Víctor Hugo Prado
Yo,
señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron
Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo tan pueblo que
todavía le decimos Zapotlán. Es un valle redondo de maíz, un circo de montañas
sin más adorno que su buen temperamento, un cielo azul y una laguna que viene y
se va como un delgado sueño. Ese es el texto De memoria y olvido, con el que Juan José Arreola inicia su libro
Confabulario, impecable y notable despliegue de temas y estilos.
Ese
pueblo convertido en ciudad ha crecido en proporciones insospechadas, de manera
irregular y sin planeación alguna. El Maestro Arreola, quedaría estupefacto, al
observar desde la Montaña Oriente, antes llena de ocotes, hoy de casas,
extensas superficies de agave y aguacateras, que el otrora valle redondo de
maíz, es ahora el de los invernaderos donde se producen para el mercado nacional
e internacional berries, tomate rojo y pimiento.
Y que el circo de montañas, son ahora miles de hectáreas cultivadas de aguacate. Que la ciudad por la que transitaba tranquilamente en moto, ahora es intransitable por la enorme carga vehicular que abarrota las angostas y perforadas calles. Que el clima templado del que se sentía orgulloso, ahora es el de los extremos, parafraseando a una política del sur, cuando hacer calor está caliente y cuando hace frio está frío.
De poco o de nada le han servido a Zapotlán los planes de ordenamiento territorial, gobernado por la anarquía, cambia el uso de suelo como cambiarme los calcetines, y ahí están las consecuencias de ello: toneladas de lodo que arrastra el agua para dejarlas en calles y banquetas. No hay vegetación en la Montaña Oriente que amortigüe el impacto del agua y aminore los deslaves de tierra. Junto con ello, ahí están presentes las enfermedades oculares y respiratorias. Y el daño al medio ambiente de continuar con la escalada destructiva, amenaza con la desaparición de la Laguna de Zapotlán, reguladora del clima, fuente de abastecimiento del consumo humano, refugio de infinidad de aves locales y migratorias, fauna terrestre y variada vegetación.
Ante ello, la ciudad y región que queremos debe convertirse en una discusión de ciudadanos a los que deben sumarse ambientalistas, sociólogos, economistas, urbanistas, profesionales de la salud, de la educación y gobiernos. Con respecto a estos últimos, con la gran tarea de coordinar y articular los esfuerzos colectivos. Al final de cuentas a todos nos conviene. Como lo señala el urbanista Miguel Adria “tener ciudades más amables es un deseo de todos en cualquier parte del mundo, pero que sea realmente posible depende de administraciones capaces y progresistas”; añadiría, con visión de futuro y comprometidas con el bien común.
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