Jorge
Mauricio Barajas Pérez
Somos
un pueblo sin memoria, un cúmulo de hombres de barro y arcilla, de mujeres
descastadas y con olor a responso y parafina. Somos un devenir de calles que
serpentean como culebras por cuyo arroyo corre el agua con el que pretendemos
lavar nuestras culpas.
Pero
no siempre fue así. Hubo en este pueblo henchido de orgullo, un hombre
filosófico. Un hombre que siempre se supo “grande”, tanto, que entregó su vida
al más humilde de los oficios. Se dedicó a enseñar. Y lo hizo, como el
“Maestro”, rodeándose de sus discípulos, compartiendo con ellos mediante
enseñanzas y, sobre todo, mediante el ejemplo. Su corazón bondadoso no conoció
la envidia y su mayor anhelo fue saborear y paladear los triunfos de esos
otros, a los que guío y apoyó, para que salieran a conocer el mundo, a triunfar
y no los absorbiera este pueblo con olor a pólvora e incienso.
Hace
130 años nació don Mauro Alfredo Velasco Cisneros. Vio la luz, en una
“casa-jardín” desde donde presidió natural e irremediablemente la vida cultural
del pueblo. Hijo único del Lic. Mauro Velasco, abogado y notario, célebre por
sus litigios sobre las tierras de las comunidades indígenas de Zapotlán, fue
coterráneo y coetáneo de Guillermo Jiménez. Vecinos de la calle Artes, hoy
Independencia. Don Alfredo en la enorme casa solariega de esquina Colón.
Jiménez en la lúgubre casa de sus abuelos Urzúa, en la esquina de San Antonio
hoy Federico del Toro. A diferencia de Guillermo, que escribió y publicó, y se
forjó una sólida carrera en el servicio diplomático, que le hizo viajar y pasar
largas estancias en Europa, Velasco Cisneros se afianzaba al suelo de Zapotlán,
como un árbol que echa raíces profundas, pues conocida es la leyenda de que don
Alfredo nunca traspasó más allá de las fronteras naturales del pueblo. Sin
embargo, era un hombre de mundo que recibía de Jiménez libros y libros, muchos
de ellos en su idioma original, ya que don Alfredo hablaba y leía el francés,
el alemán, el italiano y el inglés. Los libros enviados por cuenta propia y por
petición expresa, eran devorados y absorbidos por el ávido lector que siempre
fue, pero, además, eran compartidos con aquellos que, como él, amaban la
literatura.
El
Maestro Arreola lo llama “un hombre incomprensible”, que dedicó “su vida a la
belleza. A contemplarla donde existe y a crearla donde no está”. La biblioteca
de don Alfredo fue un refugio para las letras, su casa, un oasis de
conocimiento en este pueblo que vive al compás de los badajos, que marcan las
horas desde el campanario de la Parroquia. Arreola inmortalizó a don Alfredo en
“La Feria”. Es don Alfonso, el personaje que preside en su casa la sesión del
Ateneo donde un periodista y poeta de nombre Palinuro, venido de Guadalajara,
termina ebrio aún antes de iniciar la sesión cultural. Como el personaje de la
novela, don Alfredo presidió las sesiones del grupo cultural Arquitrabe, que
fundó con un par de amigos en su afán de culturizar a este pueblo iletrado y
vanidoso. En recompensa a sus afanes y desvelos, Zapotlán le paga con el
olvido.
Tuvo
el tiempo, el dinero, la humildad y generosidad para alentar, proponer, sugerir
y encauzar lecturas en todos aquellos que se acercaron a su sombra. El Mtro.
Vicente Preciado Zacarías lo rememora, cuando, ante la imposibilidad de leer,
“de naufragar en el primer capítulo” de uno de los tres ejemplares del Ulises
de James Joyce que había en Zapotlán, acude a don Alfredo quien “me recomendó
–sonriendo como un buda bondadoso y jocundo-, dejara el libro en reposo y me
prestó algo de Valle Inclán.” “No estaba aún preparado para emprender esa
odisea.” Rico monetariamente, heredó la fortuna de su padre, la cual, dilapidó
y malbarató apoyando y alentando amigos cual mecenas. Casó con la mujer más
hermosa de Zapotlán y de México. Doña Josefina Medina Guerra.
Don
Alfredo escribió poesía, ensayo y teatro, pero sus horas las ocupó en la
lectura. En el enorme placer de leer lo que otros han escrito. En su edad
madura fue profesor de una secundaria y participó en la instalación de la
Escuela Preparatoria en una casa casi frente a la suya. En ella, trató de hacer
menos ignorantes a quien deseaba dejar de serlo. Fue un faro, un guía y, sobre
todo, un amigo leal. Murió en la misma casa de sus mayores, no sin antes
despedirse de aquellos que aún acudían cual cofrades a las reuniones de su
grupo.
En
1974, siete años después de su muerte, el Mtro. Preciado Zacarías, en un acto
de justicia, editó con el apoyo de la Biblioteca Pública Municipal, de la que
era encargado, y con el permiso de doña Josefina, un libro que prologó el Mtro.
Juan José Arreola y que se imprimió en los legendarios talleres de don J. Jesús
Vera, en el añejo barrio de Analco en Guadalajara. “Hojas de letras y poesía”
se titula. Poesía, ensayo y teatro. Este último, destacadísimo. Breve y eficaz.
“Setenta segundos”, obra en 1 acto y para dos actores, recuerda al primer
teatro de Novo, de Villaurrutia, de Lazo, y por ende al de Pirandello. Al
teatro del “Ulises” de Antonieta Rivas Mercado.
Somos
un pueblo sin memoria. Un cúmulo de hombre de barro y arcilla, sin faro, sin
guía…
Excelente descripción de Don Alfredo Velasco Cisneros y de nuestro Zapotlán
ResponderBorrarExcelente descripción de Don Alfredo Velasco Cisneros y de nuestro Zapotlán
ResponderBorrarMuy interesante destacar su obra de teatro. Don Alfredo Velasco participó como Jurado Calificador de los Juegos Florales, y además mandó un poema con seudónimo: Varal del Fosco.
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