Pedro
Vargas Avalos
El
reciente viernes trece de agosto, se conmemoró en la ciudad de México, la caída
de la Gran Tenochtitlán, el lejano año de 1521 a manos de los soldados
españoles (y sus aliados aborígenes) comandados por el capitán Hernán Cortés.
El suceso ha sido comentado, desde
esa fecha distante, hasta la actualidad. Y alrededor de él, se han alineado
opiniones de lo más diversas, pues unas van del agradecimiento por haber
liberado a 110 pueblos indígenas del yugo azteca, (como sostiene el historiador
madrileño Jesús Ángel Rojo) y otras repudiando aquel hecho bárbaro como símbolo
del abuso y la humillación, pasando por los que contemporizan lo uno con lo
otro y resaltan que tras la conquista, se nos inculcó religión y cultura
europea.
Hace casi dos años, el primer mandatario
nacional envió una carta al monarca hispano, planteándole que se emitiera por
su gobierno una especie de disculpa o petición de perdón, por los ultrajes que
nuestros ancestros autóctonos recibieron y el saqueo que implacablemente,
llevaron a cabo los conquistadores-colonizadores durante tres siglos. Pero la
petición cayó en oídos sordos y hasta la fecha no ha tenido respuesta, salvo de
los jerarcas de Cataluña, quienes si aceptaron hacer esa descarga.
Al respecto, y solo como muestra,
recordamos lo que dijo una priísta encumbrada: “Lo que tenemos que hacer es
mantener la relación que tenemos con España y no creo necesario ni solicitar ni
ofrecer disculpas por un hecho histórico que al final del día da como resultado
el pueblo que somos hoy”. (María Luisa Pérez Perusquía, diputada coordinadora
tricolor en Hidalgo; milenio.com/la-conquista-de-México-divide-opiniones). Los
panistas por su parte, se han limitado a decir que es burdo, irrisorio, lo que
pide el presidente, ya que lo conducente es requerir inversiones extranjeras.
(coordinador de la bancada del Partido Acción Nacional (PAN), Asael Hernández
Cerón, milenio.com. ídem).
Desde luego que, a los nacidos en el
occidente y norte del país, no nos llama tanto la atención lo relativo a Hernán
Cortés, porque por estos lares quien llevó a cabo la conquista más bien fue
Nuño Beltrán de Guzmán, otro ibérico, que fue rabioso adversario de aquél.
Recordemos que, en lo particular,
Jalisco y sus regiones limítrofes, fueron incorporados a la corona de Castilla
por varios personajes: Alonso de Avalos, Francisco Cortés de San Buenaventura y
el ya aludido Guzmán. Los primeros, ciertamente actuaron por cuenta del conquistador
de México-Tenochtitlán, pues incluso eran parientes, pero su conducta en nada
se pareció a la de Cortés. Fueron apacibles y su mano no se tiñó tanto de
sangre ni su conducta de actos demasiado excesivos.
Quien sí se condujo con crueldades
fue Don Nuño de Guzmán, el primer presidente de la Audiencia gobernadora de
México, quien a fines de 1529 partió a la conquista del occidente de nuestra
actual república. Y por su orden se fundó Guadalajara, Compostela y varias
otras poblaciones de estas comarcas. Este sujeto, fuera de toda su leyenda
negra que le forjaron los partidarios cartesianos, se comportó cual todo mílite
conquistador: codicioso y desalmado.
Volviendo al tema de la caída de
Tenochtitlán, es interesante el discurso que el primer magistrado pronunció en
tal ocasión: “ofrecemos perdón a las víctimas de la catástrofe originada por la
ocupación militar española de Mesoamérica y del resto del territorio de la
actual República mexicana”. Reflexión que bien se merecen nuestros ascendentes
nativos.
En
cuanto a Hernán Cortés, dijo el orador: Cortés como un demonio; era simplemente
un hombre de poder, un militar con valor, aplomo; un militar desalmado, un
político audaz y ambicioso de fortuna que hábilmente aprovechó las divisiones y
las debilidades de los mexicas para imponerse con discursos, argucias, terror y
violencia hasta conseguir apoderarse del anhelado tesoro en oro y plata de
Tenochtitlan.
Y de
que la búsqueda de riquezas, la codicia, fue el motor de la invasión hispana,
no cabe duda. El poeta Carlos Pellicer lo modula: “la ambición, destruir, matar
para obtener y poseer; esta es la razón de tanto duelo, de tanta ruina, de
tantas lágrimas oscuras, de tanto pecho destrozado y aún vivo de tanto estar
mirando el horizonte y sin nada entender.”
Ahora bien, es algo condenable, que
en los largos 300 años de dominación ibérica, nuestros indígenas fueron
explotados, atropellados y vilipendiados hasta el extremo. Para sobrevivir se
remontaban a las sierras o pantanos, en el área rural; o en las poblaciones,
existían marginalmente, despojados y menospreciados. Por ello, de once millones
de habitantes en 1518, para 1821, año de nuestra independencia, apenas tenía el
país seis millones de pobladores.
No le falta razón entonces, al
mandatario federal cuando afirma que “nada justifica imponer por la fuerza a
otras naciones o culturas un modelo político, económico, social o religioso en
aras del bien de los conquistados o con la excusa de la civilización”.
Por lo tanto, nos adherimos a lo que
proclamó nuestro gobernante federal: No debemos aceptar que el poder militar,
la fuerza bruta, triunfe sobre la justicia. Debemos, en cambio, procurar que
desaparezca de la faz de la tierra la ambición, la esclavitud, la opresión, el
racismo, el clasismo y la discriminación, y que sólo reine e impere la
justicia, la igualdad, la paz y la fraternidad universal.
Eso debe ser el compromiso que se grave en nuestra conciencia, con motivo de estos quinientos años de la caída de México-Tenochtitlán.
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