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domingo, 25 de octubre de 2020

En los 130 años de su natalicio

 



 

Jorge Mauricio Barajas Pérez

 

 

Somos un pueblo sin memoria, un cúmulo de hombres de barro y arcilla, de mujeres descastadas y con olor a responso y parafina. Somos un devenir de calles que serpentean como culebras por cuyo arroyo corre el agua con el que pretendemos lavar nuestras culpas.



Pero no siempre fue así. Hubo en este pueblo henchido de orgullo, un hombre filosófico. Un hombre que siempre se supo “grande”, tanto, que entregó su vida al más humilde de los oficios. Se dedicó a enseñar. Y lo hizo, como el “Maestro”, rodeándose de sus discípulos, compartiendo con ellos mediante enseñanzas y, sobre todo, mediante el ejemplo. Su corazón bondadoso no conoció la envidia y su mayor anhelo fue saborear y paladear los triunfos de esos otros, a los que guío y apoyó, para que salieran a conocer el mundo, a triunfar y no los absorbiera este pueblo con olor a pólvora e incienso.


Hace 130 años nació don Mauro Alfredo Velasco Cisneros. Vio la luz, en una “casa-jardín” desde donde presidió natural e irremediablemente la vida cultural del pueblo. Hijo único del Lic. Mauro Velasco, abogado y notario, célebre por sus litigios sobre las tierras de las comunidades indígenas de Zapotlán, fue coterráneo y coetáneo de Guillermo Jiménez. Vecinos de la calle Artes, hoy Independencia. Don Alfredo en la enorme casa solariega de esquina Colón. Jiménez en la lúgubre casa de sus abuelos Urzúa, en la esquina de San Antonio hoy Federico del Toro. A diferencia de Guillermo, que escribió y publicó, y se forjó una sólida carrera en el servicio diplomático, que le hizo viajar y pasar largas estancias en Europa, Velasco Cisneros se afianzaba al suelo de Zapotlán, como un árbol que echa raíces profundas, pues conocida es la leyenda de que don Alfredo nunca traspasó más allá de las fronteras naturales del pueblo. Sin embargo, era un hombre de mundo que recibía de Jiménez libros y libros, muchos de ellos en su idioma original, ya que don Alfredo hablaba y leía el francés, el alemán, el italiano y el inglés. Los libros enviados por cuenta propia y por petición expresa, eran devorados y absorbidos por el ávido lector que siempre fue, pero, además, eran compartidos con aquellos que, como él, amaban la literatura.


            El Maestro Arreola lo llama “un hombre incomprensible”, que dedicó “su vida a la belleza. A contemplarla donde existe y a crearla donde no está”. La biblioteca de don Alfredo fue un refugio para las letras, su casa, un oasis de conocimiento en este pueblo que vive al compás de los badajos, que marcan las horas desde el campanario de la Parroquia. Arreola inmortalizó a don Alfredo en “La Feria”. Es don Alfonso, el personaje que preside en su casa la sesión del Ateneo donde un periodista y poeta de nombre Palinuro, venido de Guadalajara, termina ebrio aún antes de iniciar la sesión cultural. Como el personaje de la novela, don Alfredo presidió las sesiones del grupo cultural Arquitrabe, que fundó con un par de amigos en su afán de culturizar a este pueblo iletrado y vanidoso. En recompensa a sus afanes y desvelos, Zapotlán le paga con el olvido.





Tuvo el tiempo, el dinero, la humildad y generosidad para alentar, proponer, sugerir y encauzar lecturas en todos aquellos que se acercaron a su sombra. El Mtro. Vicente Preciado Zacarías lo rememora, cuando, ante la imposibilidad de leer, “de naufragar en el primer capítulo” de uno de los tres ejemplares del Ulises de James Joyce que había en Zapotlán, acude a don Alfredo quien “me recomendó –sonriendo como un buda bondadoso y jocundo-, dejara el libro en reposo y me prestó algo de Valle Inclán.” “No estaba aún preparado para emprender esa odisea.” Rico monetariamente, heredó la fortuna de su padre, la cual, dilapidó y malbarató apoyando y alentando amigos cual mecenas. Casó con la mujer más hermosa de Zapotlán y de México. Doña Josefina Medina Guerra.


Don Alfredo escribió poesía, ensayo y teatro, pero sus horas las ocupó en la lectura. En el enorme placer de leer lo que otros han escrito. En su edad madura fue profesor de una secundaria y participó en la instalación de la Escuela Preparatoria en una casa casi frente a la suya. En ella, trató de hacer menos ignorantes a quien deseaba dejar de serlo. Fue un faro, un guía y, sobre todo, un amigo leal. Murió en la misma casa de sus mayores, no sin antes despedirse de aquellos que aún acudían cual cofrades a las reuniones de su grupo.


En 1974, siete años después de su muerte, el Mtro. Preciado Zacarías, en un acto de justicia, editó con el apoyo de la Biblioteca Pública Municipal, de la que era encargado, y con el permiso de doña Josefina, un libro que prologó el Mtro. Juan José Arreola y que se imprimió en los legendarios talleres de don J. Jesús Vera, en el añejo barrio de Analco en Guadalajara. “Hojas de letras y poesía” se titula. Poesía, ensayo y teatro. Este último, destacadísimo. Breve y eficaz. “Setenta segundos”, obra en 1 acto y para dos actores, recuerda al primer teatro de Novo, de Villaurrutia, de Lazo, y por ende al de Pirandello. Al teatro del “Ulises” de Antonieta Rivas Mercado.


Somos un pueblo sin memoria. Un cúmulo de hombre de barro y arcilla, sin faro, sin guía…



3 comentarios:

  1. Excelente descripción de Don Alfredo Velasco Cisneros y de nuestro Zapotlán

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  2. Excelente descripción de Don Alfredo Velasco Cisneros y de nuestro Zapotlán

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  3. Muy interesante destacar su obra de teatro. Don Alfredo Velasco participó como Jurado Calificador de los Juegos Florales, y además mandó un poema con seudónimo: Varal del Fosco.

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