Los
conjurados
Ricardo
Sigala
La
muerte siempre es un misterio, casi siempre una sorpresa, sobre todo cuando
ocurre de manera tan inesperada. Otra vez la muerte ha visitado Zapotlán y en
esta ocasión ha tomado en ofrenda a Orso Arreola, un personaje que formó parte
del paisaje de la cultura de esta ciudad durante muchos años, en especial
durante los últimos trece, en que se instaló aquí para encabezar y dirigir los
trabajos de la Casa Taller Literario Juan José Arreola, de la que siempre se
sintió orgulloso.
Orso
Arreola fue un hombre poseedor de una enorme cultura, emanada en gran medida
por la cercanía que tuvo con su padre, Juan José Arreola, durante sus años de
formación. Esa condición fue puesta al servicio de las actividades a las que
dedicó su vida: librero y promotor cultural. Su periplo en la cultura lo llevó
de la Ciudad de México, en donde tuvo su propia librería y trabajó para EDUCAL,
a Guadalajara, en donde trabajó para el Sistema de Educación Media Superior
(SEMS) y la Feria Internacional del Libro, para terminar su carrera en Ciudad
Guzmán como fundador y director de la Casa Taller Literario Juan José Arreola.
Dos
veces al año, en febrero, mes en que se celebra la fundación de dicha casa, y
en septiembre con el Coloquio Arreolino, Zapotlán el Grande se convierte en un
punto de concentración de actividades culturales de alto nivel, que convoca en
especial a los grandes conocedores de la vida y obra de Juan José Arreola, de
esto también en gran medida Orso Arreola fue artífice. Era un hombre
comprometido con la cultura, pero especialmente sus empeños se concentraban en
la figura de su padre, con este cometido convocó año con año a un sinnúmero de
personas que han contribuido a profundizar en la obra de Juan José Arreola y
con ello ayudó a hacernos más visible la cumbre que representa nuestro máximo
hombre de letras. Orso era un reservorio de anécdotas, de información y de
datos sobre su padre que nadie más tenía, con su muerte, de alguna forma, hemos
perdido también una parte del maestro que aún emanaba en la persona de su hijo.
Sin embargo, la obra de Orso está ahí y seguro su padre, en la inmensidad, se
lo reconoce.
En
su afán por promover y preservar la memoria de su padre también publicó algunos
libros, el más famoso es sin duda El
último Juglar, un volumen de memorias, también recuperó un buen número de
artículos en Prosa dispersa, sus
poemas en Perdido voy en busca de mí
mismo, incluso un volumen iconográfico.
La
madrugada del lunes 22 de febrero recibí un mensaje de WhatsApp en el que se me
notificaba de la muerte de Orso, en la duermevela deseé que fuera un mal sueño,
pero no fue así, al amanecer las redes sociales se volcaron en muestras de
consternación, reconocimiento y cariño para él: escritores, artistas, editores,
lectores, todos tenían una foto y una anécdota para compartir.
La
muerte trae consigo la nostalgia, los recuerdos de tiempos idos, así pues,
recordé cuando lo conocí, eran los inicios de la década del 2000, me había
invitado a escribir un prólogo para un libro de nuevos creadores de la FIL, lo
encontré en su oficina en el edificio Valentín Gómez Farías en la esquina de
Liceo y Juan Álvarez, ahí también conocí a Luis Alberto Pérez Amezcua quien
formaba parte de su equipo de trabajo. Quiso el azar o el destino que una
década más tarde los tres fuimos traídos y asentados en Zapotlán, a todos nos
trajo una labor asociada con la literatura, los tres compartimos varias veces
la mesa y la palabra. En una manifestación más de las coincidencias de la vida,
hace unos días me enteré que ambos, Orso y Luis Alberto cumplían años el mismo
día.
Tengo
un agradecimiento personal con Orso Arreola, porque le abrió la puerta de la
Casa de Arreola a mi obra y a mis proyectos, y me dio la oportunidad de conocer
a muchas personas que de otra manera me hubieran sido vedadas. Tuvo la
gentileza de incluirme en las mesas de trabajo de sus coloquios, y la
generosidad de invitarme a convivir con sus invitados; una de las últimas veces
que compartimos la mesa, David Huerta se manifestó preocupado por la salud de
Orso como si el poeta pudiera vaticinar el desenlace que este lunes nos ha
sorprendido, como si se tratara de un extraño augurio que nos negamos a
interpretar.
Toda
muerte desenfoca la imagen que tenemos del mundo, sin Orso ya no veremos al
anfitrión natural de la Casa Arreola, ya no escucharemos su voz como caja de
resonancia de poemas y de historias inacabables, ya no tendremos su paso
pendular subiendo la senda de la montaña oriente de Zapotlán, ya no se
extenderá su mano ofreciendo un libro insólito, ya no lo veremos en los cafés
de centro oficiando la ceremonia de la amistad, ya no escucharemos al gran
conversador que era, ya no podremos decirle lo que no dijimos en su momento, ya
no. La imagen que tenemos de la cultura en Zapotlán, ya no es la misma, pero es
más rica gracias a su contribución.
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