En
todos los tiempos y lugares, las pugnas entre los seres humanos son constantes.
Y aunque los motivos son de tener muy en cuenta (la libertad, la independencia,
la justicia, la educación, ideologías, religión, etc.), lo cierto es que en el
fondo lo que impulsa las fricciones, peleas y disputas son nada más ni nada
menos que el poder y el dinero.
¿Qué
buscaban los europeos cuando descubrieron América? El control del comercio, es
decir, lucro, dinero. Y al ver que lo que se generó fue la posibilidad de
apropiarse de terrenos y pueblos, impulsaron la conquista, lo cual conlleva
poder y riquezas. Para lograr estos objetivos, no importó ensuciar la religión,
sino que por el contrario en ella se apoyaron para consumar sus ambiciones.
Establecidas
las colonias, los países dominantes se dedicaron con avidez a explotar los
territorios dominados y abusar de los vencidos. En nuestro país, fueron 300
años de padecimientos sin cuento, hasta que sobrevino la guerra de
independencia. Pero aún este noble movimiento se impulsó por el afán de autoridad:
los criollos, hijos de europeos, que ambicionaban las posesiones de los
peninsulares, querían conquistar el poder, y desde luego administrar la
riqueza. Los mestizos, clase social creciente, no se quedaban atrás, y parte de
ese rico botín debería quedar en sus manos. Las grandes masas desposeídas,
indios y castas, querían libertad, tierras y modo de trabajar para mitigar su
situación: esto implica poder y dinero.
Lograda
la emancipación nacional, adoptado un sistema político republicano y
federalista, los nacientes partidos políticos propugnaron luchas por el mando y
a toda costa atraían a las clases pudientes, de donde saldrían recursos que
sostendrían su porfía, para que, de triunfar, prometían a sus tenedores, ser
premiados con creces. Ahora, si no colaboraban voluntariamente, se les
arrancaba sus riquezas y perderían casi todo, se ganará o no la causa.
Así llegamos a los ásperos enfrentamientos con el voraz gobierno del norte anglosajón, cuando en varias etapas fuimos despojados: de Tejas, de Arizona, Nuevo México y Colorado hasta Alta California; finalmente de la Mesilla. No hay que soslayar el desleal papel de muchos malos mexicanos en estas aciagas historias, pero aún ellos, alimentados siempre en su apátrida codicia por el poder y el dinero.
Sobrepasado
ese tiempo amargo, en que incluimos la intervención francesa, volvieron los duelos
entre liberales y conservadores: el objetivo de igual manera fue poder y
dinero, ya que la guerra de Reforma supuso redistribuir la riqueza y
reorganizar el poder. En el porfiriato, a título de la modernización nacional,
lo que se registró fue el desposeer a los pueblos, privar de los derechos
políticos a la población y hacer que imperaran los principios de “mucha
administración y poca política”, lo cual presupone que unos cuantos ejercían el
poder y otros pocos, se encargaban de agenciar la riqueza.
Estalló
la revolución, y su enseña de sufragio efectivo no reelección, así como de
justicia social y la divisa de que la tierra sería para el que la trabaje, tuvo
su lugar y caminó con base en poder y dinero.
Así
se llegó a la segunda parte del siglo pasado. La república estaba organizada y
a las demandas socio políticas, se les buscó una pulida solución. El gobierno
emanado del partido de la revolución institucionalizada aplicó mucho de lo que
criticó a Porfirio Díaz. Repartía dinero y daba migajas de poder para mantener
la gobernanza.
Los
tres poderes constitucionales y los municipios, conforme nuestra tripartita
división política, crearon una burocracia cada vez más pesada, pero siempre
consentida. La administración descentralizada y la de índole desconcentrado,
fueron incrementándose, engulléndose calladamente gruesa tajada del presupuesto.
Y parecía que todo marchaba en sana calma.
Con
el nuevo milenio, se hicieron más concesiones y ajustes. Allí surgieron
organismos, técnicos o de índole ciudadano, que buscando resolver problemas de
fondo, cometieron el grave error de creer que honradez, capacidad,
independencia y vocación de servicio, se lograba con grandes sueldos y
prestaciones.
De
esa manera, los jueces y magistrados, incluidos ministros de justicia, se
blindaron con enormes estipendios: supuestamente así se ganaría la lucha contra
la corrupción, lo cual fue una monumental falla, ya que aquella reside en la
sustentación de valores. Y cada que se autorizó crear un organismo
especializado, se dotó a sus integrantes de formidables alcances. Esto
convirtió en un objetivo dorado para los cientos de aspirantes a cada cargo
público, el lograr quedarse en alguno de ellos: ser magistrado, parte de algún
instituto ciudadanizado, técnico o de creación reciente, garantiza poseer
elevados ingresos y dorados privilegios.
Al
llegar a la segunda década del corriente siglo, la corrupción se había
desbordado. Los órganos autónomos, los de índole independiente o ciudadano, y
aún los de la administración directa, se habían dado todo género de
autoprotecciones, presentando diferencias notorias especialmente si se
comparaban con empleados, trabajadores y servidores del común en cualesquier
sector. De allí frases como “gobierno rico y pueblo pobre” en un sistema
desprovisto de eficaz rendición de cuentas.
Como
a cada problema o reclamo social, se le dieron respuestas a modo y a medias, en
no pocas veces la solución solo era un gatopardismo evidente. El IFE, de buen
inicio, se flexionó al volverse centralista como INE y no detectar violaciones
electorales tan incuestionables como el sol. El INAI, con evidente buen
objetivo, se desdibujó y cerró los ojos en casos como Odebrecht y muchos otros
tan sonados como las guarderías ABC, el caso Ayotzinapa, etc. Y así la inmensa
mayoría de nuevos entes, por lo general nidales para recomendados y protegidos.
Por
ello se dio la nación una oportunidad en 2018. El priísmo “renovado” había sido
incapaz de detener la corrupción, la impunidad, hipocresía y el abuso. El
panismo fue un fallido paso al margen que acomodó el regreso del ogro, y éste
como era previsible, hundió a la nación en casi todas sus áreas. No habiendo
otra opción, la mayoría sufragante decidió dar la alternativa a una tercera
vía, y esta fundamentó su esfuerzo en mejorar a los pobres, separar al poder
económico del político, aligerar el lento aparato burocrático, reestructurar las
nervaturas esenciales del país y crear una Cuarta Transformación de la
República, la Cuatro T. Su base es el combate a la corrupción y su lema la
austeridad.
Y
aquí comenzaron de nueva cuenta los desencuentros. La austeridad se contradice
con la vida fácil, muelle, que se han dado los altos funcionarios, los
políticos poderosos, los líderes venales, y hasta los empresarios compinches.
El primer mandatario puso la muestra y se rebajó por mitad su salario, así como
el de los colaboradores directos de su gobierno. Agregó cortantes bajas de
prestaciones onerosas. Y llevó las reformas a la Constitución Federal, para que
fueran parejas.
En ese
momento aparecieron verdaderas rebeliones y disconformidades con la nueva
política. Los dorados miembros del poder judicial se escudaron en nichos
legales, que permiten conservar impúdicas remuneraciones. Siguiendo su ejemplo,
los miembros de numerosos organismos acudieron al amparo, y desde luego,
lograron el respaldo de quienes padecen del mismo vicio y son incapaces de
curárselo.
El
fundamento de esta situación es sencilla: los que riñen no perder sus
privilegios, no están en el servicio público por vocación, sino por avaricia;
no llegan por méritos sino por influencias. La Constitución está tijeretada y
en cada recoveco se encuentran defensas para que la austeridad y los valores
morales no se apliquen. De allí que sean tan ardientes defensores de los
Fideicomisos, de los organismos autónomos, y de toda forma legal que les
asegure prebendas.
Y
lo que decimos para el orden federal, es perfectamente aplicable para los
gobiernos del ámbito estatal o municipal. Y quizá en estos resulte peor porque
los ejecutivos locales ni de lejos se parecen, en lo decidido y austero, al
modo de ser del presidente.
Es
indispensable se legisle a fondo sobre este tema. No debe haber organismos
onerosísimos, ni servidores públicos vividores. La administración pública solo
debe poseer los entes mínimos para cumplir sus fines, sujetos a la vocación de
servicio al pueblo, apego a la modestia y alejados de la comodidad excesiva y
la ostentación, con separación total del nepotismo, de la ineptitud, el
compadrazgo y el influyentismo.
Debemos
entender que el dinero solo debe representar el aspecto considerado para vivir
con decencia, y el poder ha de ejercerse ceñidos a la ley y la moral. Ambos
elementos son los que deberían determinar la conducta de todo servidor público:
si la Constitución establece que nadie debe percibir más sueldo que el
presidente de la república, lo que es justo sin alegaciones, entonces no deben
pelear mezquinamente ingresos exagerados; quien tenga vocación de servicio, que
se atenga a tal mandato y se ajuste a la austeridad con misticismo que debe
caracterizar a todo buen servidor público.
Porque
cuando vemos que quienes más defienden, hasta con chicanadas, ingresos
descomunales, son jueces, magistrados, ministros y altos directivos de
organismos autónomos, más aterrador aparece el horizonte de nuestra nación.
Ser
empleado de gobierno es un honor, no oportunidad de abuso ni enriquecimiento. Enaltecer
el servicio público es un paso que debe darse a la mayor brevedad, aunque
genere rasguños, enojos y purgas; pero todo ello es indispensable para bien de
la república y salud de la sociedad. Abandonemos las batallas por atesorar
prerrogativas; empeñemos nuestros esfuerzos en consolidar la democracia, fortalecer
las instituciones, servir a la comunidad, cumplir la ley y desterrar los
desfiguros de la vida pública. Antepongamos el civismo y con ahínco, busquemos
ser cada vez, mejores ciudadanos: por este sendero haremos cada día más grande
a nuestra patria.
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