue la que él manifiesta, es decir, aprehender y castigar a los
responsables del ataque terrorista a las Torres Gemelas de Nueva York, el
famoso y fatídico 11-S. Los hechos demuestran que nunca detuvieron ni juzgaron
a nadie, y que el asesinato (porque fue eso y no un acto de justicia) de Osama
bin Laden, ocurrió fuera de Afganistán. ¿Para qué, entonces, veinte años de
ocupación?
La
explicación se torna sorprendentemente sencilla si no la miramos como un hecho
aislado, sino como una pieza infaltable del rompecabezas de la política
norteamericana en Oriente Cercano y Medio, semejante, por tanto, en todos los
aspectos fundamentales (incluidas las mentiras flagrantes empleadas para
justificarla) a las sufridas, antes y después, por países como Yugoslavia,
Irán, Libia, Túnez, Egipto, Irak y Siria. Estas guerras feroces, realmente
aterradoras, que causaron y siguen causando cientos de miles de civiles
inocentes muertos amén de los miles de combatientes, llevadas a cabo contra
sociedades pacíficas, inermes y situadas a miles de kilómetros de la potencia
agresora, no tiene cada una explicación particular, sino una sola y la misma
para todas: el afán compulsivo de Estados Unidos por adueñarse de todas las
zonas del planeta ricas en gas, petróleo y metales estratégicos, indispensables
para alimentar al Moloch insaciable que es su complejo militar-industrial junto
con sus grandes monopolios trasnacionales en general.
Pero
tal ambición no se circunscribe al puro interés económico, al hambre de
“comodities” baratos (y, si se puede, gratuitos). También comprende cuestiones
como la de asegurarse el dominio político del planeta, para lo cual busca
afanosamente, ayudado por su ciencia y tecnología de vanguardia, manipular la
mente y la voluntad de los seres humanos. Esta manipulación resulta esencial
para asegurar sin problemas el control político, y este, a su vez, para
garantizar el control de los mercados y las materias primas de los países
conquistados. Con esto en sus manos, asegura el dominio absoluto de las rutas
aéreas, terrestres y marítimas del planeta y pone a su servicio las ventajas
estratégicas derivadas de la ubicación geográfica de cada país y de toda una
región, tanto para beneficio de sus importaciones y exportaciones como en
previsión de una futura guerra. Este poderoso círculo de hierro, verdaderamente
diabólico, fue minuciosamente elaborado en todos sus detalles en el proyecto
conocido como “Medio Oriente Ampliado”, desarrollado por la dupla Rumsfeld-Cebrowski
cuyos nombres lleva.
La
invasión de Afganistán bajo “bandera falsa” (igual que en los casos de Irak,
Libia, Yugoslavia, Siria, etc.) es parte integrante del plan
Rumsfeld-Cebrowski, cuyo objetivo estratégico es desorganizar de raíz al Estado
invadido: ejército, gobierno, economía, educación y cultura, y de ese modo
volver prácticamente imposible su reconstrucción por mucho tiempo y, de ser
posible, para siempre. Este es el significado de la frase “guerra sin fin” que
lanzó George Bush hijo a raíz del 11-S. Naturalmente que el éxito de este plan,
cuyo carácter brutal, sanguinario e inhumano deja en categoría de bebé en
pañales a Hitler, exige sin falta el quebrantamiento total de la voluntad, la
inteligencia y el libre albedrío de los pueblos sometidos. Para esto, el
imperialismo ha creado y cuenta hoy con un poderoso y eficiente ejército,
integrado por intelectuales, investigadores, laboratorios y científicos de
altísimo nivel, politólogos, periodistas, publicistas, cineastas, artistas, misioneros,
etc. A la vanguardia de semejante ejército van los gigantes digitales como
Amazon, Google, Apple, Microsoft y Facebook.
El
peligro que entraña este plan imperialista no puede exagerarse. La guerra
mental, el “lavado de cerebros” para imponerlo, no se libra solo al interior de
los países invadidos o por invadir, sino en todo el mundo, cuya simpatía y
aprobación le son indispensables para llevar adelante sus guerras de conquista.
Para eso financia nutridas quintacolumnas mediáticas y propagandísticas por
todo el planeta, que activa cada vez que tiene necesidad de hacerlo. Hoy lo
vemos: sobran los que reprochan a los “soldados de la libertad”, a los halcones
de la OTAN y EE.UU., haber abandonado a jóvenes, mujeres, traductores,
contratistas carroñeros de la economía afgana, etc., en manos de los “salvajes,
fanáticos y bárbaros” talibanes, y asustan al mundo con los horrores que le
esperan si los enemigos de la libertad, la democracia y los derechos humanos se
imponen finalmente en todas partes. Sufriremos, dicen, más que Adán y Eva al
ser arrojados del jardín del Edén.
Lo
sepan o no, quienes propalan eso son parte del ejército de medios,
intelectuales, columnistas y divulgadores al servicio del imperialismo. Olvidan
que en el Edén capitalista que defienden crecen por horas la desigualdad, la
pobreza, la ignorancia, el hambre, la insalubridad, la falta de educación,
vivienda y servicios y las muertes por coronavirus, mientras miles mueren bajo
la bota imperial y las grandes fortunas, como las farmacéuticas, hinchan sus
bolsillos. En realidad, como afirma la izquierda mundial y los países enemigos
del mundo unipolar, la derrota de los halcones imperiales en Afganistán es una
buena noticia, porque es la derrota del proyecto Rumsfeld-Cebrowski, es la
derrota de las ambiciones del imperialismo norteamericano por dominar todo el
planeta en su provecho exclusivo.
Y es, por tanto, una victoria para quienes
quieren un mundo para todos, fraterno, solidario, pacífico y progresando por el
trabajo creativo de todos para el bienestar de todos; un mundo que en vez de
satanizar a los talibanes, los ayude a construir un mejor país por ellos y para
ellos, sin injerencias ni imposiciones de supuestos valores universales; un
país no anclado en el pasado sino con la vista puesta en un futuro de bienestar
para las mayorías. Esta es, dicen, la mejor manera de defender a las mujeres, a
los jóvenes y otras víctimas del fanatismo. Yo comparto eso.
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