Pedro Vargas Avalos
Nuestra
república, tras larga hegemonía de gobiernos antipopulares, entreguistas y
corruptos, ahora se debate en profunda crisis sobre si continúa su titánica
lucha para recobrar la plenitud de la soberanía, abatir la corrupción que la
atrasó, volver al campo de la democracia y autentificar el goce de los derechos
humanos.
Para
lograr esos objetivos, ciudadanos e instituciones debemos conducirnos con
integridad plena y ajustarnos a las exigencias de la justicia, cuyas bases se
sostienen en la legitimidad, es decir, la coincidencia de la razón y la ley.
Un
Estado nacional que no logra sus fines esenciales, es un Estado fallido, aunque
no aniquilado. Para recobrar su destino, necesita reandar su trayecto a partir
del momento en que se extravió, recuperando sus metas genuinas y ampliando sus horizontes.
Desde luego que nuestra patria no es un Estado
fallido, aunque estuvo a punto de llegar a serlo, de haberse continuado su
marcha hacia el abismo, según lo acredita nuestra historia reciente
(señaladamente desde Miguel de la Madrid hasta Enrique Peña Nieto).
Un
aspecto fundamental que se debe superar para que México sea fuerte, soberano,
justo y próspero, es lo moral, que, de acuerdo a la Academia de la Lengua, es
lo “Perteneciente o relativo a las acciones o caracteres de las personas, desde
el punto de vista de la bondad o malicia”, lo cual complementa el diccionario
Oxford, esto es, “saber sobre la bondad o maldad de los actos humanos, no solo
de carácter teórico, sino también práctico, ya que se orienta a dirigir las
conductas al bien”.
En
relación a lo precedente, debemos hacer un recuento de cómo se actúa por
particulares y servidores públicos, así como sectores público y privado, en
nuestro país y su entorno. En este ámbito (que es internacional), debemos al
menos mencionar a Estados Unidos de Norteamérica, Guatemala y España.
Utilizando
la concepción del periodista Antonio Rosas Landa, cuando un país usa efectivos entrenados
para detener a individuos o familias que huyen desesperadas de la pobreza, la
violencia, la persecución y el hambre, es la bancarrota moral de esa nación:
este es el caso típico de la nación del Tío Sam en la actualidad.
Ah,
pero no se trate de apreciar el contexto mundial, porque allí, el bifronte Estados
Unidos, que en su moneda tiene moldeado en inglés “en Dios confiamos”, en los
hechos lleva hambre, muerte, destrucción o al menos obstrucciones, a los regímenes
que “no tienen sus intereses en su forma de gobernar”.
En
la vecina del sur, Guatemala, la penuria, el atraso social y los desgobiernos
que ha padecido, la han sumido en una crónica quiebra socio-económica y
política, semejante a la triste situación de varios países del Caribe y
Centroamérica, por no citar otros lugares del orbe.
Por lo
que ve a España, la entrañable “madre patria” de muchísimos mexicanos, su
gobierno se comporta de tal forma, que no podemos dejar de considerarlo
hipócrita: siendo un Estado que por naturaleza debería ser federativo, se
obstina en ser centralista, y siendo totalmente plural, es arbitrariamente unitario.
En consecuencia, no fue sensible a la petición de que ofreciera disculpas por
los tres siglos de asesinatos, pillaje y ultrajes que asestó a nuestros
indígenas, mestizos y connacionales en general. Lo cual si hizo el gobierno
catalán y a nombre del catolicismo ha hecho el Papa a los sudamericanos.
En
ese renglón, los países antedichos, sufren de bancarrota moral. No así nuestro
México, que se ha disculpado ante pueblos oriundos, avecindados chinos o
descendientes de afros.
Empero,
hoy por hoy vivimos un delicado momento. Miguel de la Madrid, neoliberal pero
no tonto, en diciembre de 1982, afirmaba que en “el México de nuestros días,
nuestro pueblo exige con urgencia una renovación moral de la sociedad que
ataque de raíz los daños de la corrupción en el bienestar de su convivencia
social”. Lástima que, como político falaz, faltó a su deber y nos impuso al nefasto
Carlos Salinas, no solo por medio del afrentoso “dedazo”, sino propiciando en
las elecciones la “caída del sistema”, suceso paradigma de inmoralidad.
Salinas,
el ultra neoliberal, ignoró a la izquierda (decía al respecto: ni los veo ni
los oigo), desconoció gobernadores a su capricho, hizo arreglos “en lo
oscurito” con los panistas, y se dio el lujo de recetarnos dos dedazos, lo que
implicó el sacrificio de Luis Donaldo Colosio. Así arribó al poder Ernesto
Zedillo, quien entre otras lindezas cometió “el error de diciembre” y de allí
estuvimos los mexicanos en un vórtice que desembocó en el maldito FOBAPROA,
deuda casi impagable que sigue haciendo estragos a las finanzas públicas, y con
ello atrancando el desarrollo nacional.
Zedillo,
el de la “sana distancia” con su partido (el PRI) tuvo que ver con la entrega
de la estafeta presidencial al locuaz y frívolo Vicente Fox, proveniente del
panismo, pero fiel ejemplo de lo que es el prianismo, excelente prototipo del
gatopardismo: cambiemos todo para seguir igual. De esa manera se pudrió la
esperanza del pueblo en la anhelada “transición democrática”.
Luego
sobrevino la mascarada del desafuero a Andrés Manuel López Obrador, el robo de
la elección presidencial de 2006, arribo de Felipe Calderón a la presidencia,
“haiga sido como haiga sido”, lo cual es el colmo de indecencia. Y así
prosiguió el quehacer público con el retorno priísta, cuyo abanderado Enrique
Peña Nieto, y muchos gobernadores de su tiempo, hicieron de la corrupción, la
impunidad y el entreguismo, una religión.
Por
ello, para el pueblo, si un político en campaña promete hacer o no hacer, tal o
cual cosa, y ya en el poder incumple o hasta actúa en contra de su compromiso, además
de deshonesto, es lo esperado. Y lo mismo creen del juez o magistrado que omite
aplicar la ley o peor, procede en contra de ella: es perverso. Lo mismo se
puede decir de los fiscales o ministerios públicos que se conducen inducidos
por la infidelidad, y son causa de la injusticia.
Los
funcionarios al estilo de los consejeros del INE, la Comisión Federal de
Competencia, el Banco de México, los del Instituto Federal de
Telecomunicaciones y otros organismos autónomos donde se ampararon para ganar
más que el presidente de la República, es claro que abominan la constitución
federal: esta ordena que no ganen más
que el presidente, pero ellos, utilizan leguleyadas para cobrar casi el doble
de lo que percibe el primer mandatario; son inmorales en grado sumo. Y así los
cataloga la ciudadanía, la cual califica de parecida forma a los siguientes:
Los
exgobernadores, casi una veintena, que saquearon sus estados y pisotearon las
leyes, significan la quiebra moral de esa clase de funcionarios.
Los
empresarios que en su afán de recobrar privilegios no reparan en medios para
lograrlo, incurren en impudicia.
Los
periodistas, que durante décadas medraron a la sombra del “chayote”, modo
ignominioso del poder público para gobernar con omisiones y falacias,
manteniendo al pueblo sumido en la ambigüedad, tienen en López Dóriga, Riva Palacio
y Carlos Loret (Lord montajes), la máxima expresión del no ser lo que presumen.
La
bancarrota es insolvencia por parte de una persona física o legal, para cumplir
sus obligaciones o exigir sus derechos, y también lo es cuando disimula que las
consuma. Lo moral está representado por costumbres y normas con que esas
personas se realizan, mismas que se consideran beneficiosas para la comunidad, aun
cuando sean favorecedoras de ellas mismas. La antípoda es lo inmoral.
Cuidemos
de que México no se hunda en ese ignominioso nivel de la bancarrota moral, al
cual casi llegamos, porque es paso anterior de la descomposición social y con
ello, del Estado Fallido, situación que jamás habremos de permitir los que
admiramos veneramos a la Patria.
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