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lunes, 25 de enero de 2021

Poder y dinero, estorbos del orden social


 


 Pedro Vargas Avalos

 

 

En todos los tiempos y lugares, las pugnas entre los seres humanos son constantes. Y aunque los motivos son de tener muy en cuenta (la libertad, la independencia, la justicia, la educación, ideologías, religión, etc.), lo cierto es que en el fondo lo que impulsa las fricciones, peleas y disputas son nada más ni nada menos que el poder y el dinero.




¿Qué buscaban los europeos cuando descubrieron América? El control del comercio, es decir, lucro, dinero. Y al ver que lo que se generó fue la posibilidad de apropiarse de terrenos y pueblos, impulsaron la conquista, lo cual conlleva poder y riquezas. Para lograr estos objetivos, no importó ensuciar la religión, sino que por el contrario en ella se apoyaron para consumar sus ambiciones.


Establecidas las colonias, los países dominantes se dedicaron con avidez a explotar los territorios dominados y abusar de los vencidos. En nuestro país, fueron 300 años de padecimientos sin cuento, hasta que sobrevino la guerra de independencia. Pero aún este noble movimiento se impulsó por el afán de autoridad: los criollos, hijos de europeos, que ambicionaban las posesiones de los peninsulares, querían conquistar el poder, y desde luego administrar la riqueza. Los mestizos, clase social creciente, no se quedaban atrás, y parte de ese rico botín debería quedar en sus manos. Las grandes masas desposeídas, indios y castas, querían libertad, tierras y modo de trabajar para mitigar su situación: esto implica poder y dinero.


Lograda la emancipación nacional, adoptado un sistema político republicano y federalista, los nacientes partidos políticos propugnaron luchas por el mando y a toda costa atraían a las clases pudientes, de donde saldrían recursos que sostendrían su porfía, para que, de triunfar, prometían a sus tenedores, ser premiados con creces. Ahora, si no colaboraban voluntariamente, se les arrancaba sus riquezas y perderían casi todo, se ganará o no la causa.





Así llegamos a los ásperos enfrentamientos con el voraz gobierno del norte anglosajón, cuando en varias etapas fuimos despojados: de Tejas, de Arizona, Nuevo México y Colorado hasta Alta California; finalmente de la Mesilla. No hay que soslayar el desleal papel de muchos malos mexicanos en estas aciagas historias, pero aún ellos, alimentados siempre en su apátrida codicia por el poder y el dinero.


Sobrepasado ese tiempo amargo, en que incluimos la intervención francesa, volvieron los duelos entre liberales y conservadores: el objetivo de igual manera fue poder y dinero, ya que la guerra de Reforma supuso redistribuir la riqueza y reorganizar el poder. En el porfiriato, a título de la modernización nacional, lo que se registró fue el desposeer a los pueblos, privar de los derechos políticos a la población y hacer que imperaran los principios de “mucha administración y poca política”, lo cual presupone que unos cuantos ejercían el poder y otros pocos, se encargaban de agenciar la riqueza.


Estalló la revolución, y su enseña de sufragio efectivo no reelección, así como de justicia social y la divisa de que la tierra sería para el que la trabaje, tuvo su lugar y caminó con base en poder y dinero.


Así se llegó a la segunda parte del siglo pasado. La república estaba organizada y a las demandas socio políticas, se les buscó una pulida solución. El gobierno emanado del partido de la revolución institucionalizada aplicó mucho de lo que criticó a Porfirio Díaz. Repartía dinero y daba migajas de poder para mantener la gobernanza.


Los tres poderes constitucionales y los municipios, conforme nuestra tripartita división política, crearon una burocracia cada vez más pesada, pero siempre consentida. La administración descentralizada y la de índole desconcentrado, fueron incrementándose, engulléndose calladamente gruesa tajada del presupuesto. Y parecía que todo marchaba en sana calma.


Con el nuevo milenio, se hicieron más concesiones y ajustes. Allí surgieron organismos, técnicos o de índole ciudadano, que buscando resolver problemas de fondo, cometieron el grave error de creer que honradez, capacidad, independencia y vocación de servicio, se lograba con grandes sueldos y prestaciones.





De esa manera, los jueces y magistrados, incluidos ministros de justicia, se blindaron con enormes estipendios: supuestamente así se ganaría la lucha contra la corrupción, lo cual fue una monumental falla, ya que aquella reside en la sustentación de valores. Y cada que se autorizó crear un organismo especializado, se dotó a sus integrantes de formidables alcances. Esto convirtió en un objetivo dorado para los cientos de aspirantes a cada cargo público, el lograr quedarse en alguno de ellos: ser magistrado, parte de algún instituto ciudadanizado, técnico o de creación reciente, garantiza poseer elevados ingresos y dorados privilegios.


Al llegar a la segunda década del corriente siglo, la corrupción se había desbordado. Los órganos autónomos, los de índole independiente o ciudadano, y aún los de la administración directa, se habían dado todo género de autoprotecciones, presentando diferencias notorias especialmente si se comparaban con empleados, trabajadores y servidores del común en cualesquier sector. De allí frases como “gobierno rico y pueblo pobre” en un sistema desprovisto de eficaz rendición de cuentas.


Como a cada problema o reclamo social, se le dieron respuestas a modo y a medias, en no pocas veces la solución solo era un gatopardismo evidente. El IFE, de buen inicio, se flexionó al volverse centralista como INE y no detectar violaciones electorales tan incuestionables como el sol. El INAI, con evidente buen objetivo, se desdibujó y cerró los ojos en casos como Odebrecht y muchos otros tan sonados como las guarderías ABC, el caso Ayotzinapa, etc. Y así la inmensa mayoría de nuevos entes, por lo general nidales para recomendados y protegidos.


Por ello se dio la nación una oportunidad en 2018. El priísmo “renovado” había sido incapaz de detener la corrupción, la impunidad, hipocresía y el abuso. El panismo fue un fallido paso al margen que acomodó el regreso del ogro, y éste como era previsible, hundió a la nación en casi todas sus áreas. No habiendo otra opción, la mayoría sufragante decidió dar la alternativa a una tercera vía, y esta fundamentó su esfuerzo en mejorar a los pobres, separar al poder económico del político, aligerar el lento aparato burocrático, reestructurar las nervaturas esenciales del país y crear una Cuarta Transformación de la República, la Cuatro T. Su base es el combate a la corrupción y su lema la austeridad.





Y aquí comenzaron de nueva cuenta los desencuentros. La austeridad se contradice con la vida fácil, muelle, que se han dado los altos funcionarios, los políticos poderosos, los líderes venales, y hasta los empresarios compinches. El primer mandatario puso la muestra y se rebajó por mitad su salario, así como el de los colaboradores directos de su gobierno. Agregó cortantes bajas de prestaciones onerosas. Y llevó las reformas a la Constitución Federal, para que fueran parejas.


En ese momento aparecieron verdaderas rebeliones y disconformidades con la nueva política. Los dorados miembros del poder judicial se escudaron en nichos legales, que permiten conservar impúdicas remuneraciones. Siguiendo su ejemplo, los miembros de numerosos organismos acudieron al amparo, y desde luego, lograron el respaldo de quienes padecen del mismo vicio y son incapaces de curárselo.

El fundamento de esta situación es sencilla: los que riñen no perder sus privilegios, no están en el servicio público por vocación, sino por avaricia; no llegan por méritos sino por influencias. La Constitución está tijeretada y en cada recoveco se encuentran defensas para que la austeridad y los valores morales no se apliquen. De allí que sean tan ardientes defensores de los Fideicomisos, de los organismos autónomos, y de toda forma legal que les asegure prebendas.

Y lo que decimos para el orden federal, es perfectamente aplicable para los gobiernos del ámbito estatal o municipal. Y quizá en estos resulte peor porque los ejecutivos locales ni de lejos se parecen, en lo decidido y austero, al modo de ser del presidente.


Es indispensable se legisle a fondo sobre este tema. No debe haber organismos onerosísimos, ni servidores públicos vividores. La administración pública solo debe poseer los entes mínimos para cumplir sus fines, sujetos a la vocación de servicio al pueblo, apego a la modestia y alejados de la comodidad excesiva y la ostentación, con separación total del nepotismo, de la ineptitud, el compadrazgo y el influyentismo.





Debemos entender que el dinero solo debe representar el aspecto considerado para vivir con decencia, y el poder ha de ejercerse ceñidos a la ley y la moral. Ambos elementos son los que deberían determinar la conducta de todo servidor público: si la Constitución establece que nadie debe percibir más sueldo que el presidente de la república, lo que es justo sin alegaciones, entonces no deben pelear mezquinamente ingresos exagerados; quien tenga vocación de servicio, que se atenga a tal mandato y se ajuste a la austeridad con misticismo que debe caracterizar a todo buen servidor público.


Porque cuando vemos que quienes más defienden, hasta con chicanadas, ingresos descomunales, son jueces, magistrados, ministros y altos directivos de organismos autónomos, más aterrador aparece el horizonte de nuestra nación.


Ser empleado de gobierno es un honor, no oportunidad de abuso ni enriquecimiento. Enaltecer el servicio público es un paso que debe darse a la mayor brevedad, aunque genere rasguños, enojos y purgas; pero todo ello es indispensable para bien de la república y salud de la sociedad. Abandonemos las batallas por atesorar prerrogativas; empeñemos nuestros esfuerzos en consolidar la democracia, fortalecer las instituciones, servir a la comunidad, cumplir la ley y desterrar los desfiguros de la vida pública. Antepongamos el civismo y con ahínco, busquemos ser cada vez, mejores ciudadanos: por este sendero haremos cada día más grande a nuestra patria.

  


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