La vida continúa
José Luis Vivar
Hace más o menos o mes el escritor
Naief Yehya publicó en su cuenta de Twitter que, la casa editorial a la
pertenecía le había avisado que, en breve, los ejemplares restantes de la
reedición de su libro Camino a casa/La Verdad de la vida en Marte, iban a ser
triturados. La noticia tuvo una respuesta inmediata: muchos tuiteros
manifestaron su indignación por lo terrible del asunto, y al mismo tiempo se
solidarizaban con el mencionado autor.
Aunque
no se puede negar que cada editorial tiene sus propias reglas, y que los
escritores al momento de firmar un contrato están conscientes de estar sujetos
a las mismas. Debido a eso disponen de la obra para su comercialización según
convenga a sus intereses comerciales. Porque sin importar el género que se
trate, el libro, a pesar de ser una obra artística e intelectual, es un
producto que se oferta por un tiempo determinado.
De
acuerdo a su presupuesto, las editoriales promueven sus títulos en diversas
publicaciones, a la vez que respaldan las presentaciones con los autores en
distintos escenarios que en ocasiones incluyen ferias de libros. Todo con la
intención de que el libro en cuestión llegue al mayor número de lectores y/o a
instituciones educativas y bibliotecas. Claro que en esta promoción quien lleva
ventajas son los grandes consorcios librescos que pueden ir más allá de las
fronteras, exportando sus productos.
Pero
pasado el plazo de promoción, es muy probable que dicho título quede estancado
en las bodegas y se le condene al olvido por un buen rato. Otras editoriales
rematan los rematan a pequeñas librerías del interior del país. Y en el peor de
los casos notifican que si no los adquiere, terminan triturándolos, como es el
caso de Naief Yehya, quien por cierto no es el único que ha vivido esta
devastadora situación.
Hace
unos años, una poeta amiga mía, se vio obligada a comprar 500 y tantos
ejemplares de su libro porque le iban a hacer lo mismo. Se trataba de una
editorial pequeña pero que tenía esa misma política. La angustia por conseguir
el dinero le tomó más tiempo del plazo que le habían puesto. Viendo que
tardaba, uno de los representantes le volvió hacer una última oferta: adquirirlos
todos con un descuento del cincuenta por ciento. Ella aceptó al instante,
porque era más o menos la cantidad que había conseguido. Así que, al día
siguiente, en una camioneta prestada fue a recogerlos para acomodarlos en su
casa. Venderlo es otra historia; triste, porque el valor unitario de cada
poemario no llegaba a los quince pesos. Y, aun así, no vendió todos.
Un
libro no es solo un proyecto que se materializa, representa un esfuerzo
intelectual; en algunas ocasiones su autor invirtió dinero en viajes e
investigaciones; aparte le robó tiempo a la convivencia familiar y círculo de
amistades. Y si no es escritor de tiempo completo, una o varias veces debió
quedar mal en su trabajo.
La
aniquilación de libros es un acto espeluznante que parece arrancado de las
páginas de la novela Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, donde está prohibido
leer, y los bomberos se encargan de quemar todos los libros. Solo que en la
realidad quienes los destruyen son los mismos que los fabrican. Increíble que
suceda, cuando leer en estos tiempos de Pandemia es una bocanada de aire limpio
para el espíritu humano.
Los
libros merecen otro destino. No debieran destruirse.
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